-¿Cómo ocurrió la decisión de fundar Nueva Sión en 1948 y cuál fue su rol en ese proceso?
-A la edad de aproximadamente 10 años ingresé al movimiento juvenil Hashomer Hatzair, luego de que un primo pensara que me podía ayudar el estar con otros chicos. Yo había llegado poco antes a Argentina desde Rusia, donde nací, sin conocer a nadie, y estaba muy solo. Encontré en Hashomer una respuesta a las contradicciones de mi propia identidad judía laica, atea y antirreligiosa. Hice mía la ideología sin pensarla demasiado: Estado binacional, liberación sexual y más. Luego de años en la tnuá, a los 18 o 19 años, muchos dejamos el movimiento. Esa era una época de crisis, donde había que decidirse entre ir al kibutz o quedarse afuera. La rigidez ideológica vista desde la lejanía parece absurda: o hacías aliá (ir a vivir a Israel) o eras un traidor. Yo fui un traidor, porque no tenía la madurez necesaria para esa decisión. Visto desde ahora, la intuición me hizo darme cuenta de que esa decisión debía ser no porque era un eslogan a mantener, sino por la convicción ideológica y racional de que ese era mi camino. A pesar de esto, yo seguí siendo sionista y, al salir del movimiento, se creó un vacío que salvó de cierta forma Mapam [Partido Obrero Unido de Israel]. La representación argentina del partido se volvió en un espacio para gente salida de la tnuá y que no había hecho aliá como yo. Este grupo, que incluía a gente muy valiosa del interior del país, como León S. Peres y Natalio Trainin, se dio cuenta de que podía tener una voz de izquierda sionista en la comunidad judía a través de un periódico.
Quien tomó la iniciativa, por tener experiencia en edición de libros y revistas, fue Nissim Elnecavé. Él era un funcionario de Bunge y Born con ideas de izquierda, que lentamente a través de los años fue perdiendo y como resultado cambió de campo político. Él, que escribía buena parte del periódico incluyendo los editoriales, reunió a un grupo de ineptos en el periodismo, pero con voluntad de colaborar. Yo estuve en Nueva Sión desde su fundación en 1948 hasta abril de 1950, cuando finalmente hice aliá. Mi primera nota fue sobre una Convención de Hashomer Hatzair en Córdoba, 200 palabras máximo. Estuve todo el día intentando escribir hasta que algo salió, seguramente nada bueno. Yo no sabía nada de literatura ni de pintura, pero era el crítico literario y pictórico del periódico. Éramos todos improvisados. A pesar de esto, recuerdo que Iaakov Tzur, el primer embajador israelí en Argentina, se me acercó en una exposición a felicitarme por un artículo que había escrito sobre un escultor. Ahí pensé: “soy un crítico”, pero la verdad es que no era conocedor de nada.
-¿Tenían una postura clara sobre lo que estaba sucediendo en Medio Oriente, a meses de la creación del Estado de Israel?
-Teníamos opiniones contundentes basadas en hechos que no conocíamos bien. ¿Por qué yo apoyaba un Estado binacional para judíos y árabes? Esto era como un novio proponiendo matrimonio sin hablar antes con la novia. Adoptábamos automáticamente la opinión de los líderes de Hashomer Hatzair en Israel, Iaakov Jazán y Meir Iaari. Citábamos lo que ellos decían sin reflexionar demasiado. Pensábamos que vivir en un kibutz era bailar todo el día el “Hora” y trabajar la tierra, pero cuando fui a Israel y trabajé una semana juntando naranjas en el kibutz Gaash, ¡casi me muero! Recuerdo la celebración cuando se creó el Estado de Israel en 1948, aumentada también para nosotros porque el Mapam era parte del gobierno. El que no vivió esa época no se puede imaginar la euforia que se sentía incluso en las calles de Buenos Aires, donde salimos con banderas para celebrar el momento.
-¿Cómo era la relación con las instituciones centrales de la comunidad judía?
-Cuando estaba en el movimiento juvenil, conseguimos representación en la DAIA. Nuestro delegado volvió fascinado, porque para nosotros era un reconocimiento que nunca habíamos tenido como un factor influyente en la comunidad. La actitud hacia las instituciones era de oposición y de disconformidad, aunque se podría resumir como “no me gusta, pero quiero mi lugar en esta mesa”. La idea era dar la lucha desde adentro. Esa era una época de mucha unidad al interior de la comunidad judía, a pesar de los enfrentamientos ideológicos.
-¿Creían que contaban con un público lector que pudiera estar interesado en su mensaje?
-Había en esa época dos o tres publicaciones judías. Nueva Sión tenía como novedoso que, desde el punto de vista de edición, estaba muy bien armado. Era una lectura interesante. Pero para aumentar la cantidad de lectores, dos años después de la fundación, en 1950, el equipo se dio cuenta de que un semanario no podía manejarse seriamente con aficionados, por lo que contrataron un profesional para coordinar la edición bajo las órdenes del director. Ahí entró Jacobo Timerman, que estuvo poco tiempo en la redacción. Él había sido una figura muy contestataria y polémica en Hashomer, al igual que su hermano, que terminó en el Partido Comunista y que decidió en su momento ser obrero por motivos ideológicos. Jacobo era una de las personas más inteligentes que conocí en mi vida, y conocí muchas.
-¿Escribían también sobre los acontecimientos que ocurrían en Argentina?
-Vivíamos bastante aislados del país. Esto era en parte porque la política en ese momento no era un factor que atraía. La gente era peronista o no era nada. Como no éramos peronistas, no éramos nada. El ímpetu natural de juventud de militar se veía limitada por la situación del país con el peronismo en el poder y también por la ideología que se nos había inculcado. Vivíamos un Israel absolutamente virtual, desconociendo lo que realmente sucedía o la realidad de la vida allá.
-¿Cómo fue su vida después de hacer aliá en 1950?
-Cuando llegué a Israel, viví la época más feliz de mi vida. Era el Israel de las maabarot (campos de tránsito para la absorción de inmigrantes), donde cientos de miles de personas llegaban al país. Muchos de ellos eran de países árabes, como los marroquíes, a los que veía desde mi ventana agarrándose a cuchillazos y golpeando mujeres. Al ver inmigrantes tan distintos a mí, me preguntaba: “¿Quién es esta gente? ¿Qué tengo en común con ellos?”. Me preguntaba si no tenía más que ver con mi vecino no judío de Buenos Aires que con ellos. Con los años, sigo pensando que no existe el judaísmo en sí, sino judaísmos, y que estos judaísmos están absolutamente condicionados por el entorno en el que vivimos. Ellos nunca habrían entendido un libro de Scholem Aleijem como los que leía yo, porque hablaban de otro mundo.
En esa época bajé mucho de peso, porque no había nada para comer: era la época de tzena (austeridad). Independientemente de eso, era increíble el espíritu. Había un clima de solidaridad emocionante en los kibutzim y en las ciudades. Este era un sentimiento muy bello aunque hoy muy poco practicado.
Trabajaba en la radio Kol Tzion la Golá, una radio israelí dirigida al público del exterior. Grabábamos en Israel en español y enviábamos las cintas a Latinoamérica. Estudié Economía con eminencias que estaban sentando las bases de la estructura económica israelí, pero me resultó muy difícil porque mi nivel de hebreo era insuficiente. Estudié Sociología también con excelentes profesores. La Universidad Hebrea funcionaba en una iglesia en ese momento, porque su campus en el Monte Scopus había quedado bajo control jordano tras la guerra de 1948. Aprendí de mis compañeros europeos cómo había sido su vida durante la Shoá, tema que no estaba presente en nuestra educación en Argentina. Hablaban poco: les daba vergüenza contar sus propios sentimientos. Mi compañero de departamento, Moshe Lazar, un sobreviviente luego convertido en prestigioso académico, era uno de ellos. Mi mamá enviaba latas de comida desde Argentina y, aunque él claramente pasaba hambre, nunca me aceptaba nada por pudor. De noche le dejaba sándwiches y me hacía el dormido hasta que él comía. Volví en 1951 porque mi padre estaba mal de salud. A la vuelta, no sabía qué hacer de mi vida.
-¿Cuál es su relación hoy con Israel?
-El Israel que conocí ya no existe más y ahora es otro, con el que me identifico también. Me hubiera gustado la realización de ese Israel progresista y en paz con el que soñábamos, pero evidentemente no pudo ser. El mundo cambió también, así que es lógico que Israel lo haya hecho. Cuando viajo a Israel me reencuentro con mis amigos de esa época y seguimos hablando como si nunca nos hubiésemos despedido. Varios de ellos se sienten marginados por la derechización de la sociedad israelí, la cual considero resultado de la migración soviética, espantada por el socialismo, y de países árabes, más religiosa: la población israelí cambió, y con ese cambio la política se transformó. Yo nací en Rusia nueve años después de la revolución de 1917, que fue un sueño, y siete años antes del ascenso de Hitler, que fue una pesadilla. Después de mi llegada a Argentina en 1933, vino la guerra e Israel representó una nueva esperanza, que pude vivir en carne propia. Viví 35 años en España, lo cual fue para mí una aventura extraordinaria. Ahí descubrí uno de los misterios más hermosos del Galut, del exilio: si uno es inteligente, el exilio enriquece. No es sólo una tragedia, es también una universidad y una oportunidad en la vida. A los 91 años, creo que me estoy yendo del mundo con cierto desencanto: todos los sueños que mi generación tuvo están enterrados. Pero hay que tener esperanza, porque esto es cíclico, y la humanidad volverá algún día a soñar con un mundo mejor.