Escribe Shlomo Ben Ami en el diario Haaretz (01-03-2023)

La democracia israelí: crónica de una muerte anunciada

“Las elecciones no se dirimen aquí entre programas de acción, sino entre los vapuleos de valores, tradiciones y condicionamientos culturales y étnicos. El abismo tendido desde hace años entre la Israel representada como ‘Tel Aviv’, en tanto lugar geográfico y en tanto metáfora de ser laica, liberal y abierta al mundo, y su imagen especular, ‘Jerusalén’, la religiosa y ortodoxa, prisionera de ilusiones mesiánicas, tradicional y ajena a valores universales, ese abismo es la arena de juego de Netanyahu. Aprendió de Carl Schmitt que el arte de la política es ‘Identificar al enemigo y neutralizarlo’", señala en este profundo análisis Shlomo Ben Ami, historiador y ex ministro de Relaciones exteriores de Israel, cargo desde el cual tuvo cargo las negociaciones de la Cumbre de Paz de Camp David, en 1999. “Las fuerzas liberales de Israel deben crear nuevos reordenamientos políticos y un liderazgo con mirada de largo alcance, a menos que Israel opte por atar su suerte con la siniestra corriente internacional de regímenes autocráticos”, señala.
Por Shlomo Ben-Ami

Por Shlomo Ben Ami. Traducción: Margalit Mendelson

Las reformas judiciales nunca acontecen repentinamente, y tampoco la que tiene lugar hoy es un capricho de un ministro de Justicia fanático y un primer Ministro sediento de venganza contra el sistema jurídico que se atrevió a demandarlo. El peligro en que se halla la democracia israelí no se desvanecerá si logra detener las propuestas de ley de la actual coalición; ya que lo que Binyamín Netanyahu denomina en lenguaje orwelliano «reforma» es una consecuencia y un reflejo de las profundas grietas culturales que caracterizan a la sociedad tribal israelí, y a partir de 1967, principalmente, las proyecciones de la conquista y del dominio del pueblo palestino.

Hace 43 años, el 30 de mayo de 1980, publicó en este periódico Yaacov Talmón, el historiador de la Revolución Francesa y la democracia totalitaria en regímenes tiranos del siglo 20, un artículo titulado: «La patria en peligro. Carta abierta al historiador Menajem Begin del historiador Yaacov Talmón«. El aparente oxímoron, democracia totalitaria, se explica en oposición a una democracia liberal, un régimen establecido sobre la base de la separación de poderes, con un poder judicial independiente, donde se respeta el pluralismo, la libertad individual y donde los derechos de las minorías están asegurados.

La «Carta Abierta» de Yaacov Talmón (1980).

La democracia totalitaria se da cuando un grupo político se apropia de lo que el pensador francés del siglo 18, Jean Jacques Rousseau, llamó «la voluntad general» convirtiéndola en el bien absoluto y en utopía laica que es preciso concretar mediante la imposición. La maldición tirana se cierne sobre toda fe en una redención mesiánica cuando ella se traduce a hechos políticos, y Talmón percibió el dominio que ejercíamos sobre territorios palestinos como la expresión de una ilusión mesiánica que despedazaría a la democracia israelí.

Begin no entendió, o prefirió hacer oídos sordos a la verdad que un «historiador» como él debía conocer, por ejemplo, del caso de la conquista francesa de Argelia, cuando la lenta filtración de la atrofia moral de los largos años de conquista hacia el tejido del Estado conquistador terminó pulverizando la República. Begin creía en un Estado de derecho y justicia, y probablemente no previó que llegaría el día en que su movimiento se vería liderado por una persona que lo emularía en cuanto a aptitudes de oratoria y carisma para convencer a las masas a que se opongan a las odiadas elites, para quedar en la historia como quien, mediante una reforma judicial, pergeñó un engendro pseudo-legal de perversión monstruosa de la idea sionista –cuya expresión es el dominio de los señores feudales en los territorios conquistados– dentro del gobierno de Israel. Si allí se instaura la dictadura, ella se instaurará también aquí, si allí no se respeta la ley ni las libertades básicas, tampoco aquí se las respetará.

El partido gobernante es hoy una casta de fieles que en nada se diferencia del «sionismo religioso», un eufemismo adoptado por los acólitos del Rav Kahane y los Rabinos de Yesha, los asentamientos judíos en Cisjordania. Los partidos de Bezalel Smotrich y de Itamar Ben-Gvir son el elemento más depurado del fascismo teocrático que domina hoy el gobierno de Netanyahu, y la mentada reforma judicial es vital en su campaña destinada al establecimiento de un «reino de sacerdotes y pueblo sagrado». Para ellos, Netanyahu hace las veces de «asno del Mesías». Exactamente lo que Donald Trump, ateísta y hedonista, fue para los evangelistas mesiánicos de los EE. UU..

En cuanto a los ortodoxos, que siempre menospreciaron al sionismo y que últimamente se transformaron en nacionalistas y anexionistas, en última instancia, también para unos 140.000 ortodoxos la franja occidental es una especie de «lebensraum», que atrajo a centenares de miles de otros israelíes. Para ellos, Netanyahu es quien derribará los muros de la odiada Corte Suprema y los liberará por completo del deber nacional de alistarse en el Ejército y de la intervención judicial del Estado en su autonomía. Es lo que se llamaría, una reforma judicial construida sobre las bases de un oscuro pacto para romper con los valores de la sociedad liberal que financia a sus detractores y manda a sus hijos a defenderlos cuando deberían estar trabajando para concretar el sueño teocrático.

Un verdadero imperialista es aquel que está dispuesto a sacrificar la democracia en bien del Imperio. Por cierto, también las conquistas imperiales de países europeos se embanderaban tras convicciones de nacionalismo y superioridad racista, pero nada como expandir lo que se define como patria hacia territorios colindantes –así Hitler hacia Austria y los Sudetes, Putin hacia Crimea y Ucrania, y desde hace medio siglo, Israel hacia la franja occidental– para reforzar las bases de un Estado fascista.

¿Cómo fue que las fuerzas democráticas de Israel no comprendieron que la concepción de la Democtadura (expresión acuñada por Talmón) de Netanyahu les fue presentada ya en la Ley de Nacionalidad, del 2018? Por eso, tampoco libraron entonces la batalla hasta sus últimas consecuencias. Esa ley es la clara expresión de consideración de los territorios conquistados y el Estado de Israel como vasos comunicantes. Al supeditar a los árabes de Israel al gobierno de la mayoría judía, posibilita también que en el Estado binacional en ciernes en el espacio entre el Mediterráneo y el Jordán rija la supremacía de la minoría judía en un régimen de separación nacional y étnica.

El encargado de institucionalizar dicho suicidio moral en el gobierno de Netanyahu es su principal ideólogo, Bezalel Smotrich. El régimen de conquista militar, que por definición no es sino temporario, es lo que, aun si con dificultad, defiende a Israel de incurrir en apartheid. Pero, la ley de anulación de la desconexión del norte de Samaria, aprobada últimamente, y acogerse a la ciudadanía de lo conquistado a través de la designación de Smotrich como Administrador Civil, descorren el velo y dejan al descubierto la carrera de Israel hacia la categoría de Estado de apartheid.

Desde el momento en que sucumbió la solución que favorecía la creación de dos Estados, la suerte de la democracia israelí fue tal como reza el título del libro de García Márquez, la «crónica de una muerte anunciada». Los que aún profetizan en nombre de la solución de los dos Estados, toda gente honorable, se puede decir, como en la elegía de Marco Antonio al pie de la tumba de Julio César, hablan, como él, en torno a un cadáver.

Cuatro años después de la publicación del artículo de Talmón, cuando la cantidad de asentados en la Franja occidental no superaba los 30.000 –hoy ya suman medio millón, sin contar los 240.000 al Este de Jerusalén– publicó Meron Benbenishty su distópica profecía sobre el nacimiento de la «Segunda República Israelí», a imagen y semejanza de Sudáfrica. No es necesario declarar oficialmente una anexión, determinó, la realidad hablará por si sola. Pasaron cuarenta años, y con ellos todos los intentos conocidos por conseguir la paz, desde los Acuerdos de Oslo, vía la cumbre de Camp David y la propuesta de paz de Clinton –que fue también el programa al que adhirió el gobierno de Ehud Barak– hasta la Convención de Annapolis y la propuesta de paz de largo alcance de Ehud Olmert. Probablemente fueran todas imperfectas. Es la naturaleza de iniciativas de paz que no se originan en una definición militar decisiva. Se suponen iniciativas, «que no satisfacen recíprocamente». Aquellas fueron rechazadas, y similares ya no volverán a ser tratadas.

Shlomo Ben Ami

A resultas de lo cual, aun si esta vez se da el «no pasarán» (los de la reforma judicial), la suerte de la democracia israelí ya está echada. A la realidad sudafricana en desarrollo aquí no existe ni puede existir una solución sudafricana, dado que en ningún libreto posible la minoría judía permitirá el gobierno de una mayoría árabe entre el Mediterráneo y el Jordán. La distopía que se fragua delante de nuestros ojos habrá de ser una situación de constante guerra civil con Jerusalén, como una réplica local de Belfast. «En vano buscarás el punzante alambrado de púa, bien sabes que cosas como ésas no desaparecen», escribió Yehudá Amijai en la serie de poemas que titulara Jerusalén 1967.

Los que honestamente postulan un gobierno civil igualitario entre el Mediterráneo y el Jordán (como el expresidente Reuvén Rivlin, y el ex presidente del Parlamento, Avrum Burg) gozan de un optimismo envidiable al aquilatar la naturaleza humana y la generosidad de los movimientos nacionales. Sigmund Freud acuñó el término «Narcisismo de las pequeñas diferencias», el mismo narcisismo que disipó utopías multinacionales en otros lugares. No tiene la más mínima chance. ¿Aquí? ¿En la región en que minorías son exterminadas con gas, sunitas y chiitas mantienen una constante guerra de subsistencia y la única democracia multi-étnica de los alrededores, la del Líbano, sucumbe horrorosamente desangrada?

Lo que no fue posible en Chipre, entre turcos y griegos, o en la vieja Yugoslavia que devino en orgías de sangre y genocidios que Europa no vivía desde la Segunda Guerra Mundial, ¿se supone que podrá darse aquí entre dos naciones con narrativas egocéntricas y victimizadas como la judeo-israelí y la palestino-musulmana?

Quizá sólo una concentración auto promovida de gran parte de la Franja occidental –y ojalá exista la suficiente racionalidad política para consensuarlo con los palestinos y con el Reino de Jordania– pueda ser la última tabla de salvación que le queda a la democracia israelí. Netanyahu carece del peso histórico requerido para un proceso de tales dimensiones, de hecho, para ningún proceso político osado. Netanyahu sabría lograr sólo el tipo de pacificación que no comprometiera ningún costo político, y en la arena palestina, eso no existe.

A diferencia de sus predecesores, que no veían como último objetivo eternizarse en el poder y por eso estaban dispuestos a poner todo de sí para reconstruir el núcleo sano del pensamiento sionista –dañado por el demonio nacionalista a raíz de la guerra del 67– Netanyahu es el oportunista por antonomasia. Preservar «el Bayes» es siempre su mayor preocupación, aunque eso signifique, como en el caso del actual gobierno extremista, que él queda convertido más en rehén de sus aliados que en su líder.

En la polémica desconexión de la Franja de Gaza y del norte de Samaria, Ariel Sharón enfrentó, como nadie antes, al Estado de Israel con el delirio mesiánico de Eretz Israel. Nadie se vio cómo él ante el desafío de desoír a sus bases de apoyo político al encarar un paso tan radical. Charles de Gaulle antes de retirarse de Argelia fue quien determinó que «A veces, en política, la elección es entre traicionar a tu público de electores o a Francia. Yo elijo a Francia». Netanyahu siempre optó por el Bayes. Obviamente, no hay política sin Bayes, pero atenerse al Bayes a cualquier precio es también la ruina de la conducción política.

¿Y cómo preserva Netanyahu el manejo de sus pros y sus contras?  Mediante el constante azuzar la guerra cultural intrínseca de la realidad israelí. Las elecciones no se dirimen aquí entre programas de acción, sino entre los vapuleos de valores, tradiciones y condicionamientos culturales y étnicos. El abismo tendido desde hace años entre la Israel representada como «Tel Aviv», en tanto lugar geográfico y en tanto metáfora de ser laica, liberal y abierta al mundo, y su imagen especular, «Jerusalén», la religiosa y ortodoxa, prisionera de ilusiones mesiánicas, tradicional y ajena a valores universales, ese abismo es la arena de juego de Netanyahu. Aprendió de Carl Schmitt que el arte de la política es «Identificar al enemigo y neutralizarlo».

El momento del «brexit» en que Netanyahu entrampó a Israel deja en claro que los pueblos pagan un alto precio por guerras culturales cuando son manipuladas por políticos cínicos que están dispuestos a todo tipo de engaño y distorsión con tal de obtener lo que persiguen. Boris Johnson, y con él todos los fanáticos Tories, utilizaron la grieta instituida entre la Inglaterra citadina y la de la periferia conservadora y nostalgiosa de la «pequeña Inglaterra» para llevar al país a un suicidio colectivo mediante una propaganda ilusoria de las maravillas que sobrevendrían a la salida de la Unión europea. Y tal como en el caso de la reforma judicial en Israel, no fue más que rebelarse contra una realidad y contra el sentido común.

El mayor apoyo al impulso de salir del Mercado Común Europeo se obtuvo precisamente en la periferia inglesa, a los que hasta entonces habían llegado los subsidios más jugosos de parte del MCE. Como aquí, la secta fanatizada que desencadenó la desgracia menospreció a los «expertos» y no acertó a encontrar un solo economista serio que no los previniera contra la debacle económica que sobrevendría. Y sobrevino. Inglaterra volvió a ser el «hombre enfermo» de Europa.

Hoy, también a Israel se lo conduce temerariamente y de forma similar al borde del abismo, y no sólo en el área de la economía. La democracia israelí es un bien estratégico y la piedra fundamental de la seguridad nacional. Es el mensaje que EE. UU. trata de transmitir al gobierno extremista en Jerusalén, con creciente impaciencia, y a eso apuntó también el presidente de Francia, Emmanuel Macron cuando previno a Netanyahu del peligro de quiebre con la familia de los países democráticos. Si el dominio prolongado del pueblo palestino y el robo de sus tierras no ha derivado aún en sanciones a Israel e incluso a verse marginado de las instituciones de las Naciones Unidas, es por sobre todas las cosas por el hecho de pertenecer al pacto de las naciones democráticas. Quien lo dude, pues que le pregunte a Vladimir Putin.

Los EE. UU. constituyen un ejemplo más de un sistema político que se maneja con una prolongada guerra cultural entre la América liberal de las costas occidentales y orientales, y la América «profunda», en que basó Donald Trump su arribo a la Casa Blanca en el 2016. Sólo que ahí se acaba todo el parecido. La democracia estadounidense se mantiene unida en virtud del pegamento que le confiere la Constitución afianzada en los derechos humanos y los derechos de las minorías, y gracias a la capacidad de sus líderes para refundar el sueño americano, aun cuando parecía llegado al final del camino.

Uno de los puntos más álgidos fue a principio de los años 30 del siglo pasado, cuando Mussolini declaró orondo que «Vivimos en el siglo de la derecha, el siglo fascista», y también en los EE.UU., olas de violencia política, racismo acendrado, desocupación, pobreza y hambre amenazaban con destruir la democracia. La marejada fue detenida entonces gracias al liderazgo racional de Franklin Delano Roosevelt que prometió un «new deal», que incluía un programa de rehabilitación de infraestructuras en una dimensión sin precedentes.

Mientras dictadores europeos prometían distopías amedrentadoras respondiendo a una demagogia goebbelsiana, las charlas de Roosevelt transmitidas por radio fueron una constante campaña didáctica de liderazgo democrático, del que participó también su esposa, Eleanor. Roosevelt supo liberar a los americanos del temor y del amedrentamiento, que son siempre las herramientas de que echan mano los dictadores. Los programas de Bienestar Social y los emprendimientos culturales del New Deal «en bien del hombre olvidado», no tenían por objeto alimentar la ignorancia y la obediencia ciega que sostuviera al gobierno en mano de sus bienhechores, en total oposición a las emprendidas por Netanyahu para consolidar las bases que le aseguren su elección entre los ortodoxos askenazíes y sus pares sefaradíes del partido Shas.

Netanyahu, se comenta, es un líder con conciencia histórica que se considera el Winston Churchill –además, historiador que obtuvo el premio Nobel de Literatura por su obra– de la situación israelí. Supongo que se basa en aquel Churchill del discurso de diciembre del 1941 ante el Congreso americano, cuando hablando de Inglaterra dijo que «Los ciudadanos se enorgullecen de ser servidores de la patria y se avergonzarían de comportarse como si fueran sus dueños». En el famoso discurso de la Cortina de Hierro, a fines de la guerra mundial, Churchill se sentía orgulloso de la democracia británica, donde «Los tribunales de justicia sentencian de acuerdo a la Ley, independientemente del poder ejecutivo».

«No hay mejor manera de defender la libertad que mediante el orden constitucional», determinó Churchill en un artículo publicado en 1936, un digno consejo para quienes amasan aquí leyes fundamentales a la medida de circunstancias personales. A pesar de que Churchill no estaba de acuerdo con el New Deal, por sus principios, ya que lo consideraba un manejo socialista opuesto a su concepción de mundo, era un celoso custodio del orden constitucional, hasta tal punto que criticó duramente a Roosevelt, el aliado indispensable de su país, por haber «superado» la valla interpuesta por la Corte Suprema de los EE.UU. que rechazó varios de los ítems del New Deal por inconstitucionales.

Winston Churchil

En el discurso programático antes de las elecciones de 1945, Churchill se refirió también al punto crítico que resuena hoy en las protestas contra la reforma judicial en Israel: «Nuestros jueces tienen el compromiso de proteger a toda persona, no sólo frente a un avasallamiento del prójimo sino también frente a la arbitrariedad del gobierno… Debe ser una preocupación de primer orden para todo ciudadano en un país libre defender la independencia de los tribunales de justicia, aun si tal independencia incomodara al gobierno de ese momento».

La Gran Bretaña de la época era una sociedad homogénea con servicios públicos que constituían la columna vertebral de la estabilidad y la continuidad. Pero, Churchill comprendió que países como los EE.UU. –lo cual es de suponer vale también para la Israel de hoy– movidos por el temor a la tiranía y por la necesidad de sostener distintas etnias y poblaciones fuera de su territorio bajo una misma estructura política, deben manejarse con una Constitución basada en la separación de poderes, con una Corte Suprema capaz de «frenar al gobierno y mantenerlo dentro de sus límites».

Se basó en James Wilson, uno de los padres de la Constitución norteamericana, que determinó que «una sociedad tan variada», como la estadounidense, no puede permitir que legislar quede en manos de una mayoría simple». No se puede dejar al gobierno en mano de los caprichos cambiantes de los gobernantes, «una vez es Pericles o Augusto, y otra Dracón o Calígula», escribió Churchill en un artículo de 1937, dado que «un enorme aparato de propaganda, consignas y eufemismos» perturba el raciocinio de las masas y prepara el camino para dictaduras que, muchas veces, «se enmascaran como constitucionales».

El historiador norteamericano, Charles Austin Beard partió de la base de que la democracia norteamericana subsistiría porque «no tiene a Roma ni a Berlín para marchar sobre ella». Pero, si en los EE.UU. Trump casi logró convertir a Washington en Roma cuando envió a esa masa instigada a marchar sobre el Capitol y proclamarlo a él vencedor en las elecciones que perdió, puede pasar también aquí. Dado que, en Israel, un país siempre en estado de emergencia que posibilita al gobierno a dictaminar decretos de emergencia que dejen sin efecto libertades básicas, todo un pueblo, y con él el presupuesto nacional, fue retenido como rehén a lo largo de tres períodos electorales hasta que Netanyahu obtuvo el resultado al que aspiraba. ¿Dónde hay en el mundo un país democrático, aunque sea uno intrascendente, en que una situación tal pueda existir? Proteger contra la arbitrariedad gubernamental es exactamente lo que hizo la Corte Suprema británica cuando en septiembre del 2019 le exigió al primer ministro, Boris Johnson, a anular la pausa obligada en que mantenía al Parlamento para permitirle salir de la Unión europea aún sin acuerdo.

Obviamente, no tenemos ninguna garantía de que la dictadura parlamentaria en ciernes no se convertirá en una dictadura bonapartista o en un «principado» hereditario estilo Augusto, cuya biografía, tengo entendido, se ha visto últimamente en la mesita de noche de Netanyahu – lo dicho, una persona con conciencia histórica. En la Roma de Augusto, escribe Ronald Syme en su libro The Roman Revolution, «el Senado preservó su honor, pero perdió su poder» cuando el emperador concentró en sus manos y en la de sus acólitos y parientes los asuntos de Roma y el Imperio, en otras palabras, de hecho anuló la división de poderes. Con el brillo que le es propio, Syme describió cómo el gobierno del Principado se basó en su argumento de que, tal como su padre adoptivo, Julio César, él «se liberó y liberó al pueblo del gobierno de una secta», en nuestro caso, de las «elites».

En la lucha por la democracia, la Israel liberal enfrenta un desafío histórico: quebrar el pacto de las minorías de derecha. Si en EE. UU., por ejemplo, el pacto de las minorías (negros, hispanos, judíos, sindicatos laborales) se halla en el campo democrático-liberal, aquí, ese pacto popular (ortodoxos, tradicionalistas, periferia social, sindicatos fuertes) tiene lugar en el campo conservador-religioso-nacionalista. Sin revertir ese dato, o en su defecto, estableciendo un pacto con los árabes cuyo precio sobre todo en lo que hace a la determinación nacional y ciudadana en el Estado sionista hasta hoy no fue aceptado por la centroizquierda, no hay chance real para la Israel democrática, aun si lograra ahora mismo detener la reforma judicial, evitar por un tiempo las aventuras dictatoriales. Los ciudadanos serán manipulados por un cínico demagogo nacionalista, sea por personal avidez de poder o como inevitable resultado al ser arrastrados a un régimen autoritario en el Estado de apartheid en ciernes entre el mar y el río.

Las fuerzas liberales de Israel deben crear nuevos reordenamientos políticos y un liderazgo con mirada de largo alcance, a menos que Israel opte por atar su suerte con la siniestra corriente internacional de regímenes autocráticos (se recomienda seguir los informes del Freedom House acerca del retroceso de la democracia en el mundo). No tiene sentido hoy prestar atención a las pequeñas diferencias narcisistas que supuestamente diferencian a quienes se cuentan del lado de la oposición parlamentaria. Si sus líderes no innovan un cambio verdadero, por ejemplo, constituyendo un partido demócrata que dé cabida a todos los del segmento, que se mida con la firmeza que justifica la emergencia con la crisis israelí y considere como vasos comunicantes a la sociedad, la conquista y el régimen, pueden llegar a perder la oportunidad de salir airosos de la prueba que les ofrece la historia.