En las cenizas de la Ferrara judía y burguesa de los Finzi Contini

De crimen y pasión

El escriba intenta, en vano, recrear el ambiente angustiantemente romántico y decadente de la vida en esta ciudad italiana a lo largo de los siglos, pero especialmente en los albores del Holocausto, y en alas de la mujer perfecta construida por el gran escritor Giorgio Bassani.
Por Alejandro Ninin, desde Ferrara, Emilia-Romagna, Italia

A fuerza de ser sinceros, yo nunca pude figurarme cómo una persona pudiese escribir y vivir intensamente al mismo tiempo. ¿Por qué así? Porque cuando uno escribe vive en un tiempo que no es el presente, en una realidad que acaso no sea la realidad (¿real?). Es como si, a fin de reflejar vivencias, ideas o ensoñaciones, el flujo de lo que es -o debiese ser- la vida se cortase y el devenir fuese aplazado con el solo fin de referir sucesos. Muchas veces, una sucesión de impresiones, sentimientos más o menos intensos, dejan lugar a una marejada de sensaciones nuevas y también fuertes que hacen borroso lo vivido anteriormente dejando incompletos los relatos. No hay muchas situaciones, sensaciones que merezcan ser contadas al precio de suspender el tramo de vida que se tiene enfrente de uno. Pero Italia en general y Ferrara en particular, a no dudarlo, son rotundas excepciones a esa suerte de regla general.
No debe existir en toda Italia un lugar tan crucial para la historia universal y a la vez tan poco conocido como Ferrara. Difícilmente el viajero avezado o el lector empedernido se tope con alusiones frecuentes a esta ciudad, parte de la región de la Emilia-Romagna, en el centro norte de la península itálica. Sin embargo, aunque cueste creerlo, de veras que su majestuoso ejido, diseñado por Biagio Rossetti por encargo de la noble familia de los Este, convirtió a Ferrara ni más ni menos que en la primera ciudad moderna de Europa, o lo que, dado el momento de su construcción, equivale a decir del mundo entero. Fue el Duque Hércules I de Este quien encargó a Rossetti la planificación y edificación de la así denominada Addizione Erculea, una parte de la ciudad cuya erección marca un momento culminante de la historia de la arquitectura urbana mundial y el ingreso de este arte en un estadio netamente superior.
El eje principal de ese sector de Ferrara, el Corso Ercole I° d’Este, fue erigido con la intención de salvaguardar la vía de acceso al monumental castillo estense, sede del poder temporal de la dinastía. A propósito de esa arteria, que algunos no sin fundamento persisten en llamar la calle más bella de Europa, se han tejido algunas de las más bellas, fantásticas historias. Poesía, como la que forma los versos de Carducci y más recientemente en el tiempo, la novela consular de Giorgio Bassani, el Jardín de los Finzi Contini. En efecto, parida por Rossetti, filmada por Antonioni y De Sica, pintada por De Chirico, el Corso Ercole I° d’Este es uno de los lugares más misteriosos, románticos -mucho más romántico que Verona, por ejemplo- pero también más secretos que uno pueda imaginarse.
Es una extraña paradoja que en uno de los lugares más silenciosos del viejo continente, en la que se dice la calle más bella de Europa, se hallen emplazados, en espacio de unas cinco centenas de metros, un cuartel, dos comisarias y dos oficinas públicas, que son un centro de expedición de pasaportes y la prefectura municipal. Aun así, encabezada por el Castillo estense en un extremo, coronada por el Palacio de los Diamantes y con sus pies bien apostados en la Puerta de los Ángeles, difícilmente el silencio y la paz característica del lugar sea alterada por tipo alguno de bullicio. Y esto así a cada hora del día y de la noche.
Uno debe hacerse un deber de confesar que antes de llegar a estas tierras en una etapa más de su exilio personal, casi nada sabía acerca de la magnificencia de Ferrara, de su ilustre prosapia, de su pasado como ciudad de ciudades modernas de Europa. De que casi todo lo que escribe en esta nota lo aprendió aquí en sus días en esta amable región. Que vino aquí atraído por la idea de conocer el lugar de la génesis de la mujer perfecta que Bassani soñó, aquella que adquirió contornos gracias a la costilla achurada del judaísmo ferrarés. Su nombre: Micól Finzi Contini.

Aspectos de la mujer perfecta de Bassani
“¿Dove va morire il sole? ¿Dove il vento si reposa?” ¿Dónde va a morir el Sol? ¿Dónde halla reposo el viento? Es una parte de una canción melódica, moderadamente romántica, cantada por un tenor ciego, que aunque no suena en el momento en el lugar, retumba en mi cabeza, al tiempo que los ocres y los rosas de los muros de Ferrara secuestran toda mi atención, provocan mi deleite. Bassani creó un gran sol, en la forma de su personaje cumbre de Micól que quiso femenino. El viento, ese huracán llamado Micól, solo hallaba reposo y contento cuando la bicicleta que formaba parte de su cuerpo la convertía en una centauro del siglo XX o cuando el poder de su fuerza se expresaba en los courts de tenis. Su biciclo se deslizaba por los lustrosos, diminutos, puntiagudos adoquines, no solo del Corso Ercole (Hércules) I° d’Este, sino también del viejo gueto de Ferrara, entonces pleno de vida. Como desde el día en el cual la ciudad, por decisión del Duque Hércules se convirtió en una de las pocas polis que lejos de repeler a los judíos, los invito especialmente a radicarse en ella. Del mismo modo que en muchas otras urbes peninsulares, la dinastía de los Este necesitaba de su conocimiento en todos los quehaceres de la vida, especialmente en el comercio, para hacer frente eficazmente a su archienemiga, la Serenísima Republica de Venecia.
Pero hay un problema que Bassani no previó: Micól era demasiado perfecta para haber existido. ¡Que tonto fui al pensar que al venir aquí iba a exorcizar el dolor que la (re) lectura del Jardín de los Finzi Contini me produjo! Antes bien, en lugar de mitigar ese sufrir, al darle una forma concreta compuesta por calles, nombres propios, placas y monumentos, la estadía aquí vino a profundizarlos. Mas aún, el pensar en una mujer que nunca vivió, en una historia de amor que nunca sucedió, en un parque que no existe, ni existió, no puede sino aumentar la sensación de desamparo en la que yo me encontraba. Sobre todo si se tiene en cuenta que, por el contrario, el sufrimiento, el desgarro, en definitiva, la gente igual a los Finzi Contini efectivamente sucedieron, que su dolor sí fue padecido y que su exterminación fue realmente perpetrada. Su historia es la historia de la decadencia y de la liquidación de la burguesía judía de Ferrara. Y de no ser por el testimonio del narrador omnisciente, el alter ego de Bassani, hubiesen muerto todos de nuevo a manos del olvido.
Se dice que los Finzi Contini de veras existieron y que en realidad se llamaban Magrini. La antiquísima sinagoga de la Via Mazzini muestra en sus placas de homenaje, cuatro nombres de personas con ese apellido razziadas y masacradas en la Shoah. Bassani siempre fue bastante parco a ese respecto como para afirmar lo uno y lo otro. Lo cierto es que para los Magrini -o para los Finzi Contini- la vida no valía la pena de ser vivida lejos de Ferrara. Y aguardaron la muerte inminente tendidos en sus lechos majestuosos. Bassani los describe a todos ellos en sus dudas, en sus eternos sopores, en sus sacrificios ofrecidos para calmar a la fiera autoritaria -entre ellos afiliarse al partido del “fascio”- para que los dejase en paz. Pero como Bassani no creía en que las fieras pudiesen ser calmadas, y como ya había percibido su naturaleza asesina y destructora, pasó a la clandestinidad. Comenzó dando clases a hurtadillas en una escuela judía de la Via Vignatagliata, en el antiguo gueto para luego dejar de residir en Ferrara definitivamente. Sobreviviría al Holocausto hallando refugio en la Roma ciudad abierta, después liberada. Sin embargo, sus restos reposan en el cementerio judío de Ferrara, la ciudad donde aprendió a escribir, a vivir y luchar.

Aquella Italia, esta Italia
Había aterrizado en el caótico Aeropuerto Marconi de Bolonia, otrora la “roja”, la eurocomunista, ahora la neoliberal, la woke. La primera ciudad del viejo mundo donde las elites continentales llevarán a cabo, probablemente antes de fin de año, una prueba de ensayo para implantar el sistema de crédito social a la china a nivel europeo. Se trata de calificar, penalizar o gratificar la conducta -o inconducta- del ciudadano de acuerdo a los valores que el Estado quiera fijar en base a criterios que no están para nada claros, instrumentados por la rigidez de la informática y los flashazos de los códigos QR. Inspirada en las estrategias chinas para manejar a la masa del pueblo, la política de apacentamiento del rebaño humano es asimismo vivamente recomendada como herramienta de orden social por el Foro Económico Mundial de Davos.
Al mismo tiempo que Bolonia va directo hacia su ensayo orwelliano, la líder del partido Fratelli d’Italia, Giorgia Meloni, lidera todos los sondeos de opinión para convertirse en la próxima presidente del Consejo de Ministros, la más alta autoridad ejecutiva del país del Dante. Detrás del nombre inocente de la formación política -Hermanos de Italia, leit motiv del Hino de Mamelli, himno nacional italiano- se esconde una oscurísima sombra: el partido es heredero, en línea de filiación directa, del Partido Nacional Fascista de Mussolini. Después de la debacle fascista de 1945, los rescoldos del régimen se organizaron en torno al Movimiento Social Italiano bajo la égida del tristemente célebre Giorgio Almirante. Incluso la nieta de Mussolini, Alessandra, fue elegida diputada en los noventa bajo esa etiqueta política. Después de una transición, mutó bajo el nombre de Alleanza Nazionale que iría a convertirse en este partido ‘antisistema” que hoy cosecha todo el descontento contra el gobierno neoliberal y autoritario del banquero Mario Draghi, el “salvador” del Euro después de la crisis de 2008. Casi toda la clase política italiana, desde los antiguos eurocomunistas reciclados en europeístas, de la socialdemocracia a la La Lega, otrora separatista, pasando por el remedo de partido político llamado Cinque Stelle -formado por el cómico Beppe Grillo- apoyaron sin cortapisas el encumbramiento del tecnócrata Draghi, dejando la impresión de una clase política sin matices, en la que para el ciudadano de la calle “están todos en la misma cama”. Solo los neofascistas de Meloni que, sea porque fueron marginados por impresentables, sea porque se negaron a ser parte del pacto de “salvación nacional”, están afuera del gobierno. Una situación que termina siendo muy redituable para Meloni y los suyos contra la coalición gobernante de una izquierda amarilla, de una derecha anquilosada y de un nacionalismo veleta y de ocasión -el de Matteo Salvini de La Lega- que ya no convence a nadie.
Desplazándome de vagón a vagón del Freccia Rossa, (Flecha Roja) tren de alta velocidad, aunque el viaje de una media hora me pareció eterno, me topé con un grupo de soldaditos. Me causo cierto espanto, no lo niego, que en lugar de tener la bandera tricolor italiana cosida a las mochilas, muchos de ellos hubiesen optado por adosar a sus equipajes el parche de la enseña estadounidense. Demasiados jóvenes, algunos imberbes, de miradas perdidas, me causaba terror el pensar que acaso estuviesen siendo preparados en alguna de las bases de la OTAN para ser destinados al frente ucraniano en calidad de carne de cañón. Igual que Giampero Malnate, el entusiasta personaje construido por Bassani en su novela consular. Obrero, comunista y optimista empedernido, pero reclutado a la fuerza y enviado al frente en la invasión nazi de la Unión Soviética para hallar la muerte en las estepas bajo fuego amigo. En la novela, Malnate, al menos por una noche, tuvo el amor de Micól Finzi-Contini, aunque el desarrollo de un romance mas profundo entre ambos -del maridaje profundo entre el trabajador industrial marxista y la judía burguesa que iba a ser exterminada por el nazi-fascismo y que llenaba todo un capitulo de la novela original- fue censurado y Bassani debió quitarlo de la versión final. Es que una idea semejante era demasiado osada para los cambiantes humores, conservadoramente hipócritas de la política italiana de los sesenta, tan bien descritos por Umberto Eco en su libro “Il costume di casa” (La ropa de entrecasa). Sin duda, la frondosa imaginación de Bassani fue interpretada como un artero guiño aprobatorio al eurocomunismo de Palmiro Togliatti y Enrico Berlinguer, muy en auge en aquel tiempo y que propiciaba una mayor proximidad de los movimientos pro soviéticos hacia la clase media surgida del capitalismo; esto es, un escándalo para aquellos tiempos y seguramente para los que corren también.

En el lugar, en uno de los lugares del crimen
Cuál no sería mi alegría cuando mis pies ganaron por primera vez el Corso Ercole I° d’Este, aunque acostumbrado las rudimentarias formas arquitectónicas de las comisarias francesas -y argentinas- ¿cómo el que escribe pudiera haber imaginado que ese hermoso edificio barroco -al cual arribaron los pies del turista accidental y estúpido que soy- albergaba una vulgar taquería? El grito salvaje de uno de los “carabinieri” impidiéndome entrar me despertó de la ensoñación renacentista. Uno hubiese dicho que hay un enano fascista en cada italiano, en mi caso medio enano facho -y acaso también semita -. Después pienso que apostrofar así a los italianos es una exageración de mi parte, aunque algo de cierto podría llegar a haber. Me repuse, intentando tropismos hacia el Parco Massari, cuyo arco de entrada principal se halla también en nuestro adorado “corso” ducal. No es en ningún modo el verdadero Jardín de los Finzi Contini, pero uno siente la clara impresión de que Bassani se inspiró en él para imaginarlo. Solo falta en el lugar la Magna Domus, el castillo familiar. De hecho, Vittorio de Sica eligió rodar su versión cinematográfica haciéndolo escenario del célebre jardín de la imaginaria familia judía ferraresa. Uno no puede evitar, por virtud de la obra de De Sica, sentirse como si estuviese en el verdadero jardín. El paredón, alto a través del cual Micól y el alter ego de Bassani se enviaban invitaciones y símbolos de amor pueril, divide aun el burgo del mundo ordinario.
Seguí mi marcha apreciando cada metro de esta arteria emblemática de Europa, mi Corso, también su Corso amigo lector, que yo recorrí obsesivamente cada uno de los once días que duro mi estadía en la ciudad de Ferrara. Hallaba paz, sosiego y reposo en sus perfiles.
Pero a veces, mi sombra merodeaba en los recovecos del viejo gueto de Ferrara, silencioso, bastante despoblado, casi inerte. Sus adoquines, también puntiagudos, torturaban mis pasos agotados, mis pies sacrificados. Como en muchas otras veces de mis incursiones en el marco de mi exilio que no tiene fin, tuve oportunidad de enojarme de la misma manera en la que me cabree en Praga cuando vi que habían instalado sanitarios en el mismísimo recinto cubierto de la Sinagoga Pinkasova, allá en el distrito de Josefov, o cuando me enteré que Rodríguez Larreta hizo demoler impunemente la cocina original de Berthe Gardès, en la casa en la que ella vivía junto su hijo, el insigne cantor Carlos Gardel sita en Jean Jaurès 735 de nuestra capital, para instalar dos baños.
Meditaba yo acerca de la rica historia del judaísmo en Ferrara, fundamentalmente del judaísmo sefardí frente al edificio de la antigua sinagoga española del 41 de la Via Vittoria, en pleno corazón del gueto ferrarés. Pensaba en que las actividades religiosas, que comenzaron en ese edificio apenas empezado el Siglo XVI y que tuvieron lugar por espacio de más de cuatro siglos, fueron bruscamente interrumpidas y para siempre cuando la catástrofe nazi-fascista cayó a plomo sobre la ciudad estense. En eso debo haber estado reflexionando cuando no pude sino ver que una de las puertas del vetusto edificio se abría desde adentro. Mi curiosidad característica me llevo a querer ver qué había en el interior de tal edificio y así lo hice. Para mi disgusto, no tardé en darme cuenta que la antigua sinagoga cumple hoy las funciones de depósito de artículos de supermercado. Mi indignación me hacía preguntarme cómo es posible que en una Europa que compra armas de todo calibre para enviarlas a un teatro de operaciones que no se encuentra en la comunidad europea, tarde en aportar recursos cuando se trata de preservar el patrimonio arquitectónico de la primera ciudad moderna de Europa y de honrar el recuerdo de decenas de generaciones de judíos que allí practicaron su religión. No ignoro que en Argentina se santifica todo lo que sea Europa o Estados Unidos, pero en Europa la verdad es que a nadie parece importarle nada. El patrimonio material es groseramente maltratado, la historia es deformada y las ideas vilipendiadas en nombre de un relativismo vacuo, en este continente sin alma, mera colonia, y en todo sentido, de un poder exterior.

¿Pero quién imaginara?
En el marco de otro drama ferrarés de hace siglos, el personaje de Ricardo, un criado del marquesado que no era aún ducado, le dice a otro criado llamado Febo: “¡Linda burla!”, para que éste le conteste “Por estremo. (sic) Pero ¿quién imaginara que era el Duque de Ferrara?”. Son éstas las dos primeras líneas de “El castigo sin venganza”, obra consular de Lope de Vega, perteneciente al así denominado por los expertos “periodo de senectud” del gran dramaturgo castellano. La pieza teatral se inspira casi totalmente del escandalo sexual acaecido en el mismísimo castillo estense en el primer cuarto del siglo quince. En la ocasión, Nicolò d’Este, marqués de Ferrara, se había casado en segundas nupcias con jovencísima Laura Malatesta. Tal vez cansada de las infidelidades de su marido -que Lope prefirió duque-, halló refugio en los brazos de uno de los hijos bastardos de Nicoló llamado Ugo. Advertido por una de sus criadas, y habiendo verificado in situ la consumación del adulterio a través de una hendija, el marqués mando apresar y decapitar, sin juicio previo, ni aún sumario, tanto a su esposa como a su hijo. Mientras recorría las celdas del castillo, yo no pude menos que imaginármela a la dulcísima Laura -que había dado el mal o buen paso, según se mire- enjugando sus lágrimas en sus horas finales, con un pañuelo de arpillera. Durmiendo en el suelo de la mazmorra que yo mismo visité. Del mismo modo, a Ugo, desparramado en la gayola, esperando su suerte, aunque por alguna razón que yo debería establecer antes de dejar este mundo, la suerte de los hombres no me conmueva tanto como la de las mujeres. Recibí el mandato materno de que el hombre tiene que ser indestructible, mientras que la mujer es un ser frágil. La vida me enseñó que es más bien al revés, pero yo me aferro pertinazmente a negar esa evidencia.
En efecto, el bueno de Lope y otros autores franceses nos instruyeron acerca de estas alternativas, y sobre los vericuetos de la vida Lope de Vega contaba con una gran experiencia. Aquel que recrease la atmósfera de la Ferrara del Siglo XV, y más allá de la escritura, se especializaba en otras artes, como la de proveer de mujeres jóvenes y ricas en deseo al Duque de Sessa, su mecenas. Asimismo, Lope, para variar, era un antisemita apenas disimulado. Celoso de las cristalinas resonancias de los versos de Góngora, se complacía en atormentar al monástico poeta de la orden trinitaria tachándolo directa e indirectamente de criptojudío, presupuesto que no era conveniente llevar adosado al nombre en aquella España. Aquella España que en el siglo anterior había decretado la expulsión de los israelitas de la península, decisión cuyo cumplimiento la Santa Inquisición verificaba celosamente. Lope provocaba, con su pluma venenosa, la estigmatización de Góngora, practicando la delación, la cual especialmente desde 1492 y hasta 1945 conoció un éxito rotundo y cuyo punto cumbre vino a ser el Holocausto. “Yo te untaré mis versos con tocino para que no los roas, Gongorilla”, apuntaba Lope en uno de sus escritos viperinos. El racismo de Lope, así como su actividad paralela a la de escritor, rayana en la trata de personas, no invalida su obra, desde luego, aunque arroja una molesta, pegajosa sombra sobre aquella.

Buscar lo que no existe
Pasaban los días y yo seguía buscándola hasta el punto de sentirme idiota. Buscaba sí, a Micól, un personaje de novela, aquella persona de cuidados modales, de la palabra medida, de la cultura profunda, cosmopolita. La que no tiene nada que ver con la superficialidad de la erudición, sino con la ubicuidad en cada instante, convenientemente sazonada por un poderoso don de gentes. La judeo-italiana universalista, es decir la verdadera judía. La buscaba en el Club Marfisa d’Este del cual fuesen expulsados numerosos miembros de la burguesía ferraresa por su condición de hebreos. A ella no la dejaban entrar por israelita. A mí me negarían el paso por extraño.
Yo siempre supe lo que es correr detrás de un sueño o un delirio. Recuerdo haber andado atrás de alguien casi igual a Micól, pero que a diferencia de la italiana encarnada por Dominique Sanda en el filme de De Sica, ella, era bien real. Vagaba apasionado y desesperado detrás de la promesa de amor que ella encarnaba por las calles del barrio judío del Marais, aunque sin jamás encontrarla. Ella es como la utopía, cuanto más la busco más se aleja (Birri). Ahogaba mis penas por su ausencia en el Pavillion de la Reine, justo frente a Place des Vosges. Y aquella sosías de Micól, francesa e israelita, sigue estando en mi vida sin estar, mismo cuando yo haya perdido toda esperanza de volver a verla alguna vez.
A la verdad, no me siento en condiciones de evocar en estas líneas, a no ser someramente, los rasgos de la personalidad de Micól y la triste historia los Finzi Contini (o Magrini, según dicen). Muchos habrán visto la película o leído la novela. Y si no lo hicieron sería lindo que lo hagan. Yo ya no puedo porque me provoca una enorme tristeza. La tristeza de pensar que el nombre de tantos como Micól en Ferrara, estuvo anotado en una planilla de los Carabinieri, que se presentaban amablemente en los domicilios, la Magna Domus de los Finzi Contini, entre ellos, pasando lista de los nombres de los que allí vivían, transferirlos a un lugar de reunión de detenidos -escuelas las más de las veces- previo paso al infame campo de concentración de Fossoli, y de allí directamente a los predios de exterminio diseminados en Polonia, Alemania o Austria. “Espero que por lo menos nos dejen estar juntos a todos los judíos de Ferrara”, le confiaba el padre del “alter ego” del autor de esta novela a Micól en el aula de la escuela. El mohín contrariado de Micól, sentir la muerte bien de cerca, expresaba todo el dolor de la impotencia frente a la injusticia, a la arbitrariedad ineluctable.
Giorgio Bassani no solía visitar Ferrara muy seguido después de su partida a Roma. La biblioteca, de la que fue marginado por judío, le otorgaba entonces un sitial de privilegio. Loores, discursos egregios tenían lugar en su presencia. Bassani, sí, el mismo que no solo escribió el Jardín de los Finzi Contini, sino muchas otras obras, aunque una de sus máximas gestas, en calidad de editor del sello Feltrinelli, fue nada menos que la de rescatar de la noche del olvido una obra que marcaría a fuego la literatura italiana de los años 60: El Gatopardo, escrita por Giuseppe Tomasi, último príncipe de Lampedusa, quién sintiendo próximo el fin de sus días se dio al cometido de escribir acerca de la vida y de la muerte durante el Risorgimento político italiano en la isla de Lampedusa.
El príncipe sintió el vivo deseo de publicar aquellas relaciones. Su última gran amargura fue la de ver su trabajo rechazado por las grandes corporaciones editoriales italianas de Einaudi y Mondadori. A la hora de redactar su última voluntad y testamento, pidió a sus herederos que si no fuese mucha molestia para ellos tratasen de publicar su obra, que él juzgaba “de algún valor”. A iniciativa de sus beneficiarios, Bassani decidió apostar por la publicación de la novela, cuya primera edición no tardó en provocar un sismo editorial, un boom comparable al que Cien Años de Soledad causó en el mundo hispano hablante. La obra sería llevada al cine y dirigida nada menos que por Luchino Visconti, y protagonizada por unos tales Burt Lancaster, Alain Delon y Claudia Cardinale. Hoy hasta un asteroide lleva el nombre de Giuseppe Lampedusa, pero tengo para mí que también lleva adosado el nombre del ferrarés Bassani, sin cuya visión la existencia de la única y póstuma novela del último príncipe del islote hubiese yacido para siempre en los subsuelos de la nada.
Hay que volver a Bruselas. Encuentro mi trabajo totalmente carente de sentido, como no fuese el de financiar mis incursiones a lugares intensos como éste. Un sueño reemplaza al otro, con interrupciones plenas de trabajo estéril, de mi humanidad que ocupa el lugar donde trabajo, pero de mi mente que siempre viaja hacia otras geografías. Me doy vuelta en el micro que me aleja de Ferrara y me digo que al contrario de Bassani, mucho quisiera terminar allí mis días.