Y ese texto es digno de atención por más de un hecho. En primer lugar, corresponde a una pluma extranjera y esa pluma es la de una mujer. Delicada y sagaz, atenta y fidedigna, una mujer de vanguardia, que viaja sola por el mundo, es ávida de experiencias y no teme a ninguna palabra, una mujer de izquierda en su tiempo, artista, filántropa, creyente (en las filas de la teosofía y el cristianismo).
Su nombre, ignorado aquí incluso por los intelectuales, es Katherine Sophie Dreier (1877-1952). Ella llega detrás del rastro de su amigo Marcel Duchamp y es testigo presencial de los acontecimientos históricos de aquel verano de 1919.
En su cuaderno de bitácora anota lo que observa y sobre lo cual se informa, con capacidad autocrítica, con visión de conjunto, con trazos que le permiten pensar en la potencia de las movilizaciones, no escatimando análisis ni analogías con la Revolución Francesa o la Revolución Rusa más próxima. Al regresar a su tierra natal, publica en Nueva York, en 1920, un libro que narra aquel viaje. El mismo nunca fue reeditado y recientemente, tras un siglo de silencio, alcanzó una edición en castellano(1).
De ese volumen increíble, todo un capítulo está dedicado a “La huelga general, Buenos Aires, enero de 1919”. Y en el siguiente retoma la perspectiva para adentrarse de lleno en el tópico de “Asambleas sindicales y huelgas”.
Dreier va contando con detalle las jornadas sucesivas, cita los diarios locales y también los periódicos extranjeros, y no titubea al decir que fueron las pésimas condiciones con las que contaban los trabajadores lo que impulsó la huelga, que ella compara con un “rayo” o una “bomba” y que juzga muy bien organizada.
Los talleres de la fundición de Alfredo Vasena, el general Luis Dellepiane, los anarquistas, la FORA, todo pasa por su lente; aquí sólo nos detendremos en algunos puntos bien personales, donde la singularidad amplía nuestros registros de esa historia ya narrada. Para ella, los sucesos son “emocionantes” y, si bien se posiciona del lado esperable, también es preciso decir que se nota su distancia respecto de los obreros.
“Durante todo el día del viernes 10, los únicos ruidos que se escucharon en la calle eran el retumbar de los grandes motores de las camionetas que iban y venían transportando su cargamento de soldados armados para salvaguardar el puerto y la fábrica Vasena. Desde la ventana de mi balcón pude observar muchos pequeños incidentes que me permitieron comprender los alcances de la huelga […] A las diez en punto las ametralladoras comenzaron a disparar y el intenso ruido continuó por media hora.”
El 11 de enero, junto a las oficinas del diario La Nación, donde agentes armados impedían el acceso, “al llegar casi al cruce un hombre intentó pasar entre los aegntes de policía y entonces comprendí cómo habían muerto muchos inocentes el día anterior, ya que si la policía se hubiese visto forzada a disparar, la bala me podría haber dado a mí tanto como a quien iba destinada”.
Ella es consciente de la importancia de sus propias anotaciones en el “diario personal”, donde apunta que la ciudad se había vuelto desierta y que “el odio de clases se podía observar en pequeños incidentes”.
No existe otro testimonio como el de Katherine Dreier. Pinie Wald, al cual también se tardó en descubrir y verter al castellano, fue protagonista de los incidentes. Ella es testigo y, como tal, repara en él y en la trama novelesca que lo rodea, la de un partido maximalista en el Río de la Plata. “De acuerdo a esta historia, un joven de aproximadamente treinta años llamado Pedro Wald, fue electo presidente maximalista y Jean Selestuck, jefe de policía. Dicen los rumores que Wald murió en prisión y que alrededor de 2000 maximalistas han sido capturados y embarcados en una nave que convenientemente naufragará en el Cabo de Buena Esperanza”.
Poco después nos aclarará que “Wald no era bolchevique sino un judío inocente sin tendencias radicales que escribía en el periódico judío Die Presse”, superposición que se explica porque “los ánimos se caldearon bastante y se confundió a rusos con judíos. Los judíos eran atacados porque se los tomaba por rusos y los rusos eran considerados bolcheviques. Muchas compañías ya habían cesanteado a todos sus empleados rusos y judíos”.
Este cuadro de época es una denuncia y la amistad incipiente de Dreier con Alicia Moreau de Justo le permite comprender aún más profundamente la injusticia, en carne viva, ya que Moreau “iba a los hogares judíos a curar heridos” y “la descripción que hacía la doctora de la devastación en estos hogares era muy gráfica, los libros habían sido rotos o quemados, los muebles hechos pedazos y muchos inocentes fueron heridos a consecuencia de la confusión suscitada por la noticia que apareció en el periódico”. La autora concluye con la siguiente afirmación: “Este fue el primer ataque contra los judíos de la historia argentina”.
Tales episodios, más allá de lo triste de la pintura, le insuflan una esperanza. Pues al mismo tiempo que Dreier advierte los atropellos a judíos y no judíos en aquel contexto único, toma una conciencia cabal de los alcances de las movilizaciones, en las que ya creía en términos teóricos —como demuestran el resto del libro y su vida— pero la posibilidad que nuestro país le ofrece y más específicamente la ciudad de Buenos Aires, le hace sentir la palpitación insoslayable de la fuerza de la mancomunión popular y de los caminos que pueden abrirse a través de la expresión y la rebeldía en vistas a alcanzar horizontes más justos.
Si al comienzo del capítulo había confesado que, antes de su viaje, mucha gente le había advertido acerca de la peligrosidad de Sudamérica, recordándole “sus constantes revoluciones”, cosa que ella había considerado anacrónica, la experiencia directa le permite comprender que “estaba equivocada, ya que el espíritu de la revolución todavía acecha en esta gran tierra de disturbios” y se alegra abiertamente de encontrarse acá “en una época en la que una nueva ola de la búsqueda de lo inalcanzable se extendía por toda la ciudad”.
Dreier ve aquí cómo “el paro demostró la inutilidad del oro cuando el otro se rehúsa a reconocerlo como valor de cambio” y, en síntesis, ya mirando desde la ventana de su balcón en el hotel Palace, ya caminando por la ciudad, “la gran huelga fue una experiencia maravillosa, que no tendría valor alguno si no derribara las barreras que entorpecen nuestra visión” y fue también el corolario necesario de los acontecimientos europeos.
Para Dreier la revolución económica es imperiosa, el derecho a satisfacer las necesidades básicas y espirituales de las mayorías no puede ser evitado y nuestro país, con su intrepidez, le da la pauta de que ese reclamo debe seguir sosteniéndose, cueste lo que cueste y tarde lo que tarde.
¿Qué diría hoy nuestra viajera admirada?
1) Katherine S. Dreier, Cinco meses en Argentina desde el punto de vista de una mujer (1918 a 1919), Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2016. Edición de M. G. Mizraje y traducción de C. M. Tompkins.