Las identidades colectivas en la era de los post-ismos

Judeo-argentino, israelí ¿sionista?

“Ser de izquierda, en Israel, significa adoptar una concepción exógena que automáticamente convierte a su portador en sospechoso de deslealtad o -en casos extremos- de traición. Cuando un israelí se asume como hombre de izquierda, su condición de judío deja de ser algo sobreentendido, por eso los intentos de sintetizar lo judío con la izquierda necesitan ser justificados. Los propios representantes de la izquierda israelí se auto justifican cuando su crítica al poder estatal o al colonialismo suena demasiado profana para el nacionalismo dominante”. “De acuerdo a la lógica homogeneizante del proyecto nacional-estatal argentino, no había espacio legítimo para mi condición de judío. Para el proyecto nacional-estatal israelí (también homogeneizante), no hay espacio legítimo para mi condición de hombre de izquierda, la cual es mayoritariamente concebida como contradictoria o contraria a la identidad judía: oponerse a la ocupación de los territorios palestinos perpetrada desde 1967 es un acto de traición a los intereses judíos, identificados indistintamente con el poder del Estado”.

Por Sergio Rotbart (Desde Israel, kibutz Nir Itzjak)

1- Algo personal

Cuando hice aliá (cuando “emigré a Israel”, debería decir en la jerga presuntamente neutra del postsionismo) me movía un fuerte anhelo de pertenecer a un colectivo humano en el que mi judeidad no fuera algo no sobreentendido, que necesita ser explicado o justificado. Así, como una relación problemática y a veces contradictoria, percibía la coexistencia de lo judío y lo argentino en mi experiencia personal, como si fueran dos entidades independientes (a veces separadas y a veces superpuestas) de una misma existencia.
En tal sentido, la aliá (“ascensión”, en hebreo) era el medio para alcanzar la síntesis superadora de aquella contradicción, para la cual no encontraba una salida dialéctica en la Argentina.
Hoy, 13 años después de haber dado el gran salto a Israel, una de las pocas certezas a las que me puedo aferrar es que ese mismo anhelo de pertenencia no ha sido saciado, ni siquiera su intensidad ha disminuido. No lleva demasiado tiempo percatarse de que las síntesis dialécticas, por lo menos en lo que a la experiencia personal se refiere, tampoco son una necesidad histórica en Israel. Aquí, más bien, predominan las dialécticas negativas, es decir las instancias negadoras de lo existente, sobre todo si esa existencia tiene propiedades que la convierten en otredad. Ser judío es algo sobreentendido, pero siempre y cuando no se trate de una percepción judía universalista o humanista, ni mucho menos de izquierda (que es lo mismo, pero suena mucho más herético).
Ser de izquierda, en Israel, significa adoptar una concepción exógena que automáticamente convierte a su portador en sospechoso de deslealtad o -en casos extremos- de traición. Cuando un israelí se asume como hombre de izquierda, su condición de judío deja de ser algo sobreentendido, por eso los intentos de sintetizar lo judío con la izquierda necesitan ser justificados. Los propios representantes de la izquierda israelí se auto justifican cuando su crítica al poder estatal o al colonialismo suena demasiado profana para el nacionalismo dominante.
Para la misma ideología hegemónica que ha impuesto en Israel su visión particularista y heterofóbica del ser judío, el sionismo se ha transfigurado -abandonando los componentes liberales de la etapa clásica- en el nacionalismo colonizador de la Gran Israel, es decir en la expropiación de las tierras conquistadas en 1967 y el cercenamiento de los derechos nacionales y civiles de los palestinos que habitan en ellas.
De acuerdo a la lógica homogeneizante del proyecto nacional-estatal argentino, no había espacio legítimo para mi condición de judío. Para el proyecto nacional-estatal israelí (también homogeneizante), no hay espacio legítimo para mi condición de hombre de izquierda, la cual es mayoritariamente concebida como contradictoria o contraria a la identidad judía: oponerse a la ocupación de los territorios palestinos perpetrada desde 1967 es un acto de traición a los intereses judíos, identificados indistintamente con el poder del Estado.

2- La historia congelada

El proyecto nacional-estatal israelí se convirtió en un proyecto hegemónico dentro del movimiento sionista y en el mundo judío porque logró representar los intereses de la mayoría de los judíos en una coyuntura histórica particular.
Esa posición fue alcanzada, indudablemente, tras la tragedia judía ocurrida durante la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, el proyecto nacional-estatal conserva su carácter hegemónico en buena medida porque supo perpetuar el mapa cognitivo de la posguerra inmediata para explicar y justificar políticas del poder estatal ya consolidado.
Esa visión esencialista de la historia judía, según la cual los judíos son siempre las víctimas de un medio siempre hostil, una minoría perseguida por enemigos todopoderosos, sigue legitimando las acciones de un aparato estatal-militar de dimensiones nada despreciables, que lo han convertido en una potencia regional digna de ser tomada en cuenta por los otros estados del Medio Oriente. Esta visión ontológica de la historia y de la política, que suspende y congela la dialéctica de las relaciones entre judíos y no-judíos en el período del antisemitismo moderno (y su expresión más radical: el genocidio nazi), sigue operando en una época y en un contexto muy distintos a los que, si bien no siempre la justificaban, por lo menos les daba sentido. En contraste con la imagen mítica de la víctima eterna, el proyecto territorial-estatal hace ya tiempo que traspasó los límites del refugio justo e imperioso para judíos perseguidos y marginados y, en cambio, se ha fortalecido y expandido a cuenta de los derechos de los otros (los árabes-palestinos).
La instauración y consolidación de un orden colonial, tras las conquistas territoriales de 1967, acentuaron la contradicción existente entre el discurso sionista clásico -basado en valores universales de normalización y redención nacional- y la práctica opresiva y excluyente del poder estatal.
Hoy resulta ingenuo o ridículo sostener que esa brecha fue patrimonio exclusivo de la derecha sionista. Es más lógico sostener lo contrario, es decir: que la contradicción entre la política de la fuerza y el discurso que la legitimaba fue insalvable en el caso del largo período histórico signado por la hegemonía del movimiento laborista. En cambio, si bien la derecha revisionista acentuó las políticas de colonización, anexión y militarización del conflicto, ellas no resultan incongruentes con una concepción en la que el etnocentrismo, el chauvinismo y el mesianismo religioso actúan como reemplazantes de los componentes liberales y laicos del sionismo clásico. Precisamente estos últimos, sustentados por el sionismo laborista, contrastaron con las prácticas excluyentes y expropiadoras que caracterizaron su ejercicio del poder. Ya desde el origen del Estado, en los sucesos que fueron parte de su acto fundacional, puede encontrarse un ejemplo de cómo la opción de la fuerza, justificada como “única alternativa”, aparece en la retórica de los vencedores como un incuestionable acto de redención. Lo que la historia de los vencedores oculta permanece, sin embargo, en la memoria de los vencidos, para quienes ese pasado reviste la forma y la dimensión de una tragedia (Nakba), concepto mediante el cual recuerdan los aspectos traumáticos y negados de 1948: las casas y aldeas destruidas, las expulsiones, el despojo, las matanzas y la huida precipitada por la amenaza de que ese era el destino que la guerra les deparaba a los palestinos.
El proyecto nacional-estatal israelí se ha consolidado en base a esa negación. La incapacidad para reconocer que la propia independencia fue conseguida mediante la creación de una nueva tragedia sigue alimentando el círculo de muerte y destrucción entre ambas partes del conflicto. Incluso en los acuerdos de Oslo, el mayor intento de descolonización y reconocimiento de los derechos palestinos impulsado por Israel, durante el gobierno Rabin-Peres (1992-1996), siguió estando presente la contradicción entre el discurso pacifista y medidas concretas que convirtieron a los palestinos en una población encerrada, sitiada y carente de medios de subsistencia. La parcialidad de la primavera pacifista de Oslo revela otro aspecto del proyecto nacional-estatal: su carácter clasista en lo que respecta al orden económico-social. El acuerdo con la dirigencia palestina, firmado en 1993, fue en gran parte promovido y apoyado por el poder económico que apostaba fuertemente la carta de la globalización, es decir la apertura de la economía israelí a los capitales transnacionales.
La liberalización de la economía israelí, que comenzó con el primer gobierno del Likud -a fines de la década del ´70 y se profundizó mediante el programa antiinflacionario implementado por Shimon Peres en 1985- alcanzó con Itzjak Rabin un vuelco significativo: el reconocimiento de que la ocupación militar de Cisjordania y Gaza y la falta de solución al conflicto palestino-israelí son un peso que el Estado no puede seguir cargando.
De acuerdo al “nuevo orden mundial” diseñado en Washington, tras el fin de la guerra fría y la primera guerra contra Irak, la elite económica israelí (o, más precisamente, sus sectores reconvertidos) promovió la paz como el mejor camino para que las industrias basadas en las nuevas tecnologías consiguieran las mejores ganancias en los mercados abiertos que reemplazarían a la guerra y el conflicto. Sin embargo la “liberalización”, que tuvo su aspecto de positiva apertura en el plano político y cultural, también se caracterizó por su carácter parcial y excluyente en el plano económico-social. Así, la otra cara de la concentración del poder económico en muy pocas manos fue la pauperización extendida y creciente de las clases populares y de sectores de la clase media, que quedaron desprotegidos como resultado de la drástica reducción del estado de bienestar.

3- La agenda del descontento

Lo que ha ocurrido desde el colapso del proceso de paz y la irrupción de la Segunda Intifada palestina se parece menos a la imagen de la globalización publicitada desde el centro del imperio y más al dualismo popularizado por Benjamin Barber mediante la frase “Mc World contra Jihad”. Mientras que las tendencias globales (Mac World) forjan mercados basados en el consumo y la ganancia, las tendencias locales (Jihad) forjan comunidades de sangre basadas en el odio y la exclusión. Jihad no sólo se rebela contra Mc World, sino que lo estimula, al tiempo que Mc World no sólo amenaza a Jihad sino que la recrea y la refuerza.
El común denominador a ambas fuerzas es que socavan la fuerza soberana del estado y de sus instituciones democráticas. Ambas constituyen una amenaza para las libertades civiles. En el caso de Israel, que ha sido durante muchos años una sociedad forjada y modelada por el nacionalismo y por el colectivismo, es evidente que la globalización tiene efectos democratizadores. Su alcance, sin embargo, se reduce a las elites económica y cultural: el neoliberalismo y el postsionismo son, respectivamente, los discursos universalistas mediante los cuales esos grupos proponen una agenda alternativa a la del viejo proyecto nacional-estatal.
En la práctica, la paz, la ampliación de los derechos civiles y del pluralismo cultural van acompañados por el aumento de la brecha social, la reducción de los servicios sociales y el deterioro de las condiciones de vida de los grupos sociales más vulnerables a las “reglas del mercado”. Esos grupos perciben el “proceso de paz” como una amenaza a su identidad y a su status, que al menos estaban garantizados cuando el Estado-Nación era percibido como una entidad “fuerte”. Como ocurrió en las elecciones de 1996 (en las que ganó Benjamín Netanyahu) y del 2000 (que coronaron a Ariel Sharón), los sectores sociales más afectados por el modelo neoliberal son los que apoyan electoralmente a la otra fuerza alternativa a la vieja hegemonía del sionismo clásico: el sionismo fundamentalista basado en el particularismo étnico y el chauvinismo.
Esta última fuerza, que ha crecido considerablemente desde el colapso del proceso de paz, la militarización de la Intifada y el recrudecimiento del terrorismo (el Jihad de los palestinos) y del contraterrorismo estatal, si bien no se opone a los rasgos mercantilistas y privatizadores de Mc World, rechaza rotundamente cualquier renuncia a la integridad territorial del “Gran Israel” y los efectos “desjudaizantes” del pluralismo cultural.
La política partidaria en Israel parece estar atrapada por la lógica de Mc World con y contra Jihad.
La izquierda prometió la paz pero descuidó la igualdad. La derecha prometió seguridad y dignidad y viene socavando los cimientos básicos del bienestar general.
¿Surgirá en esta coyuntura, al fragor de las luchas sociales diarias contra los estragos del fundamentalismo de mercado, una nueva alternativa política, que escape a las disyuntivas excluyentes de las fuerzas que se disputan el mando del erosionado proyecto nacional-estatal?
Ante el avance de la globalización del capital, ¿es posible articular un modelo societario que garantice la igualdad en la pluralidad, es decir: la igualdad no entendida como reglamentación (como en el socialismo burocrático) sino como el reparto equitativo de los bienes y de las oportunidades que no uniformice las diferencias, sino que las tome en cuenta?
Si tenemos en cuenta que incluso en el movimiento kibutziano, la gestión pública de la economía es considerada ineficiente y autocrática, y está siendo reemplazada por la lógica del mercado, no parece tener mucho tino depositar expectativas en el devenir de las fuerzas sociales y políticas instituidas.
Lo instituyente, en cambio, aquello que se está forjando como producto del descontento, pero que todavía no se ha cristalizado en una forma claramente definida ni definitiva, en las múltiples expresiones del malestar en la cultura de la globalización (Mc World + Jihad) está la brújula de la esperanza.
El sionismo comenzó siendo un movimiento utópico que proponía la redención nacional del pueblo judío. La creación y consolidación del Estado de Israel dieron como resultado la adecuación del contenido revolucionario del sionismo a las necesidades del Estado, y no a la inversa: la adecuación del Estado a los fines de la revolución sionista. En forma similar a lo que ha ocurrido históricamente con todas las revoluciones, la opción de centrarse en un sistema de prácticas burocráticas, por justificada que sea en determinada coyuntura, termina prevaleciendo por sobre la opción de renovar o reactualizar el contenido emancipador originario. Con sus limitaciones y parcialidades (señaladas más arriba), el postsionismo propone una agenda pública y una redefinición de la identidad colectiva israelí en una época en la que el nacionalismo sólo puede -en el mejor de los casos- reafirmar prácticas burocráticas o -en el peor- profundizar políticas de exclusión.