Ley polaca que limita los modos de referir a la Shoá

La posverdad – versión polaca

De la sociedad polaca como un todo puede decirse que fue, a un tiempo, víctima del Nazismo y espectadora de la Shoá. Pero ese papel en apariencia pasivo del espectador, de pasivo no tiene nada: es como el caminar en una cuerda permanentemente tendida entre dos actos definitivos: la complicidad con los victimarios o la solidaridad con las víctimas

Por Yoel Schvartz *

 1-«Este pecado perseguirá a la humanidad hasta el fin de los tiempos»

«Creo que el segundo pecado original ya ha sido perpetrado por el hombre: el colaboracionismo, el olvido premeditado, la indiferencia voluntaria, la insensibilidad, el egoísmo, el cinismo o la racionalización desalmada. Este pecado perseguirá a la humanidad hasta el fin de los tiempos. Con seguridad a mí me persigue, y quiero que siga persiguiéndome».
Jan Karski 1

El 26 de Enero de 2018 la Cámara Baja del Sejm (Parlamento polaco) aprobó la propuesta de ley que prohíbe mencionar la participación del pueblo polaco en los crímenes que fueron perpetrados durante la Shoá, así como el uso de la expresión “Campo de Exterminio Polaco” para referir a las fábricas de la muerte que funcionaron en el territorio polaco ocupado por Alemania Nazi. Quien infrinja esta ley, sea o no ciudadano polaco, puede ser punido con una multa y hasta tres años de prisión.
Esta ley se articula como un escalón central en un proceso de reformulación de la memoria histórica en la que el actual gobierno polaco ha decidido invertir considerables recursos y energía, en el marco de una reestructuración radical del “relato” hegemónico de la identidad nacional. Desde su asunción en 2015 el ultraconservador partido Ley y Justicia ha venido escalonando una serie de medidas estructurales que constituyen en su conjunto una auténtica revolución conservadora. Al avasallamiento del poder judicial independiente, a la violenta virada en políticas de género, a la penalización dracónica del aborto, a la restauración de la Iglesia como “guía moral” del accionar del Estado, que parece inspirar muchas de estas medidas, se suma una preocupación casi obsesiva por el control de la imagen del pasado, que ha derivado en diversas medidas administrativas de largo alcance. Por ejemplo, la decisión de intentar congelar la construcción (ya casi terminada) del Memorial de la Segunda Guerra Mundial en la ciudad de Gdansk, dado que no enfatizaba “lo suficiente” el sufrimiento polaco.4 En este contexto, que no resulta azaroso extrapolar a melodías que también suenan en Argentina en lo que a políticas de la memoria se refiere, parece inevitable el intento de vigilar y ahora castigar cualquier disidencia del nuevo relato hegemónico.
En Abril de 2017 discutí con una empleada del Museo Nacional de Auschwitz porque me atreví a mencionar, entre otras “barbaridades”, las diferencias de status que existían entre los prisioneros políticos polacos y los prisioneros “raciales” judíos y gitanos en el complejo Auschwitz-Birkenau entre 1941 y 1945. Intuyendo el tenor de las directivas que hoy en día circulan allí, es de suponer que en Abril de 2018 esa misma discusión puede convertirme en criminal.

2-De espectadores, verdugos y víctimas

A veces se hace menester repetir lo obvio. La sociedad polaca fue una de las primeras víctimas y de las más devastadas por el régimen nazi. En los meses y los años que siguieron a la invasión de Septiembre de 1939 los polacos fueron sometidos a un régimen de humillación y vejaciones que en nada se parecía a la integración de los austriacos a Alemania en el Anchluss, y ni siquiera a la incorporación forzada y en cuotas de Checoslovaquia al Tercer Reich. La violencia predatoria de los nazis desmembró el mapa de Polonia y su  economía, encarceló y deportó a los intelectuales y a los líderes políticos que habían sobrevivido, canceló las universidades y las escuelas, instituyó un régimen de trabajos forzados para cientos de miles, instaló el terror en las calles y los campos, y como suele suceder en los Estados policiales, transformó la delación en el camino más fácil para la salvación individual de cualquiera que estuviera dispuesto a dejar de lado sus escrúpulos. En la desiderata del nacional-socialismo no había, para los polacos que sobrevivieran a la hambruna y a las penurias planificadas, otro destino que no fuera el de vasallos analfabetos al servicio de los señores feudales arios en las vastas extensiones del espacio vital del Reich de los Mil Años. El resultado de esa política fueron seis millones de polacos muertos, (entre los que se cuentan algo más de tres millones de judíos polacos), decenas de ciudades destruidas, Varsovia convertida en una gigantesca montaña de escombros  -la venganza de Hitler por la rebelión de  Agosto de 1944- y una sociedad escindida, debilitada y acéfala pronta para rendirse al abrazo de oso del gigante soviético.
En ese contexto es que hay que entender la decisión de instalar los centros de exterminio de la judería europea precisamente en el territorio polaco. De aquí que aciertan quienes reclaman que hablar “Campos de exterminio polacos” en lugar de “Centros de exterminio alemanes en la Polonia ocupada” es un error que linda con el negacionismo. Es un punto que difícilmente alguien que haya estudiado mínimamente la Shoah puede cuestionar.
La historiografía de la Shoá conceptualiza una triada de tres actores: víctimas, victimarios y espectadores pasivos. Si a la distancia nos acomoda repudiar al victimario e identificarnos con el dolor de la víctima, es posible que la figura del espectador sea la más compleja moralmente, acaso la más íntimamente emparentada con nuestros temores. ¿Acaso porque es un papel en el que en un momento u otro de la vida todos podemos encontrarnos? ¿Acaso porque nunca estamos lo suficientemente lejos del movimiento pendular entre la indiferencia, el terror a caer en la volada y la racionalización del “algo habrán hecho”?.  De la sociedad polaca como un todo puede decirse que fue, a un tiempo, víctima del Nazismo y espectadora de la Shoá. Pero ese papel en apariencia pasivo del espectador, de pasivo no tiene nada: es como el caminar en una cuerda permanentemente tendida entre dos actos definitivos: la complicidad con los victimarios o la solidaridad con las víctimas. De ambos actos, con todas sus tonalidades de gris, hubo de sobra en la Polonia ocupada. Veamos dos casos emblemáticos.

 3-Historia de dos aldeas

La mañana del 10 de Julio de 1941 no se distinguía en nada de las mañanas anteriores en la pequeña aldea de Jedwabne, en el Noreste polaco, cercana al distrito norteño de Bialistok. Desde Septiembre de 1939 la región había quedado comprendida en el “sector soviético” del reparto de Polonia en el marco del Pacto Ribbentrop-Molotov, y en virtud de ese status no había sufrido las inclemencias de la guerra. Había sufrido en cambio un violento proceso de sovietización encabezado por los funcionarios regionales del Politburó, un proceso que les resultó especialmente brutal a las comunidades de campesinos y pequeños cuentapropistas, tradicionalmente católicos. Pero en Julio de 1941 ya hacían algunas semanas que el “terror rojo” había quedado atrás, barrido por el comienzo de lo que los alemanes entendían como la fase definitiva de su expansión al Este, la invasión de la Unión Soviética- la “Operación Barbarroja”- cuyas conquistas iniciales fueron precisamente aquellos antiguos territorios polacos del Este.
La mañana de ese 10 de Julio sería diferente y terminaría de transformar para siempre la tranquilidad pastoral de ese rincón perdido de Europa. Esa mañana salieron de sus casas algunas decenas de vecinos católicos (se han identificado, con nombre y apellido, noventa y dos), armados con machetes y cachiporras, cuchillos, hachas y garrotes, rumbo a las casas de sus vecinos judíos. Los arrancaron de sus cuartos y de sus camas y los empujaron a los golpes a la calle. Algunos hombres fueron acuchillados o linchados allí mismo. Otros fueron obligados a arrancar la estatua de Lenin que los soviéticos habían erigido en la plaza pública y arrastrarla hacia las afueras de la aldea, hacia el cementerio judío. Por el camino, hombres y mujeres, ancianos y niños, eran golpeados e insultados. En las inmediaciones del cementerio se los obligó a entrar a un galpón de madera que hacía las veces de granero. Las portones del granero fueron trancados y las paredes externas rociadas con combustible. Alguien arrojó una antorcha. Los gritos de desesperación se escucharon a kilómetros de distancia por la campiña. Hasta que se acallaron… El granero ardió durante horas, hasta quedar reducido a un montón de ceniza. La comunidad judía de Jedwabne, de mil seiscientas almas, que remontaba sus orígenes a tres siglos, fue asesinada en un día, por sus vecinos de toda la vida. Siete judíos consiguieron esconderse en la casa de la familia Wyrzykowsky, a los que los vecinos no les iban a perdonar nunca esa flaqueza.
En 1949, la República Popular Democrática de Polonia lanzó un juicio por traición y asesinato contra algunos habitantes de Jedwabne, que luego fue anulado como un error judicial porque los sospechosos habían sido torturados durante el interrogatorio. A partir de allí cayó el silencio sobre la historia.

En la región subcarpática, en el corazón de la tradicional Galicia polaca, existe hasta hoy una pequeña aldea llamada Markowa. Durante la Segunda Guerra Mundial, algunas familias en el pueblo escondieron a sus vecinos judíos. Hoy se estima que al menos 17 judíos sobrevivieron a la guerra en Markowa. 

Jozef y Wiktoria Ulma eran granjeros que vivían con sus seis hijos en las afueras de la aldea. Junto a los otros habitantes del lugar los Ulma presenciaron la ejecución de los judíos locales en el verano de 1942. Estos fueron sacados de sus casas, fusilados y enterrados en un antiguo cementerio para animales. En el otoño de 1942, mientras continuaba la cacería de judíos por parte de alemanes y polacos, una familia judía de Lancut de apellido Szall llegó a Markowa en búsqueda de asilo. Jozef y Wiktoria Ulma aceptaron darles refugio, junto con dos hermanas – Golda y Layka Goldman. En total ocho judíos fugitivos se escondieron en la granja.  A pesar de que la casa de la familia Ulma estaba situada en las afueras del pueblo, la presencia de los judíos fue detectada de inmediato. No se sabe con seguridad quién los denunció a los alemanes, pero no existen dudas de que hubo una delación. .
Durante la noche del 23 al 24 de marzo de 1944 la policía alemana llegó a Markowa desde Lancut. Encontraron a los judíos en la granja de Ulma y los fusilaron. Después asesinaron a todos los miembros de la familia Ulma –Jozef, Wiktoria, que estaba embarazada de siete meses, y los seis hijos: Stanislawa, Barbara, Wladyslawa, Franciszka, María y Antoni. El más pequeño había comenzado a asistir a la escuela primaria.
El joven Yehuda Erlich, que estaba escondido a pocos kilómetros, cuenta las repercusiones del crimen de los Ulma y sus protegidos en la región: “En la primavera de 1944 fue descubierta una familia judía escondida por granjeros polacos. Esta –ocho almas, incluida la esposa embarazada- fue ejecutada junto con los refugiados. Como resultado se provocó un gran pánico en el seno de los campesinos que estaban ocultando judíos. A la mañana siguiente fueron descubiertos 24 cadáveres de judíos en los campos. Fueron asesinados por los campesinos mismos, que les habían dado refugio durante 20 meses.» 2
La historia ejemplar de los Ulma es conocida en Polonia desde hace décadas. En 1995 la familia fue reconocida como Justos entre las Naciones por la comisión nacional israelí en el marco de Yad Vashem. En 2001 el gobierno polaco erigió en Markowa una placa conmemorativa. En Abril de 2016 el presidente de Polonia inauguró el museo de la familia Ulma y de los Justos entre las Naciones en Markowa.  El objetivo del museo es homenajear a los polacos que arriesgaron sus vidas, y en muchos casos lo perdieron todo, para salvar las vidas de sus vecinos o hasta de judíos desconocidos.
Puede sostenerse que el homenaje a los Justos entre las Naciones por parte del Estado polaco es una deuda largamente postergada. 3.  En otro de sus libros (Fear, sobre el antisemitismo en la Polonia de posguerra y el “pogrom” de Kielce de 1946 5)  cuenta Jan Gross que muchos de los polacos que escondieron o protegieron judíos durante la ocupación alemana, preferían esconder esos hechos durante la época comunista, guiados por la convicción de que aquella solidaridad de entonces era motivo de vergüenza ahora. Como sucedió en casi toda Europa del Este, había temas de los que no se hablaba: el holocausto judío, la resistencia no-comunista, el colaboracionismo local con los nazis, la propiedad judía confiscada o simplemente apropiada, pero tampoco la ayuda brindada a los judíos durante la persecución. De la memoria de los años de ocupación solo era lícito hablar de los crímenes de los nazis en general, como parte de la lucha global entre comunismo y fascismo, lucha cuya continuación directa era la guerra fría. En ese contexto, la especificidad judía del Holocausto era irrelevante y hasta “contrarrevolucionaria”, la contraseña que auguraba por aquellos años la cárcel, la tortura y el gulag. .
En ese contexto es que puede entenderse la importancia que estas preguntas cobran para la identidad nacional polaca pos-comunista. En la nueva Polonia, el “Justo entre las Naciones” no tiene que temer más ser objeto de escarnio y optar por un silencio embarazoso. La solidaridad con los vecinos judíos, la compasión por su destino, el arriesgar la vida y perderla junto con ellos, se ha transformado en un elemento central del ethos de la resistencia patriótica. Ese es el lugar que ocupa el Museo de los Justos en Markowa, la única actitud de los polacos de entonces que cabe en el nuevo relato.
Aunque ella implique una reescritura de la historia: en un artículo publicado en el último número de Yad Vashem Studies, los historiadores polacos  Jan Grabowski y Dariusz Libionka sostienen que la narrativa del Museo distorsiona la realidad histórica de una forma que dista mucho de una “interpretación” alternativa legítima. Al mismo tiempo que expone a los polacos locales como colectivamente heroicos en sus esfuerzos de ayudar a los judíos, omite datos desagradables, como la delación o el asesinato de judíos fugitivos; inventa o exagera enormemente datos, tales como la supuesta participación de la Iglesia Católica local en el rescate o el número de judíos rescatados en la zona. Los autores muestran que los historiadores que planificaron el Museo de la familia Ulma se basaron en documentos históricos solamente “si [estos] sostenían su visión predeterminada del pasado,” pero que “ocultaron y oscurecieron la fuente histórica si esta no conformaba con esa visión.”
Los autores aportan también evidencias de que la persecución a los judíos, por parte de polacos en las regiones rurales, era conocida en la época. Así lo señalaba el periódico de la resistencia clandestina Wiesci de diciembre de 1943, que el museo ignora: “Una de las partes más trágicas de la ocupación alemana de Polonia es la cuestión judía. Todos condenamos los perversos crímenes ejecutados por los alemanes a los judíos. Pero pasamos por alto esos ávidos líderes aldeanos y bomberos, que atrapan a los judíos y los entregan a las manos de los carniceros.” 6
Hay un hilo invisible que relaciona Markowa con Jedwabne. El innegable heroísmo y sacrificio de los Ulma y de miles de polacos, parece funcionar como coartada de los asesinos de Jedwabne, y de los miles, acaso cientos de miles7, de polacos que por omisión o por oportunismo, por atávico resentimiento antisemita o por mera conveniencia coyuntural, se ensañaron con los judíos perseguidos. En el nuevo relato solo hay lugar para la victimización de la sociedad y el martirio de los justos. No es casual que historiadores como Gross o Grabowski sean cuestionados y perseguidos por los guardianes institucionales de la memoria polaca, ni es casual que el régimen ultraconservador de Ley y Justicia, que se alinea con el “antiliberalismo” y el “euroescepticismo” del Premier Húngaro Viktor Orban y la derecha europea más aislacionista, avance con sus instrumentos legales sobra toda indagación del pasado que no se ajuste a su épica.

 4-¿Todo está guardado en la memoria?

Hurgar en la historia de la Shoá es, ante todo, sumergirse en lo más descarnado de la condición humana. Esta frase es siempre cierta y mucho más cuando nos preguntamos por las actitudes de los hombres y mujeres sometidos al Tercer Reich, las poblaciones civiles de los países conquistados.  De aquí que el debate histórico y la construcción y reformulación de la memoria histórica del periodo nazi esté muy lejos de haberse agotado. La vieja definición del “bystander” – el observador pasivo -da paso a una cada vez más profunda y compleja interrogación. Como acertadamente sostienen en el Museo del Holocausto en Washington: se necesita más investigación sobre la dinámica social dentro de los grupos afectados y las comunidades en diferentes regiones y países. Estudios futuros adicionales nos ayudarán a retratar de manera más completa y en todos los tonos de gris, el rango de comportamientos que marcó las relaciones entre judíos y no judíos, para continuar avanzando más allá de las generalidades sobre «espectadores». La investigación futura también debería proporcionar una mejor comprensión de cómo en diferentes lugares y tiempos, las personas se movilizaron o vinieron a hacer lo que hicieron o dejaron de hacer para facilitar la persecución y el asesinato masivo de otros seres humanos. 8
En ese marco es inaceptable el intento de coartar la libertad de interrogar al pasado y de establecer por ley hasta dónde puede llegar la memoria. Inaceptable y en última instancia, inútil como tapar el sol con las manos. Ignoramos qué consecuencias prácticas tendrá la llamada “Ley Polaca” (que mientras se escribían estas líneas ha sido aprobada por la Cámara Alta del Senado y espera la firma de su impulsor, el presidente Andrejsz Duda), pero por lo pronto ha logrado que millones de personas en el mundo escuchen hablar por primera vez de lugares como Jedwabne y Markowa.
Ya lo dijo hace años un poeta de voz ronca criado en Cañada Rosquín: La memoria estalla hasta vencer/ a los pueblos que la aplastan/ y no la dejan ser/ libre como el viento…

*  El autor es Sociólogo, profesor de Historia Judía, disertante en la Escuela Internacional de Enseñanza de la Shoá de Yad Vashem, Jerusalén.

1 Jan Karski (24 de junio 1914 – 13 de julio de 2000) fue un miembro de la Resistencia polaca en la Segunda Guerra Mundial y posteriormente académico en la Universidad de Georgetown. En 1942 y 1943 Karski informó al Gobierno polaco en el exilio y a los Aliados occidentales acerca de la situación durante la Ocupación de Polonia (1939–1945), especialmente la destrucción del Gueto de Varsovia, y el secreto de los campos de exterminio nazis.
2http://www.lavanguardia.com/internacional/20160424/401329558961/museo-segunda-guerra-mundial-polonia-conservadores-acabar-europeismo.html
http://www.yadvashem.org/yv/es/exhibitions/righteous/ulma.asp
4  Polonia es por lejos el país que tiene más Justos entre las Naciones reconocidos, alrededor de 6700 en Enero de 2017, es decir la cuarta parte de los 26500 reconocidos en el mundo por el Estado de Israel.
5 Jan T. Gross, Fear – Antisemitism in Poland after Auschwitz, New York 2006.
http://www.yadvashem.org/es/blog/polacos-actitudes-markowa.html
7  El historiador polaco-canadiense Jan Grabowski, que ha publicado un polémico estudio sobre la persecución a los judíos por parte de polacos (Caza a los Judíos. Traición y Muerte en la Polonia Ocupada, Polonia 2011, Bloomington 2013, Jerusalén 2017) sostiene que más de doscientos mil judíos fueron asesinados por sus compatriotas durante los años de la ocupación alemana. https://www.haaretz.com/world-news/europe/.premium.MAGAZINE-orgy-of-murder-the-poles-who-hunted-jews-and-turned-them-in-1.5430977
https://www.ushmm.org/wlc/en/article.php?ModuleId=10008207