Un recorrido por el museo de Trotsky

La soledad de Lev Bronstein

A sólo unas cuadras de distancia, la multitud que abruma la Casa de Frida Kahlo en México contrasta significativamente con la desolación que habita la de León Trotsky.
Por Pablo Gorodneff *

“Cuando suena la campana, ni el banquito te dejan”
Oscar “Ringo” Bonavena, boxeador argentino

En la ciudad de México, antes llamada “el DF”, viven veintidós millones de personas y los paragolpes de los autos están todos abollados. Ya no quedan rastros de la Marcha Zapatista ni del subcomandante Marcos, y aun así, al turista que comienza su visita por el Palacio de las Bellas Artes, lo asalta la sensación de que la revolución aconteció y que el hombre nuevo es una realidad. Los murales de Rivera y de Siqueiros, así lo atestiguan, y el entusiasmo revolucionario y solar del joven guía del museo lo afirman. Quizás para no confundir, el muchacho obvia un detalle, curioso pero fundamental: Rivera gestionó el asilo de Trotsky en México, Siqueiros intento matarlo.
Luego de un par de días, la ilusión decae, y las imágenes de Pancho Villa y Emiliano Zapata en uno de los locales de la cadena Sandborn (ellos tomaron un café aquí) dan cuenta de lo inofensivo de ciertos recuerdos. Imponente y pretencioso se yergue el Museo Soumaya, propiedad de Carlos Slim, según las estadísticas el hombre más rico de México y uno de los más ricos del mundo. A una cuadra, un concesionario de Ferrari (quien podría negar el arte de esos diseños) le da algún sentido a la estructura plateada del museo, similar a una válvula de alguno de los potentes motores de la marca.
Una cuadra de cola antes que su color avisa que se ha llegado a la Casa Azul, el hogar de Frida y Diego, ahí donde la revolución pasa de roja a “blue”, ese mágico lugar que subyuga los mundos opuestos de Patti Smith y la revista Vogue, ahí donde el marxismo se vuelve cool. Ya en la fila, un ciudadano colombiano, que venía de volar en globo sobre las pirámides de Teotihuacán, pregunta en voz alta qué atracción en particular justificaría una visita a la casa de Trotsky, distante apenas tres cuadras de la Casa Azul. Aunque el universo artístico suele ser caótico, hay un orden para recorrer la casa. Hay fotos de Lev con Diego y con Frida, y el original de carta donde Rivera solicita el asilo para León. Pero a la vez inquieta un cuadro de Rivera donde pinta a la Kahlo junto a un retrato de Stalin.
Para no responder siempre la misma pregunta, la encargada de guardar los bolsos entrega un pequeño croquis con el recorrido impreso. La casa de Lev Bronstein (Trotsky) se ubica  a apenas tres cuadras de la Casa Azul: no hay autos en el trayecto, aunque al llegar a destino se pude apreciar que la vieja casa y actual museo está hoy ubicado frente a una autopista. La ausencia de colas, vendedores ambulantes y murmullos engaña y por un instante el visitante desprevenido puede pensar que el museo está cerrado. Pero no: la casa-museo está abierta, y es fácil describir con detalle sus visitantes: una matrimonio ruso con una traductora, una pareja de mochileros alemanes, una familia italiana y un pareja de argentinos.
Un cartel apoyado en el escritorio informa que los útiles de trabajo están distribuidos como el último día. Llaman la atención los rollos de cera del avanzado grabador para la época al que Lev le dictaba sus ideas: el Dictáfono Edison Dictating Machine. Es un tipo de casa humilde y sencilla para los cánones de la época y es claro el contraste entre el colorido de la casa de los artistas, la intensidad que transmite, la energía y la austeridad de las formas y los enseres de la casa de los Trotsky. La luminosidad del patio en un día de enero contrasta con la oscuridad de los ambientes: la cocina comedor, el dormitorio de la pareja, la habitación donde dormía Lieva, su nieto, y el estudio donde trabajaba y donde fue asesinado por Ramón Mercader, el hijo de una militante republicana, un convencido de que liberaba a la humanidad de su mayor enemigo.
Se puede almorzar en la casa: hay un pequeño puesto y unas pocas mesas, y ofrecen un menú simple. Es posible degustar unos tacos mientras se observa la tumba de Lev y de su mujer. Frente al monumento se repite un ritual: la pareja de alemanes se hacen retratar junto a la tumba con el puño izquierdo en alto. Ahí están, también, las pequeñas jaulas donde les daba de comer a sus conejos. En un antiguo monitor color se lo puede ver en plena tarea y la sensación es rara: el arquitecto de la revolución de Octubre, el general del Ejército Rojo, manipulando con delicadeza a los animalitos, compenetrado y concentrado en una tarea tan simple.
Como última parada en la visita, se puede ver el árbol genealógico de la familia Bronstein-Volkov, que llega hasta nuestros días, que configura un inventario cruel de la perdidas que la persecución causó en la familia. El último descendiente registrado de la rama Volkov, es rabino.
Como un cuento de Cortázar, la visita es circular: en uno de los salones que se recorren a la entrada hay una foto que impresiona: Lev antes de morir, en el hospital, con su cabeza vendada, un piyama a rayas y varios médicos y enfermeras que hacen que lo observan y quedan retratados para la posteridad. Lejos habían quedado aquellos días del triunfo, cuando una multitud de banderas rojas saludaban su paso, los tiempos en que sintió que todo era posible.
¿En que habrá pensado Lev cuando recibió en sus ojos el flash de la cámara cuando las imágenes de este, el mundo que él iba a cambiar, se les iban diluyendo? ¿Qué final habrá soñado para sí, qué homenajes después de la muerte?
Un mausoleo como el de Lenin. O quizás, una granja en las estepas, donde criar, muchos pero mucho conejos.

* Diplomado en Organizaciones de la Sociedad Civil (FLACSO).