Crítica:

Marcelo Birmajer, o el etnocentrismo actualizado

“Ser judío en el siglo XXI” (de Marcelo Birmajer, Editorial Milá, 2002). En este breve ensayo, Marcelo Birmajer esboza su pensamiento sobre la identidad judía abordando unas pocas cuestiones. Son estas su reflexión sobre la identidad, su postura respecto de la militancia política, el antisemitismo y la existencia del Estado de Israel. Es de saludar que no sea este escrito un simple alegato ideológico o propagandístico, ensimismado, condescendiente y despolitizado. Sin embargo, esto concierne más a sus formas aparentes, ya que, bajo un estilo suelto de ensayo, encontramos cada uno de estos rasgos como subyacentes a su prosa.

Por Jorge Iacobsohn

Podría, sin más, afirmarse que esa prosa está más motivada, antes que por una fuerte argumentación político-ideológica, por una exposición de posturas ideológicas sin la densidad que tenían las antiguas ideologías. Por ejemplo, si el etnocentrismo era lo que podría encontrarse tras un pensamiento de derecha, hoy es a la inversa: encontramos un pensamiento de derecha tras el desarrollo de un pensamiento etnocéntrico. Algunos dirán que es obvio que un pensamiento etnocéntrico es de derecha, lo cual es cierto, pero no es tan evidente: cambia la construcción de los enunciados y sus efectos.
Lo que cayeron no son las ideologías, sino los sistemas de pensamiento y sus estrategias que las hacían consistentes, es decir partícipes de la construcción de un mundo.
Hoy, en plena era de desarrollo Imperial (1) y su consiguiente destitución mercantil del lazo social moderno, las ideologías subsisten meramente como mecanismos de identificación grupales antes que como incentivadores de prácticas constituyentes, sean éstas progresistas o reaccionarias.

El etnocentrismo como narrativa

La subsistencia del etnocentrismo, para el caso de la comunidad judía, es la continuidad irreflexiva del antiguo cuento escolar y familiar, que hoy se combina con una base de paranoia y de despolitización. El cuento lo conocemos:
El judaísmo es original por el mandato bíblico de amar al prójimo y no matarlo, mientras que los ‘goim’ son los bárbaros que no lo aceptan.
Los judíos que pretenden cambiar el mundo se odian a sí mismos, y no entienden que a la larga ‘todos son antisemitas, incluso quienes quieren un mundo mejor’.
La creación del Estado de Israel garantizó la sobrevivencia de los judíos después de la Shoá (Holocausto), y sigue garantizándola, y el conflicto que genera su presencia en Medio Oriente es culpa de los terroristas, de los intelectuales que los apoyan y del antisemitismo de casi todo el mundo.
Este cuento no tiene otra función que el de ser un adormecedor somnífero que quiere tranquilizar las conciencias, negar la violencia y las contradicciones.
El hilo rojo de este cuento atraviesa al ensayo en cuestión, y veamos cómo recorre las argumentaciones.

Birmajer comienza diciendo que la identidad judía es un enigma, que está bueno que lo sea porque las certezas son malas y detienen el flujo del deseo humano del conocimiento. Estamos de acuerdo, lástima que este enunciado no coincide con su enunciación, el mismo desarrollo de la trama desmiente esta glorificación de la duda.
Pronto pasa a afirmar que el judaísmo es una fe en la sacralidad de la vida y en lo absoluto de la existencia del prójimo. “No es relativa ni discutible”, la idea de igualdad no es material, sino “metafísica”.
La creencia en la sacralidad de la vida puede ser una fe, pero de poco sirve cuando los prójimos son una amenaza a la vida, cuando existen enemigos concretos. Sino, pongamos la otra mejilla.
Podemos poner la otra mejilla, pero si pensamos a esta actitud como una estrategia de supervivencia antes que un martirologio obediente que va a la muerte en silencio. El pacifismo o la violencia no son absolutos, hay que situarlos históricamente. Los valores por sí mismos no son garantes de ninguna práctica.
Pero Birmajer ancla su identidad en principios metafísico-religiosos, contentándose con el hecho de que el pueblo judío se hizo elegido por estos principios, “ojalá que los otros pueblos se sientan elegidos en el mismo sentido”. Ay, los ‘goim’ que no entienden…
Nos permitimos acotar: la igualdad no es metafísica, reposa en el hecho político y material de que los seres humanos somos seres parlantes. A esta cuestión la estudia Jacques Rancière (2): lo que nos divide y jerarquiza es si consideramos a la palabra del otro como ruido o palabra. Si es ruido, el otro se subhumaniza para ser subyugado de disímiles maneras.

Los años ´60 como síntoma

A renglón seguido -el ensayo hace rápidas transiciones de un tema a otro, dejando implícitos los hilos conductores- habla de los -para Birmajer- incómodos años sesenta.
Menciona el antisemitismo de los militares genocidas y de los militantes de izquierda, nos cuenta de unos sobrevivientes que cuentan cómo “Israel los salvó”, de cómo sus compañeros “odiaban a muerte a Israel”. Israel es la ‘ídishe mame’ que acoge a sus hijos descarriados, perdidos en el infierno de la Historia.
Birmajer -otra ‘ídishe mame’- nos enseña: “sencillamente, esos muchachos, por quienes me conduelo, no tenían paz. No tenían dónde estar parados y, me parece, no sabían dónde pararse. La imposibilidad de asumir una identidad, en este caso, la imposibilidad de mantener al menos una pregunta acerca de su identidad, les impidió pensar acerca de por qué y cómo arriesgaban sus vidas. Los alejó de la idea de la sacralidad de sus propias vidas”.
Estamos ante una grosera simplificación teñida de una increíble soberbia. El que glorificaba la identidad como duda, de pronto se pone por encima de una generación que no sabía “dónde pararse”.
Es una cabal mentira, muchísimos militantes tenían perfectamente asumida su identidad judía, y también tenían en claro que arriesgaban sus vidas en función de un proyecto político emancipador. Si a Birmajer no le gusta, bien, pero que no diga que quienes no tengan su ‘concepción’ de identidad ‘no tienen’ identidad.
Creyéndose provocativo, “perdón por tantas digresiones”, nos dice: “los ´60 y los ´70, (…) incluyendo el mayo del ´68, no fueron la época de las utopías y los sueños, sino un torbellino de locura y muerte, salpicado por la Vaader Meinhof, el Ejército Rojo japonés y las Brigadas Rojas”.
Podríamos explayarnos largamente diciendo que esta época fue infinitamente más compleja y creativa, en pensamiento, en artes, en economía, superando -incluso “ontológicamente”- tanto al estalinismo-maoísmo como al democratismo americano. Obviamente, “la locura y muerte” fue también ingrediente de la época, pero Birmajer elimina la coexistencia conflictiva de prácticas sociales, identificando la época a sus peores aspectos.
Y lo más grave es la distorsión histórica, cuando afirma que aquellos jóvenes europeos eran desconsiderados respecto a la “ontológicamente” superior potencia norteamericana que los liberó del nazismo. ¿No sabe acaso Birmajer que el nazismo fue derrotado también por la Unión Soviética? ¿Debemos recordarle las diferencias que hay entre la derrota política y militar del nazismo por parte de potencias enemigas y la liberación que fue casi exclusivamente mérito de las resistencias populares antifascistas? ¿Y las recientes palabras del Presidente de Israel Moshé Katzav en los recientes recordatorios europeos de la Shoá, que dicen que los aliados no hicieron “nada” por detener el Holocausto? ¿Debemos remitirlo al artículo publicado en Página/12 y Nueva Sión por el sobreviviente Jack Fuchs, que nos enseña que es una distorsión histórica hablar de la “liberación” de Auschwitz?

Una derecha “posideológica”

Si el autor coquetea con liberalismos y derechismos, que se haga cargo. Pero, como veremos, no lo hace:
“No es el socialismo, ni la socialdemocracia, ni la democracia liberal la que -finalmente- logrará que cumplamos el mandato del respeto por la vida y la libertad del otro, sino la búsqueda primigenia del cumplimiento de este mandato lo que nos llevará a pensar sistemas que lo sostengan”.
¿No son cada uno de esos sistemas de pensamiento políticas pensadas con el principio de respeto de la vida? Si al autor no le gustan, le quedan dos caminos:
– construye otros sistemas superadores
– se queda en la enunciación abstracta del compromiso.

En su trama narrativa subyace la segunda opción, que permanece tapada en un mejunje argumentativo. En medio de la ensalada, el autor se acuerda de la existencia de marxistas no dogmáticos, que encontramos entre los fundadores del Estado de Israel, en los kibutzniks pioneros, sólo para afirmar “sin chauvinismo”, que se trató del “menos malo de los experimentos socialistas”. Hubiera, por lo menos, mencionado los cientos de experimentos que se dieron en el siglo XX, como mínimo a la autogestión generalizada española a mediados de la guerra, la autonomía obrera italiana en los años ´70, o la subversión institucional francesa del mismo mayo del ´68 que defenestra.

La actualización del etnocentrismo

A continuación, el etnocentrismo contenido en estos párrafos se complementa con la ya típica paranoia que ve sólo antisemitismo hacia fuera y auto-odio hacia adentro.
No negamos la existencia del antisemitismo y el auto odio pero, lamentablemente, muchas veces la conciencia de esto se utiliza para justificar una vida miedosa y sin mirada autocrítica.
El autor estereotipa la posición del “judío progresista” en una caricatura por la cual acepta a los terroristas y fundamentalistas por ser parte “de una cultura diferente”.
No cita a ninguno, dice que es un razonamiento que se puede leer en los artículos de Noam Chomsky y Susan Sontag, y nos aclara que el asesinato, la violación y la opresión no son relativizables culturalmente. Lo cual es cierto, pero no expresa generalmente el pensamiento de muchos intelectuales, que ponen el cuerpo en misiones contra la opresión de la mujer o contra el fundamentalismo que recorta libertades civiles.
Birmajer menciona a Hanna Arendt como un prototipo de auto odio por haber planteado la controvertida tesis de la “banalidad del Mal”, de pronto retornamos a la década del ´50, cuando los intelectuales estaban sorprendidos por su afirmación, y pasaron algunos años para que se dieran cuenta de que no relativizaba el genocidio nazi. Pero Birmajer no se dio cuenta aún, aunque nació en 1966: sigue interpretando como la banalidad de quien no cree en lo que hace, que quita responsabilidad a sus actos.
Pero el análisis de Arendt, cuando describe a Eichmann como un buen padre de familia que escucha música clásica y pasea con sus hijos -como la mayoría de los verdugos nazis- es el de no colocar al Mal en algún lugar terrible, monstruoso e inefable, sino en la perfecta cotidianeidad normal en la cual cualquier hijo de vecino estaría dispuesto a ser parte de una maquinaria infernal. Pero esto no los hace menos responsables. Esto fue muy revulsivo, cuando al trauma del nazismo todavía se intentaba cicatrizarlo con su demonización, lo cual mostraba la continuidad del miedo.
De nada sirve ocultar esto descalificando a la autora por sus experiencias amorosas (con un dejo morboso el autor recalca una y otra vez que eran “sexuales”) con Heidegger, y negar el aporte filosófico de ambos al pensamiento progresista a pesar de sus contradicciones.
Estamos de acuerdo con que Arendt dijo muchas cosas muy discutibles (como por ejemplo que los judíos fueron pasivos en el nazismo o sus estereotipados análisis sobre los totalitarismos nazi y soviético, etc.), pero no podemos rechazar por esto a toda su obra y persona en bloque (3).
La historia es muy compleja, tiene muchos matices, contradicciones, mezclas, ambigüedades, pero hay que decir las cosas justas allí donde lo son.
Pero el autor renuncia una y otra vez a la complejidad, porque su etnocentrismo se lo impide, como así también su política facilista. Para él, tratar de comprender equivale a justificar, tomando por caso a los asesinos Baruch Goldstein e Igal Amir, dice que dicen los intelectuales:
“Luego de tantos atentados fundamentalistas islámicos, era evidente que finalmente, motivado por el resentimiento, surgiría su contracara judía. Comprendamos sus motivos”.
Coincido, nuevamente, con Birmajer de que este sí es un caso de falsa explicación, isomorfa con la justificación. Pero no va muy lejos: para él, los casos de Igal Amir y Baruch Goldstein son los de asesinos que merecen nuestro repudio y las penas de la ley.
No hay que entender nada históricamente, son dos locos sueltos que no decidieron respetar la vida. La policía también utiliza estos argumentos para reprimir manifestantes. Si algo le sale mal, conocemos la cantinela: hubo errores y excesos…
¿Para qué entender, si basta con comparar cuantitativamente a estos dos asesinos como “casos aislados” frente a los cientos de terroristas islámicos para así automáticamente deducir la calidad de la democracia israelí, separar todo entre buenos y malos? Esto es lo que se dice “hacer sofismas”.
En fin, este es un ensayo que expresa la opinión del sentido común judío. Sentido común que tiene ningún porvenir porque no tiene ni función crítica, ni constructiva, que reduce la identidad a nostalgia, a mera pertenencia. En “Ser judíos en el siglo XXI”, a pesar de la promesa del título, no hay ninguna mención a las características del nuevo siglo, lo cual no nos deja pensarnos tampoco como seres humanos frente a los problemas y desafíos contemporáneos.

1- “Imperio” es propuesto como concepto (no como metáfora) para entender las actuales dinámicas de transformación de los Estados Nacionales a Estados Tecno-administrativos, de la transición del ciudadano al consumidor, de la institución reguladora centralizada a empresa-red, etc. La referencia teórica puede consultarse en “Imperio” de Toni Negri y Michael Hardt, y en “Del fragmento a la situación”, Ignacio-Lewkowicz y Mariana Cantarelli, Grupo Doce.

2- Jacques Rancière. El Desacuerdo. Editorial Nueva Visión, 1999. En este libro el autor desarrolla una crítica a las visiones consensualistas de la política, que pretenden que la política surge del común entendimiento, y de la regulación normativa de los enunciados. Vuelve a Aristóteles para mostrar que en el corazón de la política hay un antagonismo, y es el desacuerdo que se da, ya no sobre algunos enunciados sino sobre el estatuto mismo de la palabra. Todos somos iguales porque somos seres parlantes, el antagonismo se expresa cuando consideramos a la palabra del otro como ruido. El “ruido” es la reducción de la palabra a expresión animal (contento o furioso, predispuesto o amenazante), así es como los gobernantes tratan a sus gobernados en desacuerdo.

3- Agradezco los aportes críticos del profesor Abraham Huberman, que me proporcionaron una distancia más crítica respecto de Hanna Arendt como intelectual.