Tiempos de pandemia

¿Tienen emociones los virus?

El escritor Mario Hamburg Piekar se detiene en esta nota en el regodeo del miedo. Y postula que hoy toda la variación de miedos personales quedan subsumidos y globalizados por uno mayor: el terror al Covid-19. ¿Podrá este sentimiento encontrar una salida? ¿Guardará un mensaje positivo que propicie el conocimiento de nosotros mismos?
Por Mario Hamburg Piekar

Marzo 2020.  La información que llega a través de los medios augura una pandemia mundial por coronavirus. Comienzo en un país oriental, contagio masivo, muerte, cuarentena obligatoria, desabastecimiento, derrumbe de las bolsas mundiales ¿Cuántas veces vimos esta película? ¡Qué rostro terrible el de la realidad queriendo parecerse a la ficción!

Pero no es mi intención detenerme en quehaceres cinematográficos. Por eso tampoco voy a detenerme en la otra película, mucho más repetida en esas pantallas que llamamos ojos y que nos cuenta de la actividad depredatoria de un sistema globalizado que ha logrado el éxito mayor: engrandecerse a sí mismo al punto de que ya no importen los minúsculos seres que lo crearon. Otra película gastada que para que no canse le han agregado un actor nuevo, un virus coronado que se ríe de las investiduras dominantes y quiere convertirse en rey, aunque por ahora es sólo un déspota más que nos ordena autoritariamente encerrarnos y obedecer.

Tampoco me detendré en la lógica más fría, la que anuncia que el peligro mayor es la nefasta saturación de los servicios de salud, que colapsarán si la pandemia no se detiene. No es la intención de este ensayo. Como tampoco lo es soslayar el terrible número de muertos que ha producido en el mundo. Un muerto, miles de muertes, la verdad no se sostiene en el número de fallecidos.

En lo que me quiero detener es en nosotros, los verdaderos culpables, no del virus (¿o tal vez sí?), no de este capitalismo salvaje (¿o tal vez sí?), sino de un regodeo en un placer mayor: el miedo.

¿Un miedo placentero?  Imposible. ¡Impossible is nothing!

Trataré de explicarme. Todos los seres humanos portamos algún temor en esa pesada mochila llamada vida. Algunos lo portamos en los genes producto de un ancestral afán de supervivencia, otros, nos lo fueron inoculando en la infancia, otros son creados por nuestras personalidades. Es seguro que en muchos casos el miedo, cualquiera sea su apellido, es solo el sucedáneo de un ente superior, el miedo a la muerte. No he conocido persona inmune a su hechizo.

Pero cualquiera sea la causa de nuestra alarma, en nuestra sociedad del conocimiento o, mejor dicho, sociedad del rendimiento, es no solo improductivo (puede convertirnos en consumidores mediocres) sino vergonzante. ¿Quién desearía admitir o incluso pregonar el miedo a ser abandonado por su cónyuge, el miedo a las cucarachas, el miedo a sentirse solo, el miedo al ridículo, el miedo a morir?  Sucede que el miedo, una de nuestras emociones básicas, no respeta clases sociales, fronteras, razas ni religiones.  Y además, siempre funciona, como acertadamente dice el personaje malvado de una conocida película infantil.

Pero imaginemos que algún miedo nos fuera inoculado desde nuestra exterioridad, que sea entregado en una áurea bandeja amplificada por horas y horas de mediatización extrema (que indudablemente magnifican la información alarmista, pero que precisan necesariamente de nuestra credulidad y falta de introspección para desarrollarse) al punto de hacer desaparecer cualquier otro tema (femicidios, recesión, globalización de la pobreza y cientos de cuestiones más, hoy olvidadas por todos los medios de información) con el visto bueno de los mercados mundiales y con la aquiescencia de los gobiernos, entonces podremos relajarnos y, por lo menos por esta vez, dar rienda suelta a nuestros miedos personales, pero ahora revestidos por un miedo globalizado, socialmente admitido y por ello no vergonzante. Y entonces nuestro verdadero miedo, ahora vestido con ropas globalizadas que, si las sabemos vestir, hasta podrán granjearnos el respeto del otro por nuestra labor concientizadora de los peligros de una pandemia, que puede matar a pocos o a muchos, pero que tarde o temprano, si la escalada de pavor no tropieza, nos alcanzará a todos con un solo resultado: el pánico.

Ahora el virus del miedo que nos engloba transforma a todos los miedos en uno.  ¡Únanse a mí! ¡Unan a mí sus miedos!  ¿Acaso no hablamos todos el mismo idioma cuando tenemos miedo?

Y habrá llegado para muchos el momento único e inolvidable de regodearse en el temor, ya que no hay nada más placentero que liberarnos de un amo oscuro, cotidiano e inabarcable que no nos permite ser nosotros mismos y nos retiene, a veces desde nuestra infancia, en su miseria. Y hasta podremos halagar nuestra vanidad y ser mejores que otros en nuestro miedo porque haremos lo que nos dicen y mucho más. Nos pondremos barbijos hasta que se acaben y no puedan ser conseguidos por quienes realmente los necesiten. Y castigaremos con insultos en la fila de un supermercado a la cajera que nos da el vuelto sin ponerse guantes, al empleado de farmacia que ya no tiene alcohol en gel porque se lo guardó para él y su familia y gritaremos hasta quedarnos roncos que es una vergüenza la falta de solidaridad de la gente. Y correremos al supermercado a stockearnos de jabón en polvo y pregonaremos que pronto estará en falta porque escuchamos que el primo del amigo de un exjefe escuchó por radio Bagdad que ya no queda ninguna unidad en Filipinas. Y todo lo haremos por una causa noble como lo es la de evitar la propagación de una terrible enfermedad y hasta le daremos sentido de trascendencia: “todo lo que hago no es por mí, lo hago por todos, porque si todos hacemos lo que debemos, si todos tiramos hacia el mismo lado, es decir contra el virus, podremos sobrevivir”.  ¿Existe el miedo solidario?  Permítanme dudarlo.

Y daremos solo un par de pasos más y nos volveremos fanáticos del Covid-19, fanáticos en la perfecta definición de Winston Churchill cuando dijo que un fanático es aquél que no quiere cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema.  Porque no habrá otro tema de conversación, no existirá otra vida más allá de la que nos permita el virus y sus acólitos extremistas y no habrá cabida a otra opinión que mi mente acepte si no concuerda con la que mi miedo haya acreditado luego de absorber toda la información que logre acicalar suavemente su temor.

Y aquellos de nosotros que no tengamos miedo aprenderemos a tenerlo.  Porque el miedo como construcción social es una verdad inapelable y porque sabe introducirse en nuestras mentes lenta e insidiosamente hasta que incluso el más rebelde de los humanos, aquellos que piensan que la cura puede ser peor que la enfermedad, aquellos que alertamos que nuestra mirada debe estar dirigida solo a averiguar las causas para no repetirlas, aquellos de nosotros que piensan que si los noticieros en vez de la hora completa dedicada a los nuevos infectados hablaran durante cincuenta minutos de personas que se han contagiado y luego curado nadie los vería, todos esos nosotros igual terminarían en sus casas con miedo, fastidiados e incomprendidos, pero con miedo.

No es mi intención ser políticamente correcto.

Meterse en la rueda del terror es muy cómodo, las cosas y las emociones se suceden unas a otras virtuosamente, no hay que pensar mucho, no deberemos meditar en las causas ni en las consecuencias, nos inocularemos de puro presente, otra de las habilidades del miedo. Pero no será el tipo de presente que nos quitará la ansiedad sino será el tipo de presente que nos abarca completamente en mente y cuerpo y que nos transforma en títeres de nuestra propia turbación.

El Covid-19 es un virus joven y como todos los jóvenes puede alardear de su justicia: ataca a todos por igual sin hacer distinciones de ninguna índole y que, si alguna vieja sabiduría lo critica, en su defensa hasta podrá decir que se ha ensañado primero con los países gordos, ricos y viejos del hemisferio norte. Un virus manipulador que nos dirá que solo se multiplica porque las defensas de la humanidad ya estaban bajas por la obesidad de su desidia en proteger el planeta y por la diabetes generalizada de gobiernos que creen que hacer la vista a un lado es la manera natural de solucionar los desastres ambientales. Un virus que nos ha enclavado en el interior de nuestras casas pero que sabe astutamente que es poco probable que pueda introducirnos en el interior de nosotros mismos.

El miedo, el pánico, el terror, cualquiera de sus gradaciones pueden hacernos caer en la parálisis o en alguna de las miserias más abyectas, pero también puede llevarnos, si entendemos su mensaje, a uno de los logros máximos del ser humano: Conocerse a sí mismo, con nuestras grandezas y nuestras bajezas.  No disfrazar nuestro miedo con otro, entender su mensaje, asomarnos a su misterio puede, introspección mediante, llevarnos a otro nivel.  ¿qué nos quiere decir este miedo? ¿qué nos quiere enseñar? quizás la respuesta individual y coletiva a estas preguntas pueda llevarnos un mundo mejor. Hasta me atrevo a decir a ser un poco más felices.

Estamos en cuarentena oficial.  De los efectos del encierro de grandes masas de población, de las consecuencias positivas de esa acción en la batalla contra el virus y de las negativas sobre el cuerpo social de la sociedad será momento de hablar más adelante, quizás dentro de un mes, de una semana, o, con la actual dinámica, cuando los lectores de este relato, terminen de leerlo.