El mate en su mano izquierda se enfría mientras desgrana su historia. Su rostro duro y varonil, se enternece cuando Luján, una nena con una sonrisa enorme le ofrece una golosina. Es Alberto Morlachetti, un cordobés nacido en un campo de la provincia mediterránea. La pobreza los transportó junto con sus padres y hermanos al Gran Buenos Aires. Cambió los aires serranos por las cercanías del riachuelo, en esa Avellaneda peronista visceralmente dividida entre los seguidores de Racing y los hinchas de Independiente. Su madre muere al poco tiempo y su padre los abandonó, aunque Alberto dice simplemente: – Tomó otro camino.
Con su hermano vendió diarios y se sumergió en cuanto trabajo le acercara la comida. Vivieron en piezas donde un baño era compartido por cincuenta personas. Su madre le dejó un legado que orientó su vida: «Cuando tomes una mano, siempre tomá la mano de un pobre , y pase lo que pase tenés que estudiar». Mientras trabajaba en Editorial Codex, aprovechaba para leer. Se fogueó en la calle, jugaba al ajedrez, y con sólo 17 años, hablaba de Hegel y Kant, de Santo Tomás y Calvino. Se casó a los 22 años, tiene un sólo hijo biológico Alejandro, que es abogado y asesor de la Organización Mundial de la Salud. A los treinta, se recibió de sociólogo. Con tristeza recuerda: «Del barrio nuestro habremos sido dos los que pudimos estudiar». Siguió Sociología para «tratar de entender la pobreza y la riqueza.
La Argentina es el quinto exportador de cereales del mundo y tributamos cincuenta y cinco niños a la muerte por día. Necesitaba entender esas muertes diarias de niños menores de cinco años.»En 1974 construyó la ‘Casa de los Niños’ con un crédito del Banco Credicoop, el cual garantizó con la hipoteca de su casa y con la cesión del terreno de la firma Llauró. La escasez de recursos obligó que la construcción tardara nueve años. Hoy esa casa se llena con la alegría de 130 chicos de 3 a 13 años que pueden permanecer allí de 8 a 18 horas, contando con consultorios odontológicos y de pediatría.
En 1982 creó el Hogar Pelota de Trapo que empezó siendo una cancha de fútbol en terrenos del ferrocarril. Hoy viven treinta y cinco chicos rescatados del abandono, o derivados de los juzgados. En 1986 fundó el Hogar Juan Salvador Gaviota en uno de cuyos cuartos vive, acompañado por 19 jóvenes perseguidos por la ley, escapados de la calle y la soledad. Preocupado por generar ingresos y darle trabajo y futuro a «sus pibes», creó en 1987, la Escuela Talleres Gráficos Manchita, con la ayuda de una firma sueca donde trabajan catorce jóvenes que, además, incorporan conocimientos de escuela primaria y secundaria mediante pedagogías no convencionales.
El mismo criterio es el que lo orienta a la construcción de una ‘Escuela Panadería Panipán’ donde trabajan veinte jóvenes. Su antigua casa, es actualmente el ‘Jardín Maternal Pulguitas’, donde concurren a abrazarse con la vida veintiséis niños que provienen de familias de extrema pobreza.
En un sola ocasión, sus obras cruzaron los límites de Avellaneda, y fue para abrir en Florencio Várela, la Granja Azul, con la ayuda de la Fundación Kellog’s , donde veintidós jóvenes trabajan cultivando verduras y hortalizas y fabricando dulces.
El mundo del revés
Alberto habla desde el conocimiento universitario y del aprendizaje que significa tratar diariamente con los derrotados de una sociedad arrasada por un neoliberalismo sin cerebro ni corazón.
«La sociedad, dice, debería tender a proteger al niño, pero esta sociedad, por el contrario se protege del niño. Las políticas de la infancia son institutos, servicio penitenciario, clínicas psiquiátricas, son todas represivas. No hay políticas protectoras para ellos, como si las infancias pobres fueran infancias superfluas. Estos chicos están destinados a habitar el país de ningún lugar, de los sin derechos. ¿Cómo pudo haber arraigado en la gente la idea de que detrás de cada chico de la calle hay un mafioso? Hay que entenderlo, detrás de cada chico de la calle hay un desocupado. Hay infancia si mamá y papá tienen trabajo. Si no, la infancia no existe. Ser chico no es una etapa inferior de la vida. Es una etapa plena, como ser adulto. ¿Cómo hago para lograr que un chico no sea violento si le amputo los insumos básicos de la crianza humana, si no guardo su primer diente, su primer cuaderno, su primera fotografía? ¿Cuál es el delito que cometieron los 55 chicos que se murieron hoy de hambre?”
La bondad de la condición humana
El apasionamiento de Alberto termina enfriando el agua en el mate que se desplaza de una mano a otra. Pero el calor y la pasión están en su lucha diaria, en esa voz que traduce sentimientos, dolores, impotencias y esperanzas. «Hay mucha gente que dice que esto no alcanza, que es un universo acotado, que hay que cambiar todo. Yo digo que es cierto, pero el que no es capaz de amar al que tiene al lado, no es capaz de amar una abstracción. Yo llego a la infancia a través de Rocío, de Ezequiel, de Zapallito, de Luján. Pero si soy capaz de enlazar mi sueño, con el sueño de esta esquina, y si junto mi sueño con el de Luisito Farinello, y con el del padre Cajade, voy a tener un sueño muy grande y quizás alcance para construir un mundo mucho más humano».
Haber adoptado esta forma de vida, le costó la ruptura matrimonial a Alberto Morlachetti. Tal vez hay más humedad en sus ojos cuando recuerda: «Nos separamos cuando yo decidí venir a vivir con los pibes. Esta es una vida difícil. El concepto general de familia es un modelo tradicional, que yo acepto, pero esto también es una familia».
Las dificultades superan largamente la imaginación más febril. «Las mamás vienen a dejar sus hijos acá para que puedan tener comida y cama. Se desprenden de sus hijos como actos de generosidad. Hubo dos cosas que me costó muchísimo entender: la venta de droga y la prostitución infantil. La venta de drogas para mí era de una incomprensión absoluta, algo abominable. Un chico destruyendo a otro chico. Lo mismo la prostitución infantil -un tema que uno mira con horror- que el chico lo vive como un trabajo. Me costó mucho convivir y entender esa realidad. Pero hoy compruebo que mis mejores pibes vienen de los lugares más oscuros de la condición humana».
En ese rostro varonil como tallado en piedra, la emoción lo ablanda cuando reflexiona: «Tantos pibes han pasado por mi vida, que yo no sé si todos los abrazos que di fueron suficientes».
De lo que está seguro es cuando comparte un alfajor con un chico recién llegado a los hogares «se produce un milagro en estos pequeños que ven la ternura como algo ridículo. La única certeza que tiene el pequeño o el joven es que en el futuro va a estar peor. Yo le meto futuro, le digo que vale la pena». Muchos hombres recuperados a la sociedad, que han pasado por la excepcional obra del sociólogo Alberto Morlachetti, encontraron en su ternura un pasaporte a la vida.