La perspectiva de una argentina de la educación australiana

Cuando todo vale, hasta el nazismo resulta respetable

El relativismo cultural en su expresión más extrema -según la cual nunca se puede cuestionar las costumbres de otra cultura, por más aberrante que éstas resulten-, termina por justificar las mayores violaciones a los derechos humanos. Esta perspectiva, dominante en la educación australiana llega a poner en cuestionamiento toda idea de que algo esté mal, incluso las violaciones y el exterminio masivo de personas. Una deformación de una mirada antropológica que en su origen es sana y valiosa porque defiende la autonomía de las culturas frente al colonialismo.
Por Inés Dunstan *

Hace diecisiete años que emigré a Australia, y hace más de diez que estoy involucrada en la enseñanza de Historia, Filosofía e idiomas a nivel universitario y secundario. Todavía recuerdo con nitidez la primera vez que noté que algo andaba mal. Fue cuando empecé a dar clases de historia australiana, y mis estudiantes, chicos australianos de dieciocho años, argumentaban en sus ensayos que no había que juzgar a Hitler,  porque esto era ‘sesgado’ y lo importante era ofrecer un balance apropiado de todo proceso y personaje histórico. Los ensayos argumentaban también que no existía la verdad, que al fin y al cabo todo se reducía a perspectivas individuales, todas igualmente válidas. La cantidad de chicos que adherían a este credo relativista y moral extremo y vacío me alarmó, y se lo mencioné a una colega, quien se encogió de hombros y dijo: ‘es lo que aprenden en la escuela’.
La segunda vez que me sentí desorientada sucedió poco tiempo después. Estaba charlando con una profesora de estudios de género y le comenté que la mutilación femenina es un abuso de los derechos humanos. La académica, una activista de los derechos igualitarios de las personas gay y transgénero, y una fiel creyente en la liberación sexual femenina, me miró shockeada, y me dijo que estaba siendo sentenciosa. El comentario me confundió. ¿Yo estaba siendo sentenciosa? Esta era, después de todo, una práctica que podía incapacitar a las mujeres afectadas de por vida. Era una práctica que les arruinaba sus vidas sexuales. Era una práctica condenada por las Naciones Unidas. Pero la académica insistió en su postura: no era bueno juzgar las prácticas de otras culturas; mi comentario, aunque bien intencionado, era casi, casi racista. A mí me pareció que esto era el mundo del revés. La falta de interés en el sufrimiento y el destino de las mujeres en otras culturas me pareció extremadamente racista. El hecho de que yo misma sea una mujer de otra cultura, una en la que ha habido abusos terribles de derechos humanos, hacía que el comentario fuera todavía más absurdo a mi modo de ver.
Estos dos temas: Hitler, y los derechos de las mujeres de otras culturas, volvieron a emerger algún tiempo atrás, cuando empecé a enseñar Humanidades en una escuela de Sud Australia. Un día, me pidieron que compartiera una lección con otra profesora, y fue entonces, menos de dos semanas después de haber sido contratada, que volví a escuchar la opinión que tanto me había afectado durante mi tiempo como lectora de historia. Hitler -la profesora le dijo a los estudiantes-, fue un producto de su tiempo y su cultura. Juzgar a otra cultura era arrogante. Más aún, la negación del Holocausto era una perspectiva que debía ser respetada. Después de todo, yo tengo mi verdad, vos tenés tu verdad, y todas las verdades son igualmente válidas. En esta era postmoderna extrema, los alumnos ni siquiera parpadearon.

Más allá del bien y del mal
Unas semanas más tarde, les pregunté a los alumnos, así, de frente, qué pensaban sobre una costumbre de Jordania que obliga a mujeres violadas a casarse con sus violadores. Era una pregunta simple, y no me dio ningún resquemor utilizar las categorías ‘bien’ o ‘mal’. ¿Está bien o mal que obliguen a una mujer violada a casarse con su violador? Muchos alumnos se retorcieron en sus asientos, y me pareció que esto no se debía a la costumbre en cuestión, si no al hecho de que yo utilizara los términos ‘bien’ y ‘mal’. Me quedé atónita cuando, después de un largo silencio, la gran mayoría de los adolescentes contestaron que no debíamos juzgar esta costumbre, o que la costumbre era apropiada en el contexto cultural jordano. Una profesora, presente en la clase, asintió vigorosamente con la cabeza. Decidí simplificar la pregunta: ‘¿Es una violación algo bueno o malo?’. Otra vez, el silencio se apoderó del salón de clases. Nadie se animaba a contestar. Por primera vez en mi vida como educadora me encontré gritando, al tope de mi voz: ‘¡¡¡¡¡Violar a alguien está mal!!!!!’, mientras las imágenes de Ni Una Menos se sucedían en mi mente. Los estudiantes me miraban desconcertados. ¿Había repetido la palabra tabú, ‘mal’? Después de más silencio incómodo, una chica se atrevió a levantar la mano, y dijo lo esperado: ‘Debemos respetar la perspectiva de que violar a alguien está bien.’ Mientras le pase a una mujer de otra cultura, claro está.
¿Qué está pasando en Australia? ¿Y cómo negocia esta situación una mujer argentina? ¿Cómo puede ser que los derechos humanos sean sinónimo de racismo? Entiendo las complejidades en juego; no promuevo un absolutismo total y autoritario. Entiendo que hay mucho que aprender del relativismo cultural: como ha argumentado James Rachels, el relativismo cultural nos enseña que muchos de nuestros valores e ideas son determinados por la sociedad en la que crecemos. Muchas de las cosas que encontramos naturales son solamente productos culturales. Una profunda comprensión y apertura hacia otras culturas es un valor clave que ciertamente debe promoverse. Pero la tolerancia y el entendimiento no equivalen a una obligación de decir que todas las creencias, todas las costumbres, y todas las prácticas sociales son igualmente aceptables.
La negación de un corpus pequeño de valores universales; la negación de la importancia de la evidencia; el total rechazo de una noción de verdad; la promoción de este relativismo en el que todo vale; no le hace ningún favor a nadie. Este culto de la tolerancia poco tiene que ver con la tolerancia: es, más bien, la promoción de las mentiras y de la indiferencia humana. El problema es que aquellos que profesan estas ideas creen que están haciendo lo opuesto. Creen que son gente abierta y de izquierda, respetuosa de toda costumbre y cultura. Yo entiendo que no es siempre fácil demarcar el límite. Entiendo también que existe una historia de destrucción de culturas nativas en el nombre de valores europeos. Yo misma he publicado artículos en contra del imperialismo cultural.
Pero, otra vez citando a James Rachels, ‘condenar una práctica determinada no equivale a decir que el total de esa cultura es inferior a otra. La cultura puede tener muchas características admirables. De hecho, es lógico esperar esto de la mayoría de las sociedades humanas: son  mezclas de prácticas buenas y malas’.
Pero en la cultura de izquierda australiana, el relativismo cognitivo, moral y cultural, pareciera reinar de manera suprema. A nivel académico, y dentro de la izquierda, existe un cuestionamiento muy fuerte hacia los derechos humanos porque, supuestamente, son irrespetuosos de las diferencias culturales. Sin ir más lejos, hace un tiempo me invitaron a una conferencia en la que los presentadores alegaban que los derechos humanos se utilizan para avanzar en el neocolonialismo y la supremacía occidental. Más aún, la conferencia cuestionaba la universalidad de algunos principios morales (idea detrás del concepto de derechos humanos): según los organizadores, todos destacados profesores académicos, los derechos humanos son absolutos pero también, relativos. Yo me pregunto: ¿En qué circunstancias sería relativo el artículo 4 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que establece: “nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre; la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas?”.

Los argentinos nos acordamos…
Los argentinos sabemos que el mal existe. Tenemos la memoria bien fresca. Yo me acuerdo de la Junta; me acuerdo del famoso ‘Los argentinos somos derechos y humanos’. Cuando yo escucho ‘derechos humanos’ visualizo a una pobre madre dando vueltas en una plaza con una foto de su hijo desaparecido colgando del cuello. Visualizo la lucha por la justicia. Visualizo a un Videla que rememoraba a Hitler. Visualizo al papá de mi amiga Loli, torturado por la dictadura. O a los papás de mi amiga Cecilia, quien nunca pudo enterrarlos porque no sabe si están vivos o muertos. Que tiene suerte de que no se la hayan robado a ella también, porque entonces no sabría quién es. O sí, tal vez se estaría enterando por estos días, gracias a los esfuerzos de activistas de derechos humanos.
Los argentinos conocemos el mal. Sabemos que tomar posición clara en contra del mal no es intolerante o arrogante. Que es justicia.
No es que los australianos no lo sepan, pero su historia reciente es muchísimo menos traumática (a menos que seas aborigen australiano, claro está).
Por supuesto que hay que tomar en cuenta las circunstancias de cada caso individual; por supuesto que tal vez sea posible mejorar aún más el estilo o los términos de los derechos humanos. Por supuesto que existen casos en Australia en los que la derecha australiana ha invocado a los derechos humanos para justificar sus violaciones a… ¡los derechos humanos! (Un claro ejemplo fue la intervención en las comunidades aborígenes en el Northern Territory en el 2007).
Pero aunque el debate siempre sea bueno, y aunque haya siempre espacio para ciertos cuestionamientos, creo que la izquierda australiana académica y educativa debe reconectarse a un nivel básico con la existencia de valores universales, con los derechos humanos, con la noción de una verdad que existe más allá de nuestras opiniones, con el valor de la evidencia y la existencia de hechos incuestionables. En estas épocas de Trump, hechos alternativos, postverdades, y noticias falsas, el relativismo cognitivo extremo destruye todo conocimiento y desemboca en barbaridades tales como ‘la negación del Holocausto es también una perspectiva válida’. Lo mismo sucede con el relativismo cultural y moral. Un retorno a los conceptos del bien y del mal, y a los derechos humanos, no es arrogante o intolerante.
Como profesora argentino-australiana, me niego a educar a adolescentes australianos en esta tibieza soporífica y moralmente repugnante. Soy demasiado ‘argenta’ para esto. Nací en el ‘76.

* Doctora en Historia. Investigadora y profesora en Australia.