“Moscú”, en El Tinglado

Utopía personal y utopía social

En Moscú, la pieza teatral en la que Mario Diament extrajo el núcleo central de Tres hermanas, una de las últimas obras de Chejov, el texto avanza durante algo más de una hora hasta confluir en una metáfora donde convergen las utopías personales con las sociales; y conforma de esta manera un perfecto microcosmos donde, como una escenografía al fondo, es posible vislumbrar el mundo entero.

Por Ricardo Feierstein

Anton Chejov fue un maravilloso escritor ruso, de vida breve y obra inolvidable. Nació en 1860 y falleció de tuberculosis pulmonar en 1904 (curiosamente, los mismos años que transitó su existencia Theodor Herzl, el fundador del sionismo político). Médico de profesión, pudo asomarse a los entresijos más singulares del alma humana a través de textos minimalistas -adelantados a su época- que prescindían de las grandes descripciones comunes en ese entonces y no pretendía mejorar nada, ni mucho menos reprochar a nadie. Se limitaba a escribir, a narrar los hechos con un fino humorismo, aceptándolos con un encogimiento de hombros y sin juzgarlos. Pero sus personajes creían firmemente en que algún día la vida sería mejor y más bella y, como su creador, conocían la esperanza. Hacia 1901 publicó una de sus últimas obras, “Tres hermanas”, que representaba el consuelo que en aquellos momentos necesitaba la Rusia oprimida por el zarismo. El original -con catorce personajes y 81 páginas de texto- tiene lugar en un pequeño pueblo de Rusia y representa una variedad de temáticas que posibilitan diversas y atractivas lecturas.
Mario Diament -continuando una prolífica producción teatral de enorme y pareja calidad en los últimos años (“Tierra del Fuego”, “Franz y Albert”, “Pequeñas infidelidades”)- ha resuelto extraer de esa obra maestra chejoviana uno de sus núcleos centrales y dejar a los personajes restantes aparecer sólo a través de los diálogos del trío protagonista, llevando a un primer plano a las hermanas del título: Olga, Masha e Irina, hijas de un general del zar fallecido once años atrás y confinadas a una casa rural, al perder la cercanía con la elite gobernante.
Reescribiendo o completando diálogos originales, el texto avanza durante algo más de una hora hasta confluir en una luminosa metáfora: el punto donde convergen, como en un aleph histórico y humano a la vez, las utopías personales con las sociales.
Un perfecto microcosmos donde, como una escenografía al fondo, es posible vislumbrar el mundo entero. El sueño de todo creador.

Tres hermanas, tres miradas
La hermana mayor, Olga (Alejandra Darín), simboliza un carácter aferrado al pasado en su actual y triste entorno, donde será sucesivamente maestra y directora en la escuela del lugar. Mujer sola, sin pareja y a cargo de la casa -su único hermano varón, Andrei, es un jugador irresponsable, captado por una mujerzuela de la plebe-, la suya es una postura melancólica, que añora una historia idealizada desde este presente escéptico e intenso. Desearía casarse con alguien, no importa quién, al que le aseguraría ser una esposa prudente y cariñosa. Pero es difícil encontrar un pretendiente en ese lugar.
Masha (Maia Francia), quien le sigue en edad, ha concertado un clásico matrimonio de conveniencia que la aburre a morir. Convencida de que los días no funcionan si uno se ve obligado a trabajar o no cuenta con un amante intenso, no tardará en enredarse con un militar casado. Reacciona a la sociedad rígida y opresora de su alrededor, pero sólo para oscilar entre ataques histéricos o promesas de suicidio, sin vislumbrar una salida. Mientras que Irina (Antonia Bengoechea), la joven veinteañera y con su ánimo todavía no encallecido, sueña proyectos de cambio: liberarse del sinsentido de la existencia que la oprime en ese lugar y buscar una realización personal auténtica.
El tiempo -que pasa para ellas, pero no para sus vidas sin significado- rastrilla esa juventud perdida que ansía arribar a la modernidad del nuevo siglo, pero permanece sepultada en el acontecer inmóvil de una vida pueblerina.
Las tres tienen necesidad de creer en algo y un (des)esperanzado objetivo en común: volver a Moscú, la gran ciudad, el mundo que siguió avanzando en lugar de quedar estancado en lo que fue. Aquel lugar donde fueron felices (o creyeron serlo) y que extrañan con la nostalgia del que cree que el ayer -esa época maravillosa que sólo existe en su imaginación- puede volver.
La suma de hermanas representa fielmente el momento de Rusia en aquel entonces, donde confluyan el recuerdo de grandeza de la ahora resignada Olga, la reacción anárquica e individual de Masha y el desesperado anhelo de Irina por un mundo distinto donde podrá existir la redención por el trabajo, la invisible dicha de vivir en una gran ciudad, la existencia de sueños propios que podrán cumplirse (Diament desplaza levemente la acción, que ahora sucede entre 1903 y 1905, cuando se desata la revolución de ese año que prefigura lo que sería la llegada bolchevique al poder en 1917).
Este contenido flotante adquiere, escuchado hoy, rigurosa actualidad, un singular paralelo con los tiempos que corren. Se cumplen 50 años del añorado Mayo del ‘68 francés, con la rebelión estudiantil y sus consignas -originales y esperanzadoras- que prometían una sociedad más justa, solidaria e imaginativa. Lo que resultó medio siglo después, exactamente lo contrario a lo anhelado -un capitalismo financiero voraz e insensible que, sin oponentes alternativos a la vista, destruye día a día cualquier atisbo de un mundo más humano- tiende una ruta hacia la desesperación, cuyo único paliativo pareciera ser imaginar una salida utópica.

El tiempo detenido
La obra original de Chejov y la imaginativa reescritura de Diament alcanzan entonces niveles de elevada consideración, concentrados en un fragmento del original que se vuelve cuerpo propio y reconocible.
Diálogos, situaciones y descripción de personajes se eslabonan con perfección pocas veces transitadas en teatro. Los conceptos se suceden: la redención por el trabajo no es posible, porque no existe como tal. La felicidad es invisible, nunca la apreciamos verdaderamente al vivirla y luego la extrañamos porque se nos presenta como un fantasma del pasado, lejano e inalcanzable.
El muy preciso (y precioso) texto, repleto de frases inolvidables, adquiere mayor fuerza aún con la destacada actuación de las tres figuras centrales y una puesta en escena que multiplica recursos técnicos (iluminación, vestuario, música original, desplazamientos coreográficos) con otros de singular valor metafórico.
Hay un par de escalones, al frente del escenario, donde las tres hermanas dejan sus zapatos para corretear libremente descalzas por la sala: los modelos de esos calzados -con sus variantes de botas cerradas en invierno y zapatos abiertos en verano- también marcan el monótono paso de las estaciones.
Un plato redondo colgado del techo, hacia el fondo de la gran habitación donde transcurren diálogos y acciones, semeja el péndulo de un posible reloj. Cada tanto, Irina pasa a su lado, lo empuja y el “tiempo” comienza a correr. Una y otra vez, los esfuerzos de la muchacha por cambiar la estaticidad de la situación tratan de reiniciar pequeños movimientos inerciales, pero a poco se detiene. El mundo no avanzará jamás en ese lugar y para esa familia. Las novedades nunca se concretarán, tampoco los viajes o casamientos previstos, todo volverá a quedar sepultado en la inmovilidad de las horas muertas. Aunque, en la escena final, una de las hermanas quedará posicionada un paso más adelante, en dirección al tren que podría llevarla fuera de allí.
Como decía con precisión Eduardo Galeano, la utopía (personal y social) es el lugar al que nunca llegaremos, pero que nos posibilita caminar hacia allí y no quedarnos petrificados en el mismo lugar. O, dicho en términos realistas, creer que el jardín del vecino siempre es más lindo, más allá de nuestros esfuerzos por cuidar y mejorar el propio.

Ficha técnica
Título: “Moscú”.
Autor: Mario Diament, basado en “Las tres hermanas”, de Anton Chejov.
Intérpretes: Alejandra Darín, Maia Francia y Antonia Bengoechea.
Vestuario y escenografía: Paula Molina.
Iluminación: Miguel Morales.
Coreografía: Mecha Fernández.
Música original: Sergio Vainikoff.
Dirección y puesta en escena: Daniel Marcove.