Los (verdaderos) errores de la izquierda israelí

Un análisis de los posibles escenarios. Las opciones de Ariel Sharón de formar coalición. El futuro gabinete frente a la guerra con Irak. La gran caída del bloque de la izquierda y sus porqués.

Por Marcelo Kisilevski (Desde Israel)

El jueves 30 de enero, dos días después de las elecciones, y al culminar el conteo de los sufragios para la Kneset (parlamento) número 16, se habían registrado cambios de último momento. El Likud obtuvo un triunfo relativamente impresionante, con 38 bancas en la Kneset (en lugar de los 30 a 32 que le pronosticaban los últimos sondeos de intención de voto), bancada que asciende a 40 con la incorporación de Israel Baaliá (olim -inmigrantes- de Rusia). Lo sigue un derrotado Avodá, que logró exactamente la mitad, 19. Le siguen Shinui, el segundo gran triunfador de estos comicios (tenía 6 en el período anterior), con 15 escaños; Shas (ultraortodoxos sefardíes), 11; Ijud Leumí (derecha nacionalista), 7; Meretz (frente de izquierda laica) 6; Mafdal (ortodoxos sionistas) 6; Iahadut Hatorá (ultraortodoxos ashkenazíes) 5; Jadash (judeo-árabes, comunistas) 3, igual que Am Ejad (sindicalistas) y Balad (árabes); Raam (árabes) obtuvo 2 diputados. Dos partidos que prometían entrar en la Kneset, Alé Iarok (Hoja Verde, por la legalización de la tenencia de drogas livianas) y Jerut (Liberación, ultranacionalistas religiosos), no lograron pasar el umbral necesario de votos.

Las opciones de Sharón

El holgado triunfo no le augura al Likud y a su líder Ariel Sharón una holgada permanencia. El reelecto primer ministro intentará por diferentes medios acorralar al Laborismo para que se integre a un gobierno de unidad nacional a su mando. Esta coalición estaría formada por el Likud-38; Avodá-19; Shinui-15, más todos los que quieran sumarse desde el centro, fuera de Shas: Mafdal, Iahadut Hatorá, Am Ejad, Israel Baaliá. En total, 88 diputados.
La alternativa sería una coalición estrecha, religiosa y de extrema derecha, más fácil de formar que la anterior, como que sus socios le son más naturales: Likud-38; Shas-11; Ijud Leumí-7; Mafdal-6; Iahadut Hatorá-5; Am Ejad-3; Israel Baaliá-2. En total, 72 miembros de la Kneset.
Sharón sabe, no obstante, que una coalición de este perfil espantaría el apoyo internacional a la política vista como de autodefensa por parte de los Estados Unidos. Sharón no podría adscribir al «Mapa de Rutas» trazado por el presidente Bush, sin lo cual los europeos también acabarán de crucificarlo. Los créditos internacionales y las inversiones extranjeras se harán más difíciles de conseguir. Por último, la política de confrontación total en el conflicto con los palestinos -realimentada por la política exactamente igual por parte de Arafat y la Autoridad Palestina, resultando que los líderes palestinos e israelíes han entrado en una especie de relación simbiótica- llevará a una profundización de la crisis económica, arrastrando a la miseria a miles de israelíes más, muchos de los cuales dieron su voto al reelecto premier. Es de pensar, por lo tanto, que este escenario, el de una coalición de derecha y religiosa, es la mejor y más fácil receta para una coalición sólida en el corto plazo, y también para su estrepitosa caída en el mediano, conllevando el fin de la carrera política de su jefe.
Es por eso que Sharón ha comenzado a seducir a Amram Mitzna, líder laborista, aun antes de que el presidente del Estado, Moshé Katzav, le encomendara formalmente la formación del gobierno. Entre otras medidas, planea un viaje a Estados Unidos para reunirse con Bush y reafirmar su acuerdo sobre el «Mapa de Rutas» con vistas a la reanudación de las negociaciones con los palestinos sobre la base de un estado palestino temporario. Ello, supone, dejará al Laborismo «en off-side» al ponerlo en evidencia como partido terco y carente de responsabilidad nacional.
En otra táctica, Sharón hará pública su acusación a Avodá por eventuales elecciones anticipadas en el lapso de menos de un año si no se incorpora a la coalición. Para ello, provocará a los votantes laboristas a que se rebelen contra su líder, Amram Mitzna, cuando adviertan cuál es la alternativa (una coalición religiosa y nacionalista de derecha).
Lo mismo intentará hacer Sharón con el partido Shinui, que, por ahora, se niega a entrar en una coalición donde participe Shas. Su líder Iosef (Tomy) Lapid, dijo, no obstante, que no niega la posibilidad de integrarse con los otros jaredim, Iahadut Hatorá. Tampoco se negaría a compartir la mesa con Shas si se declarara un gobierno de emergencia por la guerra con Irak.

Contra el mapa de Bus

En tanto, con el fin de proponer (y presionar) a Ariel Sharón a formar una coalición religiosa y de derecha, el Partido Religioso Nacional (Mafdal, kipot tejidas) e Ijud Leumí (nacionalistas) iniciaron contactos para elaborar la propuesta de líneas de acción de un futuro gobierno a ser formado eventualmente por ellos y el Likud. Entre sus exigencias a presentarle a Sharón: anular sus intenciones de crear un estado palestino en el marco del «Mapa de Rutas» propuesto por George Bush. Si se ponen de acuerdo en ello los dos partidos, firmarán un acuerdo según el cual ninguno se incorporará a un gobierno de Sharón que incluya entre sus líneas de acción el apoyo a ese programa de paz.
Los partidos ultraortodoxos (Shas, sefardíes; Iahadut Hatorá, ashkenazíes), en tanto, se negaron a entrar en ese frente de derecha. Iahadut Hatorá, incluso, no negó tampoco la posibilidad de compartir la mesa de Sharón con Shinui. El líder espiritual de Shas, el rabino Ovadia Iosef, volvió a repetir después de años que la entrega de territorios es posible a cambio de una paz verdadera. Por las dudas, agregó que se oponía a la evacuación de asentamientos judíos en los territorios, cubriendo así todos los flancos. Es que los partidos religiosos basan su razón de existir casi exclusivamente en el formar parte de la coalición, ocupando puestos clave por donde pasan los fondos presupuestarios, y ahora buscan fórmulas para justificar ésta o aquella concesión. También Shinui mismo parece comenzar a internalizar esas reglas del juego: rechazando hoy por hoy sólo a Shas, y aceptando la posibilidad de compartir la mesa con los demás religiosos (Iahadut Hatorá y Mafdal, que son tan firmes en su rechazo a la separación de religión y estado como Shas), Shinui se arrastra lentamente hacia la mesa del gabinete. El último paso en esa dirección lo dio su líder Tomy Lapid cuando dijo que entrará en un gobierno de emergencia, el día que caiga el primer misil iraquí, y se retirará el día que caiga el último. Eli Ishai, líder de Shas, ya lo toma en sorna: ojalá que el día del primer misil sea también el último, para que Shinui no entre.
Como quiera que sea, Sharón intentará alargar todo lo que pueda la formación del gabinete, si puede, hasta el comienzo de la guerra con Irak, cuando muchos partidos, incluso tal vez Avodá, aceptarán integrar un gobierno de emergencia.
El problema es que son precisamente seis semanas el nuevo lapso que por la misma semana, el presidente norteamericano George Bush dio a los inspectores de la ONU para terminar su trabajo en Irak, aún después del contundente informe presentado por Collin Powell en el Consejo de Seguridad de la ONU sobre los engaños iraquíes. Por eso, Sharón ha comenzado, ya, a gotear hacia la clase política y por su intermedio a la opinión pública, que la necesidad de un «gobierno de emergencia» ya es ahora.
Es un truco barato, y es más que improbable que Lapid caiga en él. Incluso el líder laborista Amram Mitzna, de apariencia más ingenua, está lo suficientemente despierto. En la última semana antes de las elecciones ya estaban unidas las filas laboristas detrás de su negativa a formar gobierno de unidad nacional.

Las razones de la derrota

Desde un punto de vista táctico, la derrota del Laborismo en las elecciones se debió a su excesiva permanencia en el gobierno anterior, en el que el ministro de Relaciones Exteriores Shimón Peres se dedicaba a defender a Sharón, y el ministro de Defensa y ex líder laborista Biniamín Ben Eliezer hablaba de «ventanas políticas» al diálogo, pero en los hechos ejecutaba la política dictada por el premier.
Pero desde lo estratégico, la victoria del bloque de la derecha (64 diputados si sumamos al Likud-Israel Baaliá, Shas, Ijud Leumí y Mafdal; 69 si a ellos les sumamos a Iahadut Hatorá; 72 si se les suma Am Ejad), se debió también a la caída, a ojos de la opinión pública, de la concepción de Oslo. En la base, los vistos como culpables de este fracaso y de la Intifada que lo acompañó son Arafat por un lado, y las “palomas” israelíes por el otro. El hecho de no haber encontrado el camino de regreso hacia las negociaciones políticas con los palestinos y el derrumbe -al menos momentáneo- de la economía, no es atribuido a una pésima administración de la crisis por parte de Sharón, sino a los palestinos por un lado, y a los arquitectos de Oslo y a los políticos del Laborismo por el otro, que no exigieron a los palestinos cumplir con su parte en los acuerdos.
El error, a decir verdad, no está en Oslo. Después de todo, no fueron los palestinos los únicos que violaron los acuerdos. El error de la izquierda, en cambio, fue defender o cuanto menos perdonar cualquier cosa que los palestinos hicieran, empezando por el no desarme de las milicias paralelas, las organizaciones terroristas, expresamente estipulado tanto en Oslo I como en el II. Arafat las mantuvo, cínicamente, manipulándolas y maniobrando con un doble discurso ante el mundo y ante su público.
El error de la izquierda fue no denunciar a la Intifada de Al Aqsa como la más terrible canalización de la frustración palestina hacia fuera por parte de una dirigencia palestina corrupta y fascista que, en lugar de construir «el estado en camino» palestino, llevó a ese pueblo a la desesperación y el fundamentalismo.
El error de la izquierda fue juzgar a Israel con la vara de los derechos humanos, y a los palestinos con la del relativismo cultural. Se le perdonó a esa dirigencia el terrorismo y la corrupción de la Autoridad Palestina, verdadera base de la miseria de todo un pueblo, porque «son árabes, está en su cultura». Arafat, se explicaba, no es más corrupto que todo el resto de los líderes árabes, «hay que verlo en el contexto: allí es algo aceptable que el líder se enriquezca». Pero a Israel, en cambio, le es vedado el defenderse de los atentados terroristas: nosotros somos los que tenemos la fuerza, y por lo tanto, tenemos la clave de la solución, que debe ser pacífica: sencillamente salir de los territorios.

Histórica admisión de Sarid

Este es un error que la izquierda no remarca lo suficiente, y se hace patente cuando se analiza el fracaso del frente de izquierda Meretz en estas elecciones. De 13 diputados con los que contó al nacer en 1992 bajó a 12 en 1996, a 10 en 1999 y a 6 ahora en el 2003. El fracaso no debe ser atribuido en su totalidad a su líder, el renunciante Iosi Sarid, aunque éste supo admitir, con una honestidad que hay que reconocer y admirar, que dos de sus errores fueron no atacar en la campaña a Tomy Lapid, por un lado, y el no despegarse de Arafat por el otro.
En un primer debate en Meretz para analizar las razones de la derrota, en efecto, Sarid explicó que no quiso despegarse de Arafat para no contradecir el principio del partido según el cual hay que negociar con quien sea elegido del otro lado y para no jugar el juego de Sharón. «Retrospectivamente, admito que se trató de un error», dijo.
Es cierto: uno no puede elegir a los líderes de la otra parte. Pero uno puede elegir no hablar con los que resultaron electos, si éstos se demuestran no creíbles. En las últimas elecciones, con el sonido de fondo de las bombas y atentados cada vez más encarnizados, decirle al electorado que hay que tender la mano de la paz y hablar con el que sea, suena absurdo e incluso infantil desde un punto de vista netamente publicitario, y poco sabio desde un punto de vista político.
Es también un signo de omnipotencia el pensar que siempre tenemos la clave de la solución. Es la misma omnipotencia de la derecha pero con signo contrario. La derecha dice: «tenemos toda la fuerza del mundo, así que aplastaremos a esos mosquitos hasta que acepten que no nos pueden vencer». La izquierda dice: «tenemos toda la fuerza del mundo, así que está en nosotros dejar de aplastar a esos mosquitos, que pican porque está en sus genes».
La concepción de la derecha habla por sí sola. La de la izquierda es errada también, omnipotente y paternalista, porque supone la no existencia de un actor moral en la otra parte. Se basa en cierta concepción, alimentada por los medios de comunicación y la intelectualidad occidentales, según la cual la parte débil no sólo es débil sino también inimputable. Supone que, en su lucha por la liberación, los pueblos jamás cometen errores, que todo les está permitido y que sus más aberrantes crímenes son parte de una legítima lucha.
No se puede hablar hoy por hoy del conflicto israelí-palestino como si no hubieran existido Oslo y Camp David. Se trata de un conflicto extraño, en el que también la parte ocupante quiere terminar con la ocupación, pero queda entrampado, cual rehén, en la red de manías megalománicas y mitológicas del líder palestino, que prefiere sacrificar el bienestar de su pueblo y el ya ofrecido fin de la ocupación en el altar de una justicia total, etérea y negadora del otro. Si Meretz sigue describiendo el conflicto como una relación entre una parte débil que es toda pureza y justicia, y una parte fuerte que es todo crimen, no sólo adhiere a la descripción (por inversión) del Likud acerca del conflicto, sino que da la espalda a un electorado que ha votado de un modo más complejo.

Meretz y lo que no fue

Durante los dos años que lleva la Intifada, así, Sharón gobernó sin oposición. El Laborismo le hizo de hoja de parra, y Sarid, a la cabeza de la oposición formal, quedó en silencio. Meretz no denunció a Arafat y a Sharón como dos mellizos enceguecidos por el deseo de una victoria total: Sharón en lo militar, Arafat en el martirologio televisado y en la manipulación criminal de su propio pueblo por él mismo pauperizado durante los años de Oslo.
Meretz tampoco denunció el modelo económico israelí, la brecha económica que se agranda, la creación de una nueva clase de explotados extranjeros, el surgimiento del hambre. En cambio, una vez más, Meretz adhirió a la concepción del Likud, para el cual las razones de la crisis económica están en la Intifada. Para el Likud, en efecto, la economía se recuperará cuando Arafat cese el terrorismo. Para Meretz, cuando Sharón termine la represión, vuelva a la mesa de negociaciones y acabe con la ocupación. Es lo mismo. Para ambos, sólo entonces vendrá la renovada confianza de los inversores extranjeros, se recuperará el turismo y aumentará el consumo. Mientras tanto, no hay nada que hacer, nada a lo que oponerse, nada que denunciar. Ni siquiera hay un modelo económico que no depende de crisis militares y que hay que cambiar.
Los amigos y allegados de Sarid explican que Arafat lo quebró, que quedó paralizado y deprimido por una Intifada que entendía inútil. Como líder, debió hallar el camino para articular esta ruptura en el discurso, y volver a diseñar una oposición cuerda ante la locura de ambos liderazgos (el palestino y el israelí) en el poder. Su admisión llega tarde y su renuncia es pertinente. El interrogante que queda es si Meretz como partido y la izquierda israelí como bloque, sabrán virar el rumbo, ser una izquierda lúcida que denuncia la injusticia sin comprar espejitos de colores, y volver a ser opción para la gente que busca una vida y un país más justos. •