Israel:

La guerra y el consenso sagrado

Contrastando con lo que ocurre con la opinión pública mundial, incluso en los Estados Unidos, en Israel existe un consenso monolítico a favor de la guerra contra Irak. ¿Por qué no se escuchan voces de disenso al nacionalismo oficial en la única democracia del Medio Oriente?

Por Sergio Rotbart (Desde Israel)

Solo un iconoclasta tan genial como Bertolt Brecht pudo haber escrito, refiriéndose a circunstancias terriblemente concretas, afectado personalmente por los fenómenos que describía, juicios tan universalmente vigentes, que trascendían su penuria personal, radicalmente provocada por la dinámica de los acontecimientos. En 1940, refugiado en Finlandia, una de las tantas estaciones temporarias en su alejamiento-exilio primero de su Alemania natal, y sucesivamente de las zonas de Europa dominadas por el nazismo, escribió: ”Los hombres creen que las guerras modernas tienen causas nobles, siquiera solamente debido a que las causas verdaderas, aquellas en las que es posible pensar, son demasiado bestiales”.
La sacralización de los intereses que impulsan a la administración norteamericana a abandonar la vía diplomática y pasar a la vía bélica para proseguir su política de potencia mundial en esta nueva “Crisis del Golfo” es, lógicamente, una tarea primordial de sus agencias propagandísticas. En los países aliados que apoyan la nueva guerra contra el régimen de Saddam Hussein (entre ellos, claro está, Israel), la legitimación de la guerra le corresponde a los voceros gubernamentales y a los aparatos estatales de difusión y comunicación.

El contexto

En la opinión pública de esos países, al mismo tiempo, existen grupos y sectores significativos que cuestionan esa justificación ideológica del ataque militar contra Irak y hacen oír sus voces disidentes y sus versiones alternativas del conflicto del Golfo. En los medios de comunicación, por ejemplo, puede percibirse la polémica y la diversidad de opiniones acerca del asunto. Así ocurre, incluso, en los medios y en la opinión pública norteamericanas donde, paralelamente a la discusión, hubo manifestaciones en contra de la abnegación militarista del presidente Gerorge W. Bush. En Israel, sin embargo, y a pesar de estar considerada la única democracia del Medio Oriente, eso no pasa. El consenso es monolíticamente unipolar, es decir, a favor de la guerra, sin objeciones.
Es lógico que esa sea la posición oficial, en el contexto de un recientemente elegido gobierno ultranacionalista que, en nombre de la lucha contra el terrorismo, practica la destrucción y la muerte al por mayor de objetivos y civiles palestinos en Gaza y Cisjordania. Lo llamativo y -sobre todo- preocupante es que esa sea también la única posición en esferas que, más que reflejar la visión gubernamental, deberían recoger y promover la diversidad de opiniones de los distintos sectores de la sociedad civil. Si los medios masivos de comunicación no cumplen con esa misión, la opinión pública deja de ser tal y se convierte en opinión oficial, es decir en mero vocero del poder estatal.
Alguien, ingenuamente, podría preguntar: ¿Acaso los sectores opositores al actual gobierno, incluidos el movimiento por la paz y la izquierda israelíes, apoyan la actual cruzada norteamericana en el Golfo Pérsico? Al fin y al cabo, así fue en 1991, en la anterior edición del mismo conflicto. Hay, sin embargo, diferencias sustanciales entre ambas situaciones: en 1991 Irak invadió Kuwait, rechazó todos los intentos diplomáticos para negociar una retirada y, tras el primer bombardeo norteamericano, eligió a Israel como blanco de su reacción militar. El factor constante es que entonces, como ahora, el régimen iraquí sigue siendo una tiranía que cuenta con armas de destrucción masiva, incluidas las no convencionales. Todas esas apreciaciones son ciertas y constituyen, por sí solas, un buen motivo para derrocar a Saddam Hussein, incluso por la vía de las armas. El error de gran parte de la izquierda en Israel consiste precisamente en eso, es decir, en tomar a esos factores aislados totalmente de los otros intereses y contextos que están en juego. Saddam Hussein no es un actor aislado en la política internacional, y el peligro que hoy supuestamente encarna está indisolublemente ligado a la política occidental y a la geoplítica de los Estados Unidos en el Medio Oriente. Esa descontextualización geográfica del actual conflicto es posible porque surge como producto de una descontextualización histórica que le precedió. La obnubilación de esos escenarios geopolíticos y de la continuidad histórica más amplios no es casual ni trivial, dado que esconde los intereses de los factores de poder que están en juego. En cambio, resulta llamativa cuando es compartida por sectores que se autodefinen de izquierda.

Descontextualizar para legitimar

Nuevamente la tentación de recurrir a Brecht resulta oportuna para representar ese mecanismo de descontextualización del actual conflicto del Golfo. En los mismos apuntes en los que escribió la frase con la que iniciamos esta nota, publicados veinte años después en forma de libro titulado “Diálogos de refugiados”1, el escritor entonces refugiado a causa del nazismo anotó: “… De la clase media destruida, los campesinos y los obreros crearon entonces el movimiento popular nacional-socialista, con el que podían empezar, tranquilamente, una segunda guerra mundial. Todo se dio sin que el orden interno fuera alterado. El orden fue garantizado por un nuevo ejército de soldados asalariados, que ya desde un primer momento los aliados permitieron activar contra los enemigos caseros”. Analizado retrospectivamente, cuando sus consecuencias más nefastas son conocidas (pero, casi hasta el último momento de sus vidas, inimaginables para las propias víctimas), esa dinámica acumulativa del fortalecimiento del nazismo es ignorada, sobre todo en lo que se refiere a la etapa previa al estallido de la Segunda Guerra Mundial, cuando los aliados callaban y dejaban actuar a la dictadura nacional-socialista, cuando sus víctimas eran los “enemigos internos”, es decir, los judíos y los comunistas. Cuando lo que estuvo en peligro fue el dominio de gran parte de Europa, sólo entonces la “bestia nazi” pasó a ser un enemigo contra el que valía la pena combatir.
Sin que la analogía signifique una equiparación entre ambos regímenes (a la derecha nacionalista le gusta hacer del análisis histórico ecuaciones de comparabilidad con el régimen hitleriano cuando quien está en el otro lado del signo igual es un actual enemigo de Israel, pero condena enérgicamente a los que, usando el mismo mecanismo de distorsión y simplificación, colocan al estado judío en ese lugar), el ejemplo del nazismo puede ser útil para entender la actitud de los Estados Unidos y sus aliados ante Irak.
Saddam Hussein erigió una tiranía en ese país desde el mismo momento en que asumió al poder. ¿Casualmente?, las primeras víctimas del movimiento Baath, erigido en el partido estatal y el único legítimo en Irak, fueron los comunistas que apoyaron su retórica nacionalista y antiimperialista y los grupos marxistas del propio partido. Mientras esos “enemigos caseros” eran liquidados, los Estados Unidos no estaban muy interesados en liberar al pueblo iraquí del nuevo tirano. Es más, ese mismo tirano fue apoyado y pertrechado militarmante por las potencias occidentales durante la extensa guerra que libró contra los ayathollahs iraníes. En esa misma época, durante la década del ´80 del siglo pasado, cuando la guerra fría revivía de la mano de Ronald Reagan y sus misiles de largo alcance -desplegados en varias zonas del mundo- los rebeldes islámicos fundamentalistas que luchaban en Afganistán contra la conquista soviética contaban con el apoyo de los Estados Unidos. Allí, en ese caldo bien cultivado y alimentado por la política exterior norteamericana, dio sus primeros pasos Osama Bin Laden y sus compañeros de lo que luego sería el movimiento Al-Qaeda.
En la actual era de la posguerra fría, desaparecido el omnipresente peligro comunista en el mundo, la principal potencia imperial cuenta con nuevos enemigos que amenazarían su posición hegemónica, muchos de los cuales fueron sus antiguos aliados.
El actual conflicto del Golfo Pérsico, y su reciente desencadenamiento por la vía bélica, está mucho más vinculado a los intereses y a la geopolítica de esa potencia imperial que al peligro real y concreto que Saddam Hussein representa para el mundo democrático-occidental. La preservación y expansión de la posición hegemónica-imperial de los Estados Unidos poco tiene que ver con la naturaleza del régimen iraquí (otras dictaduras, tan crueles y represivas como la de Saddam, son y fueron sus buenos aliados, como Arabia Saudita) y con su armamentismo con potencial de destrucción masiva (el caso de Corea del Norte y su nuevo arsenal nuclear no despertó el mismo interés altruista por salvar al mundo de esta potencial amenaza para la estabilidad internacional). En el pasado, la dinámica de inercia ideológica que movía a las dos grandes potencias llegó a desarticularse, en una etapa tardía de la guerra fría, de sus intereses materiales y de la amenaza real contra ellos que su respectivo enemigo representaba. De manera similar, la actual política imperial no responde exclusivamente a intereses materiales (las fuentes petrolíferas son uno de los motores de esa política pero no el único, ni siquiera el principal), sino que se enmarca en una dinámica de reforzamiento de su hegemonía y su legitimidad. Tal como lo vio Antonio Gramsci a principios del siglo pasado, cuando el consenso no basta para legitimar los intereses del bloque hegemónico (dado que ellos quedan muy desnudos -o bestiales, para citar nuevamente a Brecht- cuando este bloque constituye la única alternativa hegemónica), este último debe hacer uso directo de su otro componente esencial: la fuerza.

Viejos aliados, nuevos enemigos

Goerge W. Bush actúa, en este sentido, en forma similar a Ronald Reagan. La inercia ideológica y política de rearmarse para desbaratar la amenaza encarnada por el enemigo los ha llevado a montar un aparato bélico de dimensiones absolutamente desproporcianadas al daño concreto que ese enemigo puede infligirles. Esa dinámica se ha desvinculado incluso de los intereses materiales de la gran potencia mundial, cuya defensa dio origen a la lógica del conflicto. El historiador británico Edward P. Thompson llamó a esa lógica “exterminismo”. La carrera armamentista y el rearme nuclear alcanzaron dimensiones impresionantes bajo la presidencia de Reagan, cuando los misiles Cruise y Pershing fueron instalados en las bases europeas de la OTAN. Actualmente Bush le impone su delirio imperial y su prepotencia bélica a la agenda internacional, en un mundo que, tras el colapso del enemigo único y todopoderoso, ya no es bipolar. Entonces los insignificantes aliados de ayer se transforman en el enemigo más peligroso de hoy.
La descontextualización del conflicto tampoco ocupa casualmente un lugar preponderante en el debate público que tiene lugar en Israel. Aquí a pocos les conviene recordar que el fundamentalismo islámico entre los palestinos de los territorios ocupados no siempre fue un enemigo acérrimo de Israel, como lo es su actual expresión más criminal y radical: el terrorismo suicida. Cuando ese mismo movimiento comenzó a propagarse en Cisjordania y Gaza, también en la década del ´80 del siglo XX, su carácter fundamentalista se basaba en el integrismo religioso pero era prácticamente apolítico desde el punto de vista de su agenda nacional.
Entonces fue apoyado por Israel como opción alternativa a la militancia nacionalista de la OLP. La religión, incluso en su variante fundamentalista, era preferible al laicismo racional de la lucha política y armada contra Israel. El radicalismo religioso se politiza como resultado de la Primera Intifada, y el movimiento conocido con el nombre de Hamas surge en ese proceso de transfiguración que es, en gran medida, una reacción a la ocupación israelí. El dominio de Israel ya no es visto como una mera carencia de autonomía y soberanía políticas (irrelevantes para la religión) sino también como el dominio extranjero de los lugares santos del Islam en Palestina (Jerusalem, Hebrón). Al fanatismo religioso, en un principio inerte y hasta posible aliado a ojos de las autoridades israelíes, se le sumó el radicalismo nacionalista2. El terrorismo palestino, con toda su abominable crueldad, no deja de ser una reacción a un proceso en el que el régimen israelí de ocupación es un factor determinante.

La disidencia

Una de las escasísimas voces críticas a la actual guerra contra Irak que se escucharon en la televisión israelí fue la del periodista Gidon Levy. En uno de los programas de talk-show político más populares del canal estatal, Levy fue el único integrante del panel que dijo que la guerra era “injusta, ilegal e innecesaria”. A diferencia de su trato tolerante y apacible ante los demás panelistas, el moderador del programa no dejó de bombardear a Levy con preguntas cortantes e incisivas. Entre las preguntas que interrumpían cada una de sus frases y los ataques verbales de los demás panelistas, Levy logró decir algo de su ideario subversivo: “La tiranía de Saddam Hussein -afirmó- no es la única existente en el mundo, ni en el Medio Oriente. No menos cruel es la tiranía que Israel ejerce contra los palestinos de Cisjordania y Gaza, que cobra varias víctimas inocentes por día, destruye sus casas y les impone la inmovilidad y el aislamiento permanentes”.
En un país cuya agenda pública aún está dominada por un conflicto nacional-territorial, que atraviesa una etapa de violencia y barbarie que parecía haber sido superada, es comprensible que la opinión de Gidon Levy sea minoritaria. Por otro lado, esa opinión sería legítima y válida en cualquier sociedad democrática. Si ella no tiene cabida en la opinión pública (que está pautada y modelada principalmente por los medios masivos de comunicación), y el oficialismo es la voz monolítica en esa esfera supuestamente abierta y plural, entonces se trata de una mera democracia formal cuyos aparatos ideológicos funcionan de acuerdo a una lógica totalitaria. La izquierda y el movimiento por la paz en Israel deberían ser esas voces que desarticulen la uniformidad oficialista, poniendo al descubierto el carácter mítico y ahistórico de su retórica nacionalista. Al dejar solo a Gidon Levy nadando contra la corriente del consenso, esas fuerzas le hacen un flaco favor a su propia causa. •