AMIA, 10 años. ¿Y ahora qué?

Familiares y sobrevivientes del atentado: Los ruidos del silencio

Hay un tango que dice que “20 años no es nada”, nos preguntamos si 10 años del atentado a la AMIA tampoco lo son. En 10 años pasaron 120 meses, 460 semanas, 3.650 días, 87.600 horas, 5.256.000 minutos y 315.360.000 segundos. La pregunta que segundos antes formulamos, ahora se transforma en un: ¿Quién se atreve a decir que 10 años del atentado a la AMIA no son nada? Tomémonos un tiempo para reflexionar cómo vivieron y cómo viven los damnificados directos de la tragedia ocasionada por los cobardes asesinos -descontando que, si bien fueron 85 las víctimas fatales, son miles los quebrantados-. Silvia Gluck es psicóloga especializada en desastres masivos y trabaja con los parientes de las personas asesinadas en el atentado desde aquel fatídico día.

Por Silvia Gluck

Desde hace 10 años, aunque el paso del tiempo ayuda a tomar conciencia de la pérdida irreparable, lo que no se soporta es el dolor de la eterna falta de la presencia física del ser querido. Es inevitable despertar cada día, desde hace 10 años, imaginando ¿como sería la vida de nuestros afectos?, seguramente estarían recibidos -mostrando orgullosos ese diploma que tanto esfuerzo llevó-, a ella la imagino entrando del brazo de su padre al Templo o a la Iglesia, ellos contándonos emocionados que finalmente seremos abuelos de mellizos, otra acompañando a su hijo en su primer día en la primaria -pareciéndole que fue ayer que le puso por primera vez el guardapolvo a cuadritos para el jardín-, él asumiendo su Bar Mitzvá o Comunión con todo nuestro orgullo de conducirlo por el camino de nuestras tradiciones religiosas, ellos emprendiendo el sueño de hacer aliá (inmigración) a Israel, nuestros padres abrazándonos porque nuestros hijos -sus nietos- los hicieron bisabuelos, compañeros comenzando un nuevo día de trabajo en AMIA.
Volvamos a la realidad: hace10 años, todas esas ilusiones y proyectos llenos de vida fueron derrumbados y él no irá a la primaria, no hará su Bar Mitzvá o Comunión y no se graduará, ella no se casará, ellos no tendrán hijos, nosotros no seremos abuelos ni nuestros padres bisabuelos, ellos no volverán a trabajar en AMIA.
Desde hace una década se extraña cada día más. Si bien cada familiar, amigo o allegado de una víctima se permite continuar con su vida, cuestión por demás ejemplar y admirable, por más que asuman “el principio de realidad”, hay un espacio vacío que no se llena con nada, tantas velas de cumpleaños sin encender -ahora transformadas en velas recordatorias-, tantos guardapolvos sin almidonar, tantas camas sin hacer, tantos juegos sin jugar, tantos abrazos sin dar, tantas preguntas sin contestar, tanto ruidoso silencio.

Comprensión del “todo vale”

Cuando en el consultorio me dicen: “a mi hija me la volaron, hubiese preferido que padezca una enfermedad incurable antes que esto, extraño sus olores, sus caricias, su sonrisa y su mirada”… confieso que, por más que soy especialista en desastres masivos y acompaño a las víctimas sobrevivientes del atentado desde aquel 18 de julio de 1994, no tengo ninguna respuesta para darles.
Porque: cómo poder entender que personas puedan llegar a perpetrar un hecho tan aberrante. Creo que supera la capacidad de análisis de cualquiera. Lo que en cambio hago es “comprenderlos”, aceptar cualquier tipo de conducta que puedan elegir para superar tanto dolor. Comprender también es “no juzgarlos”, si van seguido al cementerio o directamente no lo hacen, si mantienen la habitación de su ser querido intacta, tal cual el día del atentado, si concurren a fiestas, hacen viajes, emprenden proyectos, si decidieron no volver a trabajar en la AMIA o, por el contrario, seguir trabajando sintiendo la falta de sus compañeros, si se emocionan o se ríen (aunque nunca más a carcajadas). Todo lo que hicieron, hacen o harán es porque siguen vivos, porque si bien sus afectos no volverán, ni crecerán, ni envejecerán y morirán de viejitos, dejaron recuerdos y una herida profunda en el corazón, de esas que desgarran y hacen que esos recuerdos, por momentos, sean tan intensos que parecen presentes y otras veces sea tan necesario darse un pequeño recreo y tratar de encontrar la mejor manera de “sobrevivir” (porque “vivir” no es más el término).
Durante estos diez años nos cruzamos con personas que alguna vez formaron parte de la vida de nuestros seres queridos cobardemente asesinados en el atentado a la AMIA: están los ex compañeros de nuestros hijos que nos cuentan que se recibieron, nos enteramos que el ex novio de nuestra amiga se casó con otra (pero siempre la tendrá presente), recordamos con la morá (maestra) del jardín las travesuras que hacía aquel pequeño nieto de ojos pícaros, sentimos la emoción de un esposo que se convirtió en abuelo y no puede compartir la alegría con su esposa, hijos huérfanos, hermanitos que conocen al suyo por fotos y recuerdos de papá y mamá, el vestido de una novia que esperará eternamente tendido en la cama, madres que no darán a luz, criaturas que no nacerán.
A 10 años del atentado a la AMIA, por más que las vendas colocadas en las heridas intenten calmar el dolor, irremediablemente vuelven a sangrar porque jamás dejan de lastimar.
¿Qué podemos hacer por quienes se están desangrando? COMPRENDERLOS. Con mayúscula y con afecto, con caricias y con buena escucha, podemos -aunque más no sea- ayudar a calmar 10 largos años de dolor.
Regresa A mis oídos la letra del tango ‘Volver’ y me ayuda a entender que 10 años son poco y mucho a la vez cuando se vive “con el alma aferrada a un dulce recuerdo que llora otra vez».