Adelanto de la edición impresa

Acerca de la situación en Hungría

¿Quiénes son los migrantes? ¿Qué buscan? Mejor sería preguntar: ¿Quién soy yo, que he elegido Hungría? ¿Qué busco? ¿Qué debe hacer Europa con los migrantes? Mejor sería preguntar: ¿Qué debo hacer yo?
Por Pedro Lerman, desde Hungría

Algo malo pasa cuando un país empieza a tener una “situación”. En Israel, “ha matzav” es la situación, permanente, de conflicto con los palestinos.  En la Argentina, la expresión “la crisis” solía tener un color parecido (si ya no se usa no es, en mi opinión, porque haya acabado).  Y ahora la “situación” ha llegado a Hungría. Es la situación de ser, y aquí empiezan los problemas, “invadidos” (¿o requeridos?) por miles de migrantes. Que los migrantes deseen sólo pasar por Hungría para llegar a Alemania (como apuntan voces progresistas, con el placer de señalar que nadie en su sano juicio inmigraría a Hungría), es agregar insulto a la injuria. Para los húngaros su país es su “casa” (“haza” en húngaro) y la idea de usarla como hotel (“Polin”, aquí descansaré, desearon los judíos en Polonia) es simplemente descarada.
La prensa de derechas húngara, que representa a la mayoría de la población y al primer ministro Viktor Orban, apunta los cañones contra Angela Merkel, canciller alemana. Se la acusa de irresponsabilidad (por acoger a los refugiados e incluso alentarlos a venir), de frío cálculo económico (por, aparentemente, necesitar mano de obra barata y calificada) e incluso se tejen teorías conspirativas (Alemania, la Unión Europea, Estados Unidos han creado todo esto para terminar con la cristiandad en Europa, o para atacar a Hungría, o ambas cosas). En Hungría las palabras  “Unión europea” y principalmente “Estados Unidos” se deslizan a veces hacia las palabras “Israel”, ”El sionismo internacional” o, simplemente, “los judíos”. Hasta ahora este deslizamiento, en relación con los refugiados sirios, no ha ocurrido. El clima es anti-árabe.
El progresismo húngaro, que es una minoría pero que existe, se ha expresado en ayuda concreta de voluntarios a los migrantes y en la sátira al discurso xenófobo del gobierno. Pero el clima social y político de la sociedad no favorece el humanitarismo, que adquiere, a los ojos de la mayoría, un corte ideológico, narcisista, e incluso anti-húngaro. El ayudar a un migrante parece conllevar la decisión de ponerse “por encima de los intereses dela Nación”. Un signo de europeísmo, una falta de patriotismo. La ayuda a los migrantes sólo es aceptada si viene de la policía, del gobierno, de quien tiene la autoridad  para ayudar. Si tal ayuda es escasa, o no es ayuda sino indiferencia, o no es indiferencia sino hostilidad, no importa: si es así, debe ser así.
Indiferencia. Es una palabra que en la Argentina yo asociaba a los clichés de las relaciones amorosas: “lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia”. En Hungría aprendí que la indiferencia es un estilo, un modo y una teoría de la vida. Se es indiferente porque la indiferencia “se viste” con soltura en todas las estaciones, es un estilo que la sociedad encuentra agradable a la vista. Se vive indiferente porque facilita las cosas. Se piensa a favor de la indiferencia para vencer la mala conciencia, para lavar la culpa, para no sufrir, para olvidar. La indiferencia se hace política. Y todas las miserias del ser humano, la crueldad, la mezquindad, se amparan en ella. La política de la indiferencia siempre es un subterfugio para la política de la crueldad. Pero sin perder las apariencias, que en Hungría, contrariamente a lo que cree Occidente, sí son importantes. El gobierno húngaro no ha actuado con los migrantes de manera expresamente cruel. La camarógrafa Petra Lászlo, que pateaba a los migrantes –incluso a niños- con sadismo, es una excepción, y ha perdido su trabajo. También, recuerda Imre Kertesz, premio Nobel judío húngaro, eran raros los casos de sadismo en el Lager. La tónica general es de cierta irrealidad, cierto letargo. Todo ocurre como en un sueño.
He citado a Kertész, sobreviviente de la Shoah. No lo he hecho para sugerir que los húngaros sean “nazis” ni nada por el estilo (aunque nazis no faltan por aquí). Tampoco para sugerir que exista ninguna conexión entre la “situación” con los migrantes y la situación de los judíos antes, o durante, la catástrofe. Ambas coyunturas no tienen nada que ver. Pero tengo que decir que vivir tantos años en Hungría me ha servido para entender un poco más cómo la deportación (y posterior exterminio) de los judíos fue posible. La profunda indiferencia interpersonal, la sospecha que existe hacia quien sufre y lo expresa, hacia quien pide cualquier cosa, hacia quien cuestiona, hacia quien se apresura –como los migrantes-, es una marca del día a día entre los propios húngaros. No hace falta ser gitano ni judío ni migrante para recibir esta hostilidad hecha de indiferencia. En ese sentido, se produce un círculo vicioso. Cuando los húngaros ven que estos tres grupos se quejan, sienten inmediatamente -y con razón- que ellos también sufren tales maltratos, y que su propio país, históricamente, también los ha sufrido. Esto lleva a la auto-victimización, que a su vez provoca más resentimiento. El resentimiento acaba habitualmente en crueldad.
Hasta aquí parece que yo lo entiendo todo. Y sin embargo, algo siempre se me escapa. Para quien no fue iniciado en ella, la crueldad tiene siempre algo de misterioso. No solo anti-ético sino también excesivo, innecesario, anti-estético. Es imposible entender totalmente la crueldad para quien no ha nacido en Europa central o –como dicen los húngaros con respecto a sí mismos- “Europa central oriental”. Aquí, el peso del feudalismo, de las rebeliones campesinas aplastadas, de las invasiones y ocupaciones extranjeras centenarias, de las revoluciones contra los ocupantes también aplastadas, quizás (no lo sé) de la Shoáh, todo huele a sangre y derrota, a estruendo, silencio y resignación. Se me podrá decir que América Latina, que sufrió el genocidio de los indígenas y sucesivas dictaduras, tiene no menos olor a pólvora. Es posible. Pero la comparación induce a entrar de nuevo en la disputa por la supremacía de cierto dolor sobre otro, y después de tantos años de asistir a tal juego, me excuso de seguir jugando.