Plaza Constitución. El viento frío matiza la espera. Ya es tarde, vengo de dar clases, y quiero llegar pronto a casa. Sobre el colectivo, observo que entre el pasaje hay chicas jóvenes, transeúntes de una adolescencia tardía. Unas identificadas con los pañuelos verdes de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Otras con pañuelos celestes, de los grupos que bajo la consigna “Salvemos las dos vidas” se oponen al proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo. No se hablan, parecen respetarse, no se miran. Retornan al conurbano sur luego de haberse manifestado a favor y en contra del aborto legal. En silencio, contienen sus argumentos. El habitus de clase, ese productivo concepto desarrollado por Pierre Bourdieu, el cual remite a disposiciones o esquemas de obrar, pensar y sentir asociados a la posición ocupada en la estructura social, adquiere aquí completa carnadura: las chicas pertenecen a diferentes sectores sociales, discurren por espacios de relación y socialización específicos, quizás con escasos o nulos puntos de contacto entre sí, los cuales han conformado sus identidades, gustos y orientaciones valorativas; expresan su clase en el modo en que visten, peinan, gesticulan y miran. Las de pañuelo verde portan pines alusivos a la defensa de la educación pública y a la ampliación de los derechos de las mujeres; toman mate, y se les nota cierta “gimnasia” en esto de manifestarse. Las celestes parecen menos duchas en la práctica de ocupar las calles; llevan un cartel con la foto de un feto sobre fondo negro (el ya célebre “bebito”); un varón que las acompaña maquilló su rostro de celeste; una pequeña cruz pende del lóbulo de su oreja.
El colectivo cruza el Riachuelo, y en la primera parada sube una mujer de unos 50 años. Inicia una conversación con las chicas de celeste, que alcanza un tono elevado como para que todo el pasaje las escuche. Una joven pelirroja empañolada vocifera: “Nosotras estamos a favor de la vida y en contra de la muerte”; “Quiero poder decirle el día de mañana al hijo que tenga: yo elegí no matarte”; “Porque nadie que esté a favor del aborto leyó la ley: no es ni seguro, porque ninguna intervención quirúrgica lo es, ni será gratuito, porque lo pagaremos todos con la plata de los impuestos”. Habla en los mismos términos que Alfredo Olmedo, el diputado de la eterna camperita amarilla y todo de voz aflautado. Las chicas de verde cruzan miradas entre sí, se muerden el labio inferior, pero no responden. Siguen conversando, haciendo caso omiso a lo que parece una poco sutil provocación. Saben claro, que “quien se enoja, pierde”. Antes de descender, la señora se siente con la libertad de felicitar a esa juventud que “defiende la vida”. El viaje prosigue normal, hasta que bajo en mi parada, junto con las integrantes del partido celeste.
Hace treinta años se debatió la ley de divorcio vincular. Los argumentos de quienes se oponían eran calcados a los que hoy sostienen quienes lo hacen al aborto legal: la ley en discusión atentaba contra la familia, el “núcleo constitutivo de la sociedad”, al abrir la posibilidad de disolver un vínculo “sagrado”, dejando a los hijos e hijas desamparados ante la ruptura de la relación conyugal. ¿Qué pasaría con los hijos e hijas de las personas que se divorciaban? ¿Qué modelo de familia habrían de seguir? ¿Cómo afectaría ello la construcción de la ciudadanía? La oposición ganó las calles, celebrando un nutrido acto en la Plaza de Mayo, justo frente a la Catedral. Finalmente, la ley se aprobó… ¿y qué sucedió desde entonces? Nada. Las parejas hoy se casan, perduran o se divorcian, y se vuelven a casar… Se asume que el matrimonio es una institución civil de relevancia, al punto tal que el derecho ha sido extendido hacia las personas del mismo sexo, quienes se casan, perduran o se divorcian, y se vuelven a casar… Tres décadas después parece irrisorio que el divorcio hubiera provocado aquellas álgidas discusiones. Muchas de las personas que hoy se divorcian, quizás se habrían opuesto a la sanción de la ley. Algo similar sucederá con el aborto legal.
Hace veinte años, “aborto” era una mala palabra. Quien aspirara a la Presidencia de la Nación debía jurar fidelidad al régimen de convertibilidad, y declarar su completa e irrestricta defensa de “la vida desde el momento de la concepción”. Cualquier coqueteo contrario, resultaba “piantavotos”. Pero la sociedad no es un bronce estático, sino que cambia con el paso del tiempo y los contextos. En la mañana del 14 de junio, la Cámara de Diputados aprobó la ley de interrupción voluntaria del embarazo. La norma continuará su derrotero en el Senado, o quedará a merced de la compulsión presidencial al veto. Aún con su aprobación y promulgación plena, no faltarán instancias de esgrima judicial intentando anular el nuevo derecho. Pero lo cierto es que, antes o después, el aborto seguro y gratuito será ley, y su práctica un hecho cotidiano.
Dentro de algunos años, costará dar crédito a nuestras palabras cuando narremos este presente, este día en particular. El replay por youtube de las intervenciones más disparatadas de los y las legisladoras será motivo de carcajada o de análisis. El tiempo desapasiona los debates, y los derechos sociales fundan nuevas realidades. En el futuro probablemente aborten legalmente muchas mujeres que hoy se manifiestan contrarias a la norma. El piso de derechos establecido en la ya extensa lucha del colectivo de mujeres es irrenunciable. Si por algún azar del destino la ley fuera rechazada por el conservador Senado… ¿Se irán a sus casas con la cabeza gacha todas esas mujeres adolescentes, adultas y ancianas que mediante la organización y la lucha conquistaron un derecho contra la opinión de los cruzados de ayer, hoy y siempre? ¿A alguien se le ocurre que las aguas de esta marea verde pueden ser aquietadas?