La física enseña que cuando hay una fuerza hacia un lado, surgirá otra fuerza que se le oponga. Acción y reacción, principio elemental del reino físico, sólo de un modo metafórico se puede aplicar al mundo social y cultural. Es que las fuerzas físicas no tienen pensamiento ni voluntad, no deciden su rumbo, mientras que lo que concierne a los hombres no puede decodificarse sólo mediante esos principios, ya que los humanos comprometemos nuestra decisión y responsabilidad en cada acto.
Echemos una mirada a las condiciones de las mujeres en la actualidad. Si, por un lado, la autonomía y las posibilidades políticas, laborales y culturales se acrecientan, por otro el sometimiento y el maltrato, hasta incluso el crimen, no cesan de expandirse y agravarse. Sería sin duda sencillo explicar este raro fenómeno mediante el principio de acción y reacción de la física, y algunos opinólogos caen en la tentación: si las mujeres se liberan, sin duda despertarán en algunos sectores la ira y el desprecio. Así, la liberación femenina tendría el carácter de una provocación, semejante al “algo habrán hecho” tan tristemente célebre en la Argentina de la dictadura. Sin embargo el peligro de tal análisis radica en que la situación quedaría naturalizada, y los participantes exculpados de toda carga. En un doble aspecto: primero, por aplicar, insisto, un principio mecánico de la naturaleza a lo social, cosa de por sí ilegítima. Y segundo, porque estaría dando por sentado que el estado natural de las mujeres es el sometimiento.
“Femicidio” es el neologismo que da nombre a tales actos de violencia: quemar, lapidar, asesinar, acuchillar y todas las otras formas imaginables con que maridos celosos, novios omnipotentes o sacerdotes impíos “castigan” a mujeres no suficientemente sometidas. Pero el problema no se limita a lo individual, y de hecho plantea la ardua y antigua cuestión de la división entre lo público y lo privado.
Una de las estratagemas de ciertos sectores retrógrados es la de remitir estos horrores al ámbito de “la relación afectiva”, de pareja o familiar, en la que los actores estaban involucrados, para desestimar el hecho como grave problema social. Dentro de la línea de “algo habrán hecho”, claro: si el hombre ejerce la violencia contra la mujer, se trata de “un exceso”, pero posiblemente provocado por alguna actitud “fuera de lugar” de la mujer. Todos hemos escuchado alguna vez el famoso “no te metás, son problemas de alcoba, ahora se pelean y después se arreglan en la cama”. Al igual que con el maltrato a los niños, la frontera que marca los derechos civiles parece borronearse: un padre parece tener derecho a golpear a su hijo, como si éste fuera un objeto de su pertenencia y no una persona amparada por la ley.
Ni el padre, ni el marido ni autoridad hogareña alguna puede, en definitiva, burlar la ley que vela por los derechos y la dignidad de la persona. Pero el saber popular o siglos y milenios de costumbres machistas y patriarcales caminan por otro carril, validando y disculpando a los déspotas caseros. Baste leer los miles de casos donde mujeres denuncian a sus padres y/o parejas ante las autoridades que, una y otra vez, hacen oídos sordos e incumplen con su deber de protección. Muchas de esas veces, la autoridad llega tarde, solo para corroborar que la denuncia tenía fundamento y lamentarse de no haber actuado a tiempo.
El cambio más importante quizás radique en la visibilidad: esos crímenes, que durante siglos formaban parte de las “costumbres” de los pueblos –y por lo tanto, eran incuestionables, en base a un dudoso relativismo cultural- son ahora, en algunos casos al menos, puestos sobre el tapete, llevados a juicio, investigados, publicitados. En estos días se está llevando a cabo el proceso por la desaparición de Marita Verón, y es posible y deseable que –al igual que los juicios a las Juntas- esto siente precedente y ayude a desarticular la red criminal acusada del hecho. Pero el objetivo no termina ahí: si esa red –como tantas otras, en el país y en el mundo- pudo o puede operar, es porque otra red, la de los prejuicios y las “costumbres” mencionadas, comienza a formar las mentes desde muy temprano en la infancia –los libros de lectura con sus célebres modelos de “familia tipo”- y persiste en la publicidad, en los medios, en el lenguaje común. Una mujer presidente o científica no alcanzan, todavía, para revertir la irracionalidad de esquemas arcaicos, profundamente arraigados en el inconsciente incluso de sociedades ilustradas.
Las mujeres forman parte, según múltiples análisis sociológicos, de las minorías sometidas, al lado de los niños, los homosexuales, los judíos; no por una cuestión de número, sino por la falta de poder y por el desamparo legal que padecen. En efecto: al igual que los judíos en particular, pareciera que el crimen consiste en el simple hecho de haber nacido mujer. ¿Cuánto del imaginario fundado en Grecia, allá lejos y hace tiempo, y continuado en parte por San Agustín, con su temprana demonización de lo femenino, ha calado en las cabezas de siglos de civilización occidental? Si para Aristóteles las mujeres son mera materia pasiva, incapaces de pensar, y para Agustín es en ellas donde radica el Mal, y si nuestro mundo es en gran medida heredero de esas dos grandes corrientes de pensamiento, no es absurdo sostener que, en paralelo con sus grandes logros y creaciones brillantes, tales orígenes nos han legado lo más oscuro y vil. Sin duda, no se trata de culpar a nuestros ancestros por las fallas de hoy. Se trata, más bien, de revisar qué y cómo pensamos, y por ende, cómo actuamos.
Contrastes en el judaísmo
En el judaísmo se da también una amplia gama de posturas: para ciertos sectores, la mujer debe limitarse al hogar y la crianza de los hijos, y observar un recato extremo para no despertar impulsos sexuales a su paso. Sabemos de un caso reciente en Israel, donde una niña ortodoxa fue atacada por no cumplir con cierto código de vestimenta. Pero a la vez, las fuentes bíblicas son revolucionarias y asombrosamente “modernas” para el contexto epocal. Como dice Julia Kristeva, “en el Cantar de los Cantares se oye, por primera vez en la historia, la voz de una mujer como sujeto deseante, y no como mero objeto deseado”. Es que desde el inicio es la mujer –las matriarcas, cada una a su modo- la que decide a cuál de los hijos pasará el pacto, es decir, cuál es el heredero que continuará la tarea que D’s ha encomendado a los padres. Y esa es una decisión política, ya que el pueblo se funda en la promesa divina a Abraham: “serás padre de pueblos”, con lo que la división entre lo familiar y lo político queda borrada, a diferencia de Grecia, donde la mujer permanece en el oikos –lo doméstico- y el hombre actúa y habla en el ágora.
Las mujeres, así, tienen en las fuentes judías un fuerte involucramiento con la ley: Tzipora circuncidando al hijo que tuvo con Moisés, Tamar haciendo valer la justicia ante su suegro Judá, las hijas del fallecido sacerdote Tzlofjad reclamando ante Moisés la herencia de su tribu, a pesar de que no han quedado varones… múltiples casos en los que la decisión justa y el poder sobre la historia es cosa femenina.
Que el judaísmo haya adoptado, como es lógico en todas las culturas que conviven y se mezclan, esquemas y valores de otro orden, no nos libra de la tarea de revisar y recuperar de las fuentes una inspiración más democrática e igualitaria, que el mundo actual reclama a gritos.
* Filósofa, escritora, docente.