A la semana de esta guerra asimétrica entre el poderoso ejército de Israel y la combativa organización chiíta libanesa de Hezbollah, nadie imagina el tiempo que este nuevo conflicto armado podrá durar. Los habitantes de El Líbano han quedado, de nuevo, atrapados en una guerra impuesta que los aplasta y los desborda porque, desde el principio, tiene una complicada y confusa dimensión internacional en la que están implicadas la república islámica de Irán y Siria, además, evidentemente, de Estados Unidos con su completo apoyo a Israel.
En 1982 las circunstancias internacionales eran menos complejas. Al derrotar los israelíes a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), que se había establecido a sus anchas doce años antes, en El Líbano sus combatientes fueron expulsados de esta frágil república levantina.
Eran fuerzas armadas extranjeras. Pero cuando concluya la terrible ofensiva militar contra Hezbollah, que ha provocado una hecatombe humana y ha hundido a El Líbano en una brutal devastación, los guerrilleros del «Partido de Dios» continuarán en esta tierra, que es la suya, porque son libaneses chiítas del sur o de los suburbios de Beirut. Es decir, por más destruido y debilitado que resulte, Hezbollah no dejará de ser la organización política más importante de la comunidad chiíta de El Líbano, la más numerosa de este Estado confesional.
Muchos libaneses han echado en cara al secretario general de Hezbollah, el jeque Nasrallah, su desafiante acción contra Israel, que ha desencadenado esta injustificable venganza, tan mortífera como destructora que, literalmente, ha desarbolado su convaleciente país. Lo han acusado de tener más en cuenta los intereses estratégicos de Irán o las conveniencias de Siria, que las verdaderas necesidades de El Líbano. Y es que este nuevo conflicto armado ha estallado cuando el régimen de Irán se encuentra acosado, por los Estados Unidos, por su polémico programa nuclear, cuando el «Rais» Bachar el Assad de Siria, fue puesto en entredicho por su intervención en El Líbano y su apoyo a los grupos políticos radicales árabes, ya sea Hamas o Hezbollah, considerados como terroristas por gobiernos occidentales, y en medio del trasfondo de vela de armas ideológicas y políticas entre las dos grandes comunidades musulmanas del Islam, la sunita y la chiíta.
Ya desde hace un cierto tiempo el ascenso político de los chiítas en Irak, que refuerza las esperanzas de sus correligionarios en Medio Oriente, preocupa a los países árabes sunitas de la región, como Arabia Saudita, Egipto o Jordania. El rey Abdallah II, de la dinastía hachemita, ya advirtió sobre la aparición de este «creciente chiíta» desde Teherán a Beirut, pasando a través de Damasco, que puede perturbar el siempre precario e incierto ‘status quo’ de Medio Oriente.
Ninguno de estos gobiernos árabes ha defendido al Hezbollah chiíta y proiraní, e incluso el ministro de Asuntos Exteriores saudita calificó su acción de «aventurista».
El Líbano sigue siendo palestra privilegiada para dirimir con todo el poder de las armas esgrimidas desde Israel, Irán, Siria y antaño también las organizaciones palestinas, sus conflictos, sus choques ideológicos y estratégicos o sus aspiraciones de dominio regional. Si los dirigentes radicales del nuevo régimen iraní pueden fomentar la guerra, el gobierno de Ehud Olmert aprovecha esta ocasión de destruir Hezbollah en preparación de un eventual enfrentamiento con la república islámica de Irán. Ni la vida, ni los padecimientos, ni la devastación de la población libanesa importan mucho para ellos.