A cien años de la Revolución Rusa: el ¿mito? judeo-bolchevique

A lo largo del año pasado, el mundo ha recordado la Revolución Rusa de 1917. Se ha discutido acerca de sus significados, de su devenir, de sus impactos. Las biografías de Lenin, Stalin y Trotsky, entre otros, cobraron protagonismo en librerías y la cuestión judía no ha sido ajena en análisis e interpretaciones del devenir soviético que marcó el siglo XX. La experiencia en Rusia y su repercusión en Argentina…
Por Nerina Visacovsky *

La histórica toma por asalto del Palacio de Invierno en Petrogrado (según el calendario juliano, el 7 de noviembre, y según el gregoriano, el 25 de octubre) tuvo importantes hitos previos. Imprescindible mencionar el frustrado intento de 1905, que despertó la creciente actividad de los Consejos Obreros (Soviets); y la abdicación del zar Nicolás II en febrero de 1917 y el gobierno provisional encabezado por Aleksander Kérensky, marco en el cual Lenin y otros militantes exiliados pudieron retornar a Rusia. Y asimismo, la Revolución Rusa sólo estaba comenzando, porque aún se extendería durante el Comunismo de Guerra y hasta 1921, cuando con la Nueva Política Económica (NEP) surgía un cierto orden, para dar paso a la creación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Para reflexionar acerca de la presencia judía en todo aquello, proponemos dos preguntas concretas:
1) ¿Por qué tantos judíos suscribieron a la causa bolchevique?
2) ¿Cómo ese hecho, junto con la creación de la Internacional Comunista (1919) impactaron entre los inmigrantes judíos llegados a la Argentina?
En el siglo XIX, el Imperio Zarista se extendía por más de diez mil kilómetros entre Polonia al oeste y Vladivostok en el extremo oriente. La dinastía Romanov, iniciada a principios del siglo XVII, había continuado la política expansionista de sus antecesores y gobernaba un territorio poblado por más de 180 millones de personas de las más diversas etnias y religiones. Con un sistema semi-feudal, producto de una tardía abolición de la servidumbre (1861) y un 85% de población rural casi analfabeta, las condiciones de miseria, marginación y opresión eran comunes a varios grupos, entre ellos, los judíos. Considerados de nacionalidad hebrea, cerca de 5 millones de personas residían en la “Zona de Residencia” (actualmente Polonia, Lituania y parte de Ucrania y Bielorrusia). Al igual que otras minorías no rusas, se los consideraba ciudadanos de segunda clase y les estaba prohibido circular libremente, ser propietarios de la tierra o ejercer profesiones liberales. Las penurias familiares se agudizaban frente a la obligación de enrolarse y permanecer por años en el ejército, dónde muchos jóvenes (y también adultos) no lograban sobrevivir a las permanentes guerras y hostilidad de los inviernos rusos. Cierto es que, buscando vías de integración y progreso socioeconómico, había casos excepcionales(1). No obstante, las grandes masas vivían en aquel confinamiento. Empero, el aislamiento y la ausencia de canales de integración (como sí habían tenido los judíos europeos occidentales) fueron la clave de un rico desarrollo cultural idishista.
Con los ecos de la modernidad europea, también llegó el “iluminismo judío” o Haskalah. Ese movimiento, liderado por una intelligentzia que se rebeló contra el mandato religioso, aceleró un masivo despliegue institucional y político. Las ciudades de la Zona se fueron convirtiendo en centros comerciales e industriales de importancia y paulatinamente comenzaron a despoblarse los shtétls, dónde las condiciones de vida eran cada vez más difíciles. La gente empezó a buscar oportunidades en Varsovia, Kiev, Vilna, Minsk, Lodz, Bialystok u Odessa. Y allí también fueron apareciendo tanto las ideas marxistas como los conflictos entre la burguesía y el proletariado judío.
Sin embargo, a partir del asesinato del zar Alejandro II, el 1 de marzo de 1881, severas hostilidades llegaron a la Zona. La prensa publicó que el crimen era responsabilidad de una agrupación de revolucionarios populistas denominados Narodnaia Volia (La voluntad del pueblo) y la presencia de elementos judíos en esa organización. Entre sus objetivos, los populistas (naródniki) querían demostrar a las masas religiosas y analfabetas que quien gobernaba desde 1855, era un simple mortal y no un Dios omnipotente. El suceso causó gran conmoción y dio inicio a una violenta ola de represión. Durante tres años, hasta 1884, los judíos sufrieron una intensa serie de pogroms. Claro que eso no era nuevo, pero desde las masacres de Ucrania en 1660, no ocurrían ataques de aquella magnitud.
La agresión estaba legitimada por la Iglesia Ortodoxa Rusa que combatía al “marxismo judío” y las “leyes de mayo” de 1881 que Alejandro III había dispuesto para vengar la muerte de su padre y enfrentar los intentos desestabilizadores contra la dinastía Romanov. Ciertamente existían varios movimientos populares que conspiraban para derrocar a la monarquía, y era real que muchos judíos los lideraban o participaban en ellos. Cabe destacar que el antisemitismo por parte de las elites rusas tenía orígenes más lejanos; desde Iván el Terrible en el 1550 o Pedro el Grande en 1698, preservar el culto religioso ortodoxo y evitar la “contaminación” con otras confesiones era cuestión de Estado. Por eso, a medida que el Imperio anexaba territorios, y por ende a las diversas poblaciones que allí vivían, dictaban leyes para restringirlos y mantenerlos alejados de los centros de poder. También, ya en el siglo XIX, los Protocolos de los Sabios de Sión circularon en las Iglesias Ortodoxas. Aquel largo panfleto, en el cual se denunciaba la existencia de una conspiración secreta judía para apropiarse del mundo y finalizar con la civilización cristiana, describía cómo los judíos iban a adueñarse de la economía, cómo se ganarían el ejército, y cómo engañarían a la gente común a través de la palabra y la prensa para lograr sus objetivos. Evidentemente, todo aquello se parecía bastante a las acciones que Iglesia y zarismo percibían por parte de los revolucionarios.

Los bundistas
Bajo estas condiciones, las dos tendencias más generales entre los judíos fueron migrar hacia el continente americano y/o sumarse a la lucha revolucionaria. En cuanto a esto último, fue fundamental la creación del Partido Obrero Judío BUND(2), en Vilna, en 1897, que pronto se convirtió en una de las principales fuerzas políticas de la Zona y nutrió las filas del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR), creado en marzo de 1898 en Minsk.
Los bundistas consideraban que en el éxito de la socialdemocracia rusa anidaba la posibilidad de emanciparse conservando su autonomía étnica. Sin embargo, una nueva ola de pogroms ya iniciado el siglo XX, los dejaría desolados. Sucedía para entonces, que el ensañamiento no provenía sólo del zarismo, sino también de otros trabajadores tan oprimidos como ellos. Esto se explicaba en parte, por una suerte de escuadrones de la muerte llamados “centurias negras”, que se desplazaban por las aldeas, organizando y emborrachando a los trabajadores para atacar a sus vecinos judíos. Así, en 1903 tuvo lugar el pogrom de Kishinev, capital de Besarabia y en 1905, luego del frustrado levantamiento, los judíos fueron castigados con salvajes matanzas en Odessa y Kiev. Un año después, en 1906, otra terrible masacre tuvo lugar en Bialystok. En esos años se multiplicaron las migraciones y surgieron nuevas alternativas políticas como el sionismo socialista.
Pero además, los bundistas se alejaron de las concepciones centralistas y luego unipartidistas de Lenin. Ellos seguían los principios de Plejánov y Mártov y la vía socialista de la Segunda Internacional, mientras que en 1902, el líder bolchevique, en su famoso ¿Qué hacer?, sostenía que los trabajadores sometidos a la explotación capitalista no podían desarrollar espontáneamente una conciencia revolucionaria, por lo cual necesitaban militantes formados que los guiaran. Es decir, una “vanguardia” dirigente. En cambio, otros judíos fueron protagonistas destacados o apoyaron con vehemencia la dictadura del proletariado y el flamante marxismo-leninismo.
Entre sus consignas libertarias, el POSDR además, proclamaba el fin del antisemitismo. Y cierto que, luego de octubre de 1917, las Centurias Negras fueron eliminadas y sus miembros apresados. Así también, cumpliendo con su promesa, Lenin retiró a las tropas rusas de la Gran Guerra, en la cual injustamente, los obreros de distintos países -quienes debían unirse para enfrentar al “enemigo burgués”-se mataban unos a otros. Entonces, hacia 1918 y frente a una caótica Guerra Civil entre los ejércitos rojos y blancos (y también verdes), los militantes idishistas se dividían en tres tendencias; los bolcheviques, los bundistas, y los sionistas socialistas de Linke Poale Sion. Esta última opción, además, había sumado adherentes frente a la promesa que el ministro británico Lord Balfour había formulado en 1917, acerca de crear un “hogar nacional judío” en la colonia inglesa Palestina.

En nuestras pampas…
Esos tres movimientos llegaron a la Argentina con los inmigrantes. En 1914, y según el censo nacional, se calculaba que 81.915 israelitas vivían mayormente en las colonias agrícolas, pero en permanente desplazamiento hacia las ciudades(3). Entonces, ¿cómo se expresó aquí la Revolución acontecida en la tierra de origen de esa izquierda idishista? Los bundistas encontraron afinidad ideológica con el Partido Socialista Argentino, fundado por Juan B. Justo. En 1908, conservando su autonomía, editaron Avangard, que expresaba en ídish similares ideas que La Vanguardia en castellano.
En 1918, siguiendo la escisión entre el Partido Socialista y su sector Internacional-Socialista (luego, Comunista), el BUND también se fraccionó. Un significativo sector adhirió a la vía internacionalista, el inmediato cese del conflicto bélico y otras consignas de Lenin y los bolcheviques. Ese sector formaría en 1921 la Ídische Sektzie des Komunistishes Partei (Idsektzie)(4) o, para los rusos, Yevsektzia. Varios judíos anarquistas se sumaron también a este sector adherido a la Internacional Comunista (Komintern). El historiador Hernán Camarero afirmaba que en 1922 la colectividad más numerosa en el Partido Comunista Argentino era la judía. En 1927, por ejemplo, el periódico ídish Roiter Shtern (Estrella Roja) publicaba 3500 ejemplares, constituyendo el de mayor tirada después de La Internacional en castellano(5).
Paralelamente, ya existían centros culturales israelitas, bibliotecas y de ayuda a coterráneos. En 1915 se había realizado un Primer Congreso Federal de Cultura en el Centro Literario y Biblioteca Israelita Max Nordau de La Plata (fundada en 1912). Miembros de instituciones judías de todo el país asistieron para sentar las bases de un animado encuentro en pos de fomentar la cultura judía laica idishista. La organización estuvo a cargo de Máximo Rozen, obrero gráfico quien más tarde sería el máximo líder comunista de la Idsektzie.
Desde 1916, con la llegada de la UCR al gobierno, los inmigrantes de todas las colectividades habían comenzado a participar activamente de la vida política. Sin embargo, como su condición de extranjeros aún no les permitía votar, las manifestaciones y publicaciones constituían su principal canal de expresión. Hacia 1918, el clima recesivo de la primera posguerra afectó crudamente el escenario económico internacional y enfrentó al gobierno argentino con sucesivas huelgas. Los reclamos obreros, que llegaron a su punto más álgido y violento durante la Semana Trágica de enero de 1919 y los sucesos de la Patagonia Rebelde en 1921, fueron para los círculos conservadores y oligárquicos una clara “amenaza” arraigada en dos supuestos; “el peligro democrático” y “el peligro rojo”(6).
El primero se manifestaba en la penetración de los “plebeyos” radicales en el sistema político, y el segundo en el efecto “contagio” de la  Revolución Rusa. Las elites temieron que esas huelgas fueran el inicio de una gran conspiración organizada por extranjeros, anarquistas y agitadores, principalmente judíos. No casualmente, fue en 1919 cuando nació la Liga Patriótica Argentina bajo la dirección de Manuel Carlés, una organización paramilitar nacionalista de fuerte contenido antisemita. Durante la funesta Semana Trágica, entre las varias atrocidades cometidas por los miembros de esa Liga y las fuerzas policiales, Pinie Wald, su compañera Rosa Wainstein y otros miembros de Avangard fueron apresados y acusados de representar al “Soviet judío” que conspiraba para destituir al gobierno argentino.
En su libro Koshmar (1929)(7), Wald describía cómo lo creyeron “presidente del Soviet” y relataba sus vivencias durante aquellas jornadas nefastas, que historiadores de la talla de Tulio Halperín Donghi interpretaron como un verdadero pogrom en Buenos Aires. No obstante, en una sociedad cosmopolita y en formación como era la argentina, no se trataba de un rechazo puramente étnico, sino del elemento judío combinado con lo revolucionario, lo maximalista. Es decir, a la clase política no le preocupaba el judío aristócrata inglés, sino el judío ruso y obrero con sus pancartas en ídish: y el mejor ejemplo de esta supuesta “amenaza judeo-bolchevique” ya la había dado el joven Simón Radowitzky en los años del Centenario, que vengando a sus compañeros muertos, había puesto una bomba en el coche del Jefe de Policía Ramón Falcón.
Claro que, en los años veinte, la Revolución Rusa generaba simpatía y aceptación en vastos sectores liberales de la intelectualidad argentina. Baste mencionar el gran optimismo, que junto a la Reforma Universitaria de 1918, despertaba aquella gesta en figuras como José Ingenieros o Deodoro Roca, e incluso en el joven Jorge Luis Borges.
En el entorno idishista, a partir de octubre de 1917, las escuelas obreras (árbeternshuln) vinculadas a la Idsektzie pudieron expresar libremente su adscripción “marxista-leninista”. Hasta 1929, antes de ser perseguidas y clausuradas por la dictadura de José Félix Uriburu, y la pseudo-democracia de Agustín P. Justo, en Buenos Aires funcionaban “ocho estrellas rojas en la historia del movimiento obrero” para niños y adolescentes. También el partido Linke Poale Sion tenía una serie de escuelas marxistas denominadas Dov Ver Bórojov, en homenaje al líder ucraniano. Esas dos redes eran similares, pero mientras en las Bórojov aparecía el componente emancipador sionista, en las otras subyacía una tendencia hacia la integración y disolución del judaísmo en una clase trabajadora internacional; ambas eran complementarias a la escuela estatal obligatoria. El Bund abrió sus aulas en los años treinta. En 1938, y contemplando el avance del nazismo, Pinie Katz, intelectual clave en la creación del ICUF, lamentaba no haber resuelto las diferencias, y unido fuerzas entre los tres grupos para crear escuelas más sólidas. En el entorno de la Idsektzie también funcionaba la “Sociedad de Ayuda a los Colonos Israelitas en la Rusia Soviética”, conocida por su sigla PROCOR.
En un congreso de 1927 realizado en Buenos Aires, se anotaron 2500 interesados en emigrar a la Unión Soviética. Finalmente, aquel proyecto impulsado por Stalin como comisario de nacionalidades dio sus frutos cuando en 1928 Birobidyán fue declarada centro judío soviético, y en mayo de 1934 Territorio Autónomo Judío. Durante la Segunda Guerra, el rol de la URSS frente al nazismo merece estudiarse con profundidad y tal vez eso explique parte de la incondicional fidelidad y gratitud de numerosos judíos por la causa soviética hasta el final de sus días. La colectividad judeo-argentina, en diversas formas, fue protagonista de esa historia. Empero, en los albores de los años veinte, donde Octubre de 1917 se hacía cada vez más real, y los oprimidos de ayer tenían una nueva esperanza, la luz que llegaba del Oriente atravesaba fronteras geográficas y temporales; y tras su brillo iban los nuevos argentinos, judíos y camaradas.

* Investigadora del CONICET, profesora en la UNSAM y autora de Argentinos, judíos y camaradas tras la utopía socialista (Biblos, 2015).

1) A fines de siglo XIX se registraban aproximadamente 320 mil judíos viviendo fuera de la Zona. GILBERT, Martin, Atlas de la Historia Judía, Buenos Aires, Raíces-Milá, 1988.
2) Algemeyner Yidisher Árbeter Bund fun Rusland, Poyln un Lite: Unión General de los Trabajadores Judíos de Rusia, Polonia y Lituania.
3) AVNI Haim, Argentina y la Historia de la Inmigración Judía 1810-1950, Jerusalén-Buenos Aires, Universitaria Magnes-Universidad Hebrea de Jerusalén, 1983.
4) Sección Idiomática Idish del Partido Comunista.
5) CAMARERO, Hernán, A la conquista de la clase obrera. Los comunistas y el mundo del trabajo en la Argentina 1920-1935, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.
6) BUCHRUCKER, Christian, Nacionalismo y Peronismo. La Argentina en la crisis ideológica mundial (1927-1955), Buenos Aires, Sudamericana, 1987.
7) WALD, Pinie, Pesadilla. Una novela de la Semana Trágica (Koshmar, 1929) Buenos Aires, Ameghino, 1998.
8) CAMARERO, Hernán, Tiempos  Rojos, Buenos Aires, Sudamericana, 2017.