Julio Adín y Natán Popik:

Mosqueteros de la utopía

Se fueron la misma semana, en la soñada, querida y criticada tierra de Israel. Quizá eso sólo sea importante para quien sienta que conocerlos modificó su vida. Ya no aparece gente como ellos. Y nos vamos quedando más solos, con cada uno de estos hermanos que parte.

Por Ricardo Feierstein

Sólo puedo evocarlos a través de recuerdos personales e incompletos. No imagino otra manera de despedir a dos amigos y maestros tan queridos, que abominaban de formalidades y discursos. Revivir sus voces y anécdotas -que nos constituyeron- posibilita una evocación nostalgiosa de aquellos que cambiaron nuestra vida, y permite terminar de apropiarnos de nosotros mismos.
Vivimos un mundo donde las ideas van por un lado y las acciones particulares por otro. Esto es parte del posmodernismo -o como guste llamárselo- que privilegia una moral individual y hedonista, desprovista de cualquier compromiso con el interlocutor, ni siquiera fiel a uno mismo.
Pero no siempre fue así.
Quiero contar a la enorme mayoría de la gente, que pertenece biológicamente a otra época, que en los años ´60 del siglo pasado algunos jóvenes tuvimos la suerte de educarnos en un movimiento que proponía, como eje fundamental, la coherencia personal entre lo verbalizado o escrito y lo que se actuaba en la vida cotidiana.
Entre la teoría sobre la vida y la vida misma. Entre el ser y el parecer. Siguiendo el conocido ejemplo de Albert Schweitzer sobre el niño y el rinoceronte -expresión poética y desarrollada de lo que se llamó hace una década “el teorema de Baglini” en la Argentina, para señalar que los principios se mantienen en relación inversa con la cercanía al poder-, no aceptábamos que los años y las tentaciones fueran pudriendo por dentro los bellos ideales de una juventud soñadora, que anhelaba “transformar la vida” (Rimbaud) y a la vez “cambiar el mundo” (Marx).
Esa doble afiliación, ese doble sueño, nos permitió aspirar a ser puros y rebeldes en el sentido camusiano. Como Julio. Como Natán.
Construir construyéndose. El camino era tan trascendente como el objetivo final.

Perfiles

Ese movimiento se llamó Juventud (Jativá) Mordejai Anilevich, la bisagra de una tríada que comenzaba con los adolescentes del Hashomer Hatzair (La Joven Guardia) y se extendía a los adultos del partido Mapam (Sionista Socialista) en la Argentina. Más allá de los desencuentros y las pullas internas, una verdadera “familia” sustituta para muchos.
Julio (Iehuda) Adin y Natán Popik fueron, para el que esto escribe, las figuras fundamentales de esa época que pudieron articular ambos extremos de la ecuación antes citada. Y, a la vez, dos personalidades absolutamente opuestas. Quizás por eso, complementarias. Un dionisiaco y un apolíneo que, de acuerdo al punto de vista, podían ser intercambiables.
Julio era reflexivo e imbatible en el campo de las ideas racionales, pero -sensual e instintivo- no se privaba del goce en la vida cotidiana. Natán, al contrario, transcurría una vida ascética y principista, de mucha rigidez moral y pensamientos abstractos, pero se transformaba en un apasionado combatiente de los principios cuando encendía el fuego de su ideología.
Un ruso llegado de Grodno, con pasado poco conocido por nosotros, y un entrerriano de familia difícil venido desde Paraná. Un cincuentón y un veintiañero.
Julio era nuestro “discutidor” hacia fuera -con asimilacionistas de todo pelaje, comunistas, religiosos, supuestos versados en judaísmo o revisionistas de derecha- que competían por un lugar político en la calle judía. Su ensayo “Respuesta a un judío que no ejerce” fue un clásico que se utilizó durante años como material de estudio y discusión. Sus charlas sobre política, además, formaron a generaciones enteras de militantes judíos. Y su sabiduría vital los ayudó a crecer, respetándolos y alentándolos.
Natán era el gran constructor hacia adentro del movimiento, el pionero (jalutz) que marcaba el camino, siempre adelante y sin dejar de señalar las “recaídas burguesas” en el sendero elegido. Como aquella vez cuando, enterado de que estaba cursando algunas materias de la carrera de Sociología (junto a las de Arquitectura, mi estudio oficial) me citó en un bar para decirme -con sus expresivos ojos clavados en los míos, era su transparente y reveladora forma de mirar al interlocutor- que debía decidirme: el estudio o la Revolución. Sin medias tintas. No se cambia la historia con debiluchos morales.

La trinchera

Estábamos convencidos de que, con nosotros, el futuro sería distinto. Debíamos encargarnos del pueblo judío, porque esa era nuestra trinchera. Pero todo el mundo nos estaba mirando y se modificaría por nuestro accionar.
Nos unía ese sentimiento más fuerte que el tiempo, las ideas o la inmadurez compartida: era la convicción de compartir un nuevo camino de vida, que exigía el compromiso total y recompensaba con la idea del “hombre nuevo” que anticipábamos.
Julio trabajaba como periodista en idish pero, fundamentalmente, fue quien otorgó a Nueva Sión un carácter dinámico y provocador. Su discurso combativo atrajo a muchos jóvenes que, como en mi caso, veníamos de la izquierda y encontrábamos en el maduro redactor un ejemplo de hombre que integraba la lucha por el progreso a su origen judío y sus convicciones sionistas, sin contradicción alguna.
Antes bien, integrando esas diversas perspectivas en un camino que, también entonces, definimos como el de la “sociedad futura”: aquel que decide el lugar y los medios para el objetivo común.
No puedo olvidar aquí el incidente con un pequeño grupo nazi, en Córdoba, durante un seminario. Eramos un montón y ellos sólo tres, pero tenían navajas.
Julio enseñó entonces cómo reacciona un judío digno, más allá del conocimiento de libros sionistas. Esas lecciones de juventud no se olvidan nunca.
También Natán reveló, aquella vez, un comportamiento que dejó enseñanzas. Creo que en ese momento se consolidaron nuestros grupos de autodefensa. Algún día podrán relatarse esas circunstancias, que se engrandecen vistas a la distancia.

La totalidad de lo humano

Ambos viajaron a Israel, con pocos años de diferencia, para realizar su ideal sionista.
Natán debió trabajar muy duramente los primeros tiempos, en tareas que pocos querrían realizar, pero que él acometía con el espíritu y la disposición de siempre. Aprendió hebreo con tesón hasta dominarlo casi a la perfección, tanto en lo cotidiano como en lo académico.
Con el tiempo, comenzó a estudiar formalmente filosofía y su enorme saber autodidacta encontró un cauce: publicó una buena cantidad de materiales de análisis literario, a veces con carácter de divulgación, a veces con profundidad inusual, como su incomparable estudio sobre Franz Kafka, aparecido en hebreo y que aguarda su edición en castellano.
Julio, por su parte, dirigió en Israel, durante años, una excelente revista de ensayo y discusión llamada ‘Unidad y Dispersión’ (Bifutzot Hagolá), que convocó a las mejores mentes de esos tiempos para desplegar, en términos reflexivos, la problemática del pueblo judío y de Israel.
Con su jubilación y la suspensión de esas ediciones, el mundo intelectual se encontró atropellando un vacío que, en general, no pudo atravesar.
Toda la vida me he sentido, a la vez, discípulo y hermano de estos dos entrañables mosqueteros de la utopía, que enseñaron a mí, y a tantos otros, a ser judíos dignos, a recuperar la totalidad de lo humano frente a la fragmentación que llegó a apoderarse del mundo de hoy.

Ellos afirmaron la idea de la vida como participación en el propio destino, no sólo como representación de un guión prefijado. Nos hablaron sobre la elección de un camino de vida sujeto al deseo y no a la obligación.
Quizás un sueño vano, pero sin duda hermoso.

Dimos un buen combate. E hicimos lo que pudimos.
Los extrañaremos por siempre.