Presencia de jóvenes judíos en campos de la muerte

De peregrinaciones, banderas y melodías

A partir del encuentro de los jóvenes judíos e israelíes con la realidad de los campos de la muerte en Polonia, el autor reconstruye el lugar de la Shoá en la memoria colectiva del sionismo y propone una visión alternativa al criticarlo como “turismo de la muerte”.

Por Yoel Schvartz

En las últimas dos décadas, miles de jóvenes venidos desde los más remotos lugares del planeta atraviesan todos los años el terrible portón de Auschwitz-Birkenau envueltos en una bandera de Israel. Como educador, que tiene el privilegio de acompañar y guiar a cientos de esos jóvenes, no puedo dejar de preguntarme sobre el sentido de esa bandera en la antesala del Infierno. No puedo dejar de preguntarme qué victoria, qué conquista celebramos al entrar en Birkenau, en el territorio en el que con una eficiencia espeluznante el régimen nacional-socialista alemán fabricó durante más de dos años la muerte de más de un millón de judíos.
No puedo dejar de preguntarme por el sentido de esa bandera ni siquiera cuando he leído, decenas de veces, con la misma emoción a flor de piel, la “Carta al Infierno” que el sobreviviente Tzvi Meiri le escribe al comandante del campo muchos años después y que hacia el final dice: “Pasaron 42 años, en los cuales no pude no martirizarme y pensar: ¿cómo fue que no me revelé?, me avergoncé frente a mis hijos y casi no les conté nada sobre mi experiencia allí, en ese otro planeta, porque me sentí llevado como oveja al matadero. Y de repente mis nietos (todos sabras, ¿sabe?) me ayudaron a comprender. Yo sí me revelé, sí luche contra ustedes, porque ustedes me querían ver allí muerto y derramar mi ceniza junto a las cenizas de muchos más, en los campos de Auschwitz. Pero yo no me rendí frente a ustedes, y ahora hay continuidad y un futuro. Mi nieta pasó los odiados portones de Auschwitz, erguida y orgullosa, participante de una delegación israelí, bajo la bandera de Israel. Y allí, en el valle de la muerte cantó Hatikva, el himno del Estado de Israel. Y así es que no fui como oveja al matadero, sino que luché, me revelé y seguí adelante. Así es como en una guerra entre nosotros, fui yo el que gané. El símbolo de mi triunfo, es mi nieta”.

Holocausto y memoria nacional
En su estudio ya clásico, Yael Zerubavel analiza el proceso de construcción de la tradición nacional israelí y la reformulación de la memoria judía que fue parte esencial de la empresa sionista. En ese proceso, el movimiento sionista reinventó la visión tradicional judía del pasado, recuperando y rescatando símbolos del antiguo Israel bíblico como base y preanuncio de la moderna cultura hebrea, recuperando el carácter heroico, político y militar de figuras como los Macabeos o Bar Cojba (carácter que había sido minimizado o directamente objeto de crítica por parte de las corrientes centrales de la tradición rabínica talmúdica). Esa reformulación del pasado implicó también una actitud ambivalente con relación al larguísimo período que la tradición judía denomina Exilio (Golá) que abarca desde la destrucción del Segundo Templo por los Romanos en 70 E.C. hasta el inicio de la colonización moderna de la Tierra de Israel en el Siglo XIX. Para esta visión sionista clásica del pasado judío, durante esta etapa “la religión funcionó como un adhesivo para las comunidades dispersas. Pero este sistema de vida diaspórico era un pobre sustituto (del vínculo con la propia tierra) de la antigua vida nacional, conllevando un proceso de degeneración espiritual y regresión política. […] la memoria colectiva del sionismo construye entonces el período del Exilio como un largo y oscuro tiempo de sufrimiento y persecución. La vida judía en el Exilio constituye una recurrente historia de opresión, puntuada por periódicos pogromos y expulsiones, de una frágil existencia signada por el miedo y la humillación”. Era precisamente contra ese sistema de vida que el Sionismo había emergido para rebelarse.

Las noticias de la destrucción de los judíos europeos que empezaron a llegar al Yshuv a principios de los años ‘40 parecieron reafirmar la justicia de ese análisis. “La ansiedad por la suerte de los judíos de Europa y el impulso para desvincularse de ellos y de lo que representaban impulsó a la sociedad judía en Palestina en direcciones opuestas. Junto a las expresiones de preocupación por la suerte de los judíos había una tendencia a criticar el comportamiento de las víctimas, haciendo hincapié en que los colonos sionistas hubieran elegido un curso de acción diferente”.

En ese contexto Zerubavel sitúa (en perspectiva, polémica) la recuperación del mito de Masada, la fortaleza en la que los judíos sitiados por los romanos prefirieron el suicidio colectivo (de acuerdo a la narrativa de Flavio Josefo) a la esclavitud. La pasividad judía diaspórica, que parecía hacerse presente en la falta de “resistencia” ante la catástrofe, era confrontada con la resistencia heroica de los zelotes, con la resistencia heroica que opondrían los colonos en caso de una invasión alemana a Palestina y, a partir de 1943, con la resistencia armada del Gueto de Varsovia y los partisanos judíos en los bosques de Europa, cuya gesta fue incorporada a la narrativa del heroísmo israelí. No casualmente el día de conmemoración de la Shoá es el aniversario de la rebelión del Gueto de Varsovia. Consecuentemente, durante los años formativos de Israel, el “resto de la experiencia del Holocausto fue relegado al Exilio y asociado con la experiencia del Otro, el sumiso Judío diaspórico”.

Esta visión, sin embargo, comenzó a transformarse a partir de los años ‘60, e indudablemente su punto de inflexión lo constituyó el juicio a Adolf Eichman en Jerusalén, cuando por primera vez los israelíes (y la mayoría de los judíos del mundo) tuvieron acceso a los testimonios de las víctimas.
En ese proceso contribuyó también el trauma de la guerra de Yom Kippur de 1973, en la que por primera vez la sociedad israelí tomo conciencia de su propia vulnerabilidad. Para una parte significativa de la sociedad judía, Yom Kippur significó también el despertar de una visión ingenua del heroísmo sabra de figuras como Moshe Dayan. Sumado a esto, las transformaciones en el mapa político y demográfico israelí, con el ascenso del Likud liderado por Menajem Beguin y con el apoyo de sectores tradicionalistas y enajenados de la narrativa secular del Sionismo Laborista, llevó a una lenta revisión de la memoria histórica de la Shoá. Esa revisión, que hoy se ve plasmada por ejemplo en la restructuración del Museo de Yad Vashem, diluyó en gran medida la dicotomía entre “héroes” y “víctimas”, reformulando el concepto de “resistencia” para abarcar dimensiones morales y espirituales que escapan a la anterior rigidez del imperativo físico y militar.

Es en ese contexto que surge, a mediados de los años ‘80, la “peregrinación” a Polonia. Uso el término peregrinación a propósito, porque no se trata de un viaje de fin de curso ni de turismo, aunque hay quienes lo ven como una peregrinación perversa o invertida desde el lugar de la libertad y la independencia (Israel) hacia el lugar de la opresión y la muerte (Auschwitz, que emerge como símbolo y microcosmos de la experiencia diaspórica). Así, la peregrinación a Polonia parece transformarse en un acto de iniciación traumático que contribuye al fortalecimiento de la identidad judía centrada en la moderna experiencia israelí. En el caso de los jóvenes israelíes y de la diáspora por igual, puede contribuir a la exaltación de un mensaje chauvinista y persecutorio. El “turismo de los campos de la muerte” puede ser una herramienta en la instrumentación de una sociedad judía más cerrada, menos democrática, menos pluralista. Puede, pero no tiene que serlo.

Aún retorna la melodía…
La peregrinación a Polonia, en la que participan miles de jóvenes judíos, es también una peregrinación al propio pasado. Es enfrentarse con aquello que el finado Rozitchner llamaba “la inhumanidad de lo humano”, venciendo la dificultad de enfrentar cara a cara la cotidianeidad del mal cuando esto se despojó de todas sus máscaras.
Pero es también un viaje de retorno a una sociedad judía inexorablemente perdida, que sin embargo está en la raíz de lo que somos hoy en día. Es un viaje de reaproximación a la historia relegada de los judíos, la historia de las comunidades perdidas, de la calle judía con sus olores y sus melodías, con sus corrientes religiosas y sus sueños mesiánicos, con sus modelos de organización, con sus jóvenes rebeldes y sus viejos conservadores, con su poesía y sus amores y sus odios y sus búsquedas. Sin renunciar ingenuamente a enfrentar los “lugares de la muerte”, cuyo mensaje universal debe reverberar en cada acto siguiendo aquel imperativo de Adorno de que “toda educación después de Auschwitz debe tener como meta que no haya más Auschwitz”.

El poeta Natan Alterman escribió: “Aún retorna la melodía que abandonaste en vano/ y todavía está abierto el camino a lo ancho/ y la nube en el cielo y el árbol con sus lluvias/ esperan por ti, transeúnte”.
La búsqueda de esa melodía, la del legado cultural, acaso sea el nuevo paradigma de la peregrinación judía al pasado. Y en esa búsqueda estamos…

El autor es educador, formado en Historia Judía y Antropología en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Guía de viajes de estudio en Polonia.