Las baldosas rectangulares y blancas, el pequeño parapeto y los sillones, la inmensidad de la vegetación, esa calma y tranquilidad que proporciona un trozo de naturaleza recortada del contexto, ese aire puro que penetra en los pulmones y permite descansar, sí, descansar después de haber corrido tanto, detener la agitación desmesurada del cerebro, olvidarlo todo y reclinarse en el banco.
Y, porqué no decirlo, teníamos un poco de miedo, pero mezclado con sorpresa, esa sorpresa producida por algo inesperado, uno de esos hechos que escapan a la rutina y desconciertan; no entendíamos por qué gritaron “heil Hitler” cuando pasaron marchando con paso rígido por el camino, vociferaron una, dos, tres veces, cerca de nuestro grupo que conversaba y cantaba sentado en el césped.
Y nos levantamos de un salto, porque esas voces recordaban una noche turbulenta, ancianos y niños marchando arracimados, aterrorizados; viejos rabinos con expresión de horror, fuego, sangre, una horrible pesadilla que habían contado nuestros mayores y que guiñaba sus ojos en las películas. Corrimos tras ellos unos metros y de pronto nos detuvimos y quedamos frente a frente. Mirándonos con odio y con miedo, el más gordo diciendo “qué pasa, che, quieren pelear”, mientras apoyaba la mano socarronamente en la cintura, donde un bulto negro y alargado contribuía a contener nuestros pies y clavarlos en la tierra seca.
Porqué ese grito, aquí y ahora, no es posible, debe ser un sueño, pero no, lo oigo nuevamente, y esas voces, otra vez las voces, y los gritos, igual que allí, esas voces y esos gritos emboscados sin sentido, absurdos y ciegos como entonces. Y aquel pueblito pequeño, casas de madera y calles de barro, ese aire frío del sur de Rusia, y la nieve derritiéndose frente a las ventanas y de pronto las botas, nunca habíamos visto botas y ahora las contábamos por millares, marchando por las calles, miradas con curiosidad al principio por nuestro candor de niños, y esas mismas botas golpean y rugen y destrozan, botas marrones de cuero gastado, botas duras que amasijan estómagos, botas y botas que se acercaban de todos lados y cada una era un grito, y después otro más repitiéndose indefinidamente.
Tenía el rostro ancho y chato, la voz pegajosa repetía “qué pasa, carajo, tienen miedo”, y hablaba claro, sin apurarse. Los otros dos estaban asustados, morochos y pequeños, de ojos huidizos que escrutaban el camino buscando el mejor lugar para empezar a correr. Fue entonces que repiquetearon pasos precipitados y aparecieron más compañeros, corriendo con los brazos en alto; y nuestra fila se ensanchó pero seguíamos así, mirándonos fijamente, mientras se oían las respiraciones agitadas. Y Jorge comenzó a hablar, estaba nervioso, y dijo algo de los seis millones de muertos y del inmenso dolor de tenerlos clavados en la memoria, y el gordo sonreía, sí, sonreía mostrando los dientes torcidos y su cara no reflejaba miedo, maldito sea, sino indiferencia.
Y sin saber porqué me acordé del camino a Embalse que habíamos recorrido esa misma mañana, ancho y gris, el sol cayendo a plomo y bordando filigranas de oro en las rocas que se alzaban a los lados de la ruta; y a la izquierda el enorme dique de compleja estructura y el agua encrespada corriendo con apuro. Había un Renault celeste estacionado a un costado del camino, proyectando una pequeña sombra grisácea, detenido para observar a un chico que agitaba los brazos delante del coche, que todavía tenía el motor en marcha. Era un mocoso pequeño y muy delgado, de brazos finos, no pasaría de los siete años, y tenía como única vestimenta un pantalón marrón, que se agitaba con los saltos del chico mientras gritaba, “si me da dié pesos me tiro, señó”, y señalaba el dique enorme y el agua que corría abajo. Y yo crispé los puños mientras los pasajeros comenzaban a bajar, eran dos parejas jóvenes de recién casados, miraban el paisaje entrecerrando los ojos para protegerse del sol, mientras el negrito seguía saltando, “por dié pesos me tiro, señó”, sus ojillos mirando con ansiedad al que parecía el mayor de los dos hombres. Y entonces éste sacó diez pesos del bolsillo y los puso en la mano del chico; y después comenzó a caminar con los demás sin apuro hacia el pequeño muro que se alzaba al costado del camino y se apoyaron en él, y quedaron observando al negrito que corría ágilmente por el puente, hasta que se agazapó con las manos a los costados del cuerpo, dudó un momento y luego saltó hacia adelante. Y apreté los puños hasta hacer crujir los nudillos mientras el chico caía, y parecía que no llegaba nunca a la masa gris de agua que lo esperaba respirando entrecortadamente y la rabia me llenó los ojos mientras pensaba “hijo de puta” mirando al dueño del coche que estaba con expresión ausente, una mano en la pared.
Y lo mismo estaba pensando ahora. Hijo de puta. Se me paralizó una pierna, mientras el gordo abría su boca y hablaba, “nosotros somos argentinos y podemos gritar lo que queramos y si no les gusta váyanse a Israel”, maldito sea, hijo de puta, y hubo un momento de silencio.
La fila de personas marchando por la calle principal, hilera desordenada y confusa, y las botas alrededor, pegando y gritando, un golpe y un grito, un golpe y un grito, ¡heil Hitler!, las mujeres temblando de frío y desesperación, mi madre casi al final, con ese pañuelo rojo en la cabeza y el pelo desgreñado, y unos metros más atrás mi padre, confundido entre los campesinos llenos de harapos, trastabillando a cada paso, y los gritos, judíos de mierda, nuestros ojos infantiles muy abiertos y sin entender lo que pasaba, exterminación, cámaras de gas, y otra vez las botas y los gritos, recuerdos sepultados durante años en la memoria y que ahora afloraban con rapidez vertiginosa, mezclándose y confundiéndose y nublando mis ojos, que sólo veían rojo.
Y entonces se oyó la voz de Julio, con su inconfundible acento extranjero, esa voz calma y grave, “¿todavía no te dijeron hijo de puta?”, tranquilo y sin agitarse, la misma entonación con que hablaba en aquellas noches inolvidables donde escuchábamos algo de lo que sabía, gotas de un inagotable muestrario humano y judío.
Y ahora estaba allí parado frente al gordo que gruñía ”al que me lo dice lo mato”, mientras el rostro se endurecía y sus ojos adquirían velozmente el odio. Julio esperó unos instantes y después respondió despaciosamente “hijo de puta”, pero sin gritar, lo dijo en un tono natural, casi de cansancio. Y después todo fue muy rápido, el golpe, la puñalada casi coincidiendo con el grito, el remolino y los empujones, me encontré besando el pasto húmedo, y levantándome y cayendo de rodillas, y de pronto quedé solo y el gordo aquel se me acercaba, el cuchillo brillando en su mano, “vení que te ensarto”, y mi salto hacia atrás para esquivar el frío acero que me buscaba el vientre y otra vez el suelo, temblaba de miedo mientras retrocedía, aterrado, y cuando alcé la vista ya el gordo corría hacia la bóveda oscura del bosque, sin camisa y con varias marcas de sangre en la espalda.
No sé muy bien qué ocurrió luego. Sólo recuerdo nuestra expresión de dolor y rabia observando la remera celeste de Julio, ahora teñida casi por completo de rojo, y éste caminando hacia la enfermería que distaba unos cien metros, negándose a permitir que lo ayudáramos, “si no tengo nada, muchachos, puedo ir solo”, pero le costaba decirlo, porque mientras hablaba la sangre se le escapaba por el labio partido.
Creo que estábamos más asustados que él, cuando se sacó la remera por sobre los hombros y vimos la herida de labios rojos y pequeños, en la parte inferior de la espalda, mientras Julio bromeaba con la enfermera, “usted sabe, señorita, todo empezó porque ellos gritaron Heil Hitler y yo tuve que putearlos”; y se acostó en la camilla disimulando esa expresión de dolor que surgió unos segundos más tarde, cuando quedamos solos y nuestros acompañantes se retiraron, fue como si algo se hubiese desgarrado dentro de él.
Ahora estuvieron aquí, otra vez las botas y los gritos, y mi cuerpo ya no siente y mi vista no ve, hay remolinos y gritos y gente que corre, manos húmedas y pegajosas, quisiera tomar algo y apretarlo con desesperación, y morder y gritar también yo, un alarido inmenso que abarcara todo, que lo fuera todo, lanzado con la boca muy abierta, que expulse mis pulmones para liberarlos con explosión aterradora.
Y esa noche fría de Córdoba nadie durmió en el hotel, masticando contra las almohadas nuestra rabia y nuestra impotencia, pero convencidos de haber aprendido algo que afloraba sutilmente desde el interior del dolor, aquella noche en que las estrellas brillaban en forma inusitada, una luminosidad que raramente pudieran poseer en otro momento, resaltando por contraste contra el manto negro del cielo.
Decíme, Julio, ¿eso sucedió así, como lo cuento?
Este texto está editado en Postales Imaginarias 2, Editorial Acervo Cultural.