Una ficción sobre el antisemitismo en Hungría

Del peligro y la revelación

Hace un mes yo vagaba por Budapest como un fantasma. Mi novia húngara (en realidad, medio judía) me había dejado por un actor alemán. Era un actor mediocre que trabajaba de extra, siempre haciendo de nazi, en las innumerables películas sobre nazis que se ruedan en Budapest. Mi exnovia (que era medio judía, aunque ahora que lo pienso, ¿qué significa íntimamente ser medio judío? Un judío no puede saberlo) y el alemán se habían conocido en una fiesta de Acción de Gracias, organizada por un medio judío americano residente en Hungría. Yo no sabía qué estábamos agradeciendo, pero cuando vi que Hans se acercaba a Kata con decisión, y Kata, mucho más baja, lo miraba con admiración me di cuenta que esa noche yo no tendría mucho que agradecer.
Por Pedro Lerman

Yo había cometido el error de alejarme un segundo de mi mujer, engolosinado por el pumpkin pie que resultó ser fatal para mi pareja. Cuando volví dispuesto a interrumpir la conversación entre Hans y Kata, ya se había formado entre ellos una complicidad extraña (como la que se forma entre dos judíos en un bautismo, pero también entre víctima y verdugo). Interrumpí como pude, preguntándole a Hans sobre su identidad y procedencia, ocupación legal en Hungría, me faltó poco para pedirle documentos. Hans me contestó, previsiblemente, que no le gustaba Alemania, él era demasiado relajado para estar entre gente tan ordenada. Yo ya conocía ese tipo de alemán cool, me parecía la peor clase de oportunista, prefería por mucho a los alemanes comunes y corrientes. Así que me limité a decirle que a mí tampoco me gustaba Alemania, así que teníamos mucho en común. Kata me miró con desaprobación, como diciendo «no te puedo sacar a ningún lado», y Hans sonrió desafiante, como sugiriendo que pronto tendríamos más cosas en común. Perdí a Kata en menos de un mes, y Hans obtuvo un papel mínimo corriendo de un lado a otro como un loco, disfrazado de soldado de la Wermacht, en la premiada película «el hijo de Saul».

Yo vagaba por Budapest como un fantasma hacía un mes. Mi pretensión de bon vivant budapestino se había esfumado: Kata me echó de su casa con alegría y diligencia. Fue un abandono pulcro, bien gestado, avoda nekiá. Me fui a compartir apartamento con innombrables migrantes, y perdí mi casa en Csepel, el jardín, los perros, y a Kata. «Heme aquí», pensé, caminando por las calles todas iguales como un cuentenik, un sudaca en Europa, peor, un judío en el país de los húngaros. Heme aquí sin destino, y las casas perfectamente alineadas me parecían ruinas despatarradas, y yo mismo parecía una ruina. Hablaba con dios, pero él, como a Shaul ha melej (y mi nombre en hebreo es Shaul) no me respondía. Fue entonces que sonó mi teléfono. Y a falta de respuestas, recibí una pregunta: «¿Vive todavía usted en Budapest?». Pensé en responder como el chiste (“¿Y a usted le parece que esto es vivir?») pero en lugar de ello pregunté simplemente quién era. «Soy Tibor Merges», me respondió una voz mortecina.

Tibor Merges (Morgenstern) es -porque continua vivo a sus 93 años- el director de la moribunda revista judeohúngara Elo Szo (Palabra viva), que aparece cada mes y medio o tres meses para retratar la vida judía en esta parte del mundo. Es un hombre que lo ha vivido todo, aunque nunca ha hecho nada para ello. Pero la circunstancia de ser judío en Hungría durante el siglo XX lo ha convertido en una verdadera leyenda viviente (una leyenda olvidada tal vez, pero de la que queda -como en el cuento jasídico- la historia). Tibor Merges me había contratado en una oportunidad para escribir el obituario del escritor Imre Kertesz. Mi trabajo no lo había satisfecho («eres más ingenioso que inteligente», me había dicho) por lo que su llamado me sorprendió. A lo sumo podía esperar que me llamase para pedirme que le devolviera el dinero de mi fallido obituario. Pero para mi alegría, Merges me dijo que quería encomendarme un artículo, era una «segunda oportunidad» que me daba para escribir, justamente, sobre un tema relacionado con las segundas oportunidades. «Ven a la redacción, te espero» me dijo. Ni siquiera tuve tiempo de aceptar.

La liliputiense redacción de Elo Szo, unos 15 metros cuadrados de libros por el suelo, una máquina de escribir, un armario lleno de papeles, y un banquito que le habrían sacado a Bonavena, transmitía la calidez de una morgue. Tibor Merges (Morgenstern) me saludó con cordialidad húngara, medido, casi hostil. «Tengo un artículo para ti, Pedro». «Gracias Tibor bacsi”, respondí como un niño ante un regalo, llamándolo con el equivalente húngaro al criollo «Don Tibor». Merges levantó una ceja y me miró a los ojos, como repensando o incluso arrepintiéndose de lo dicho. «Se trata de un artículo sobre el antisemitismo en Hungría, un tema de mucha actualidad». La frase me pareció ridícula. El antisemitismo en Hungría tenía cientos de años, tenía la actualidad de una costumbre tan arraigada como comer lentejas a comienzo de año para atraer dinero.
Pregunté con vanidad: «¿Por qué yo?». Morgenstern tuvo su primer gesto de fastidio. «¿Es necesario que te lo explique de nuevo?», resopló. «Ya sabés que se necesita una mirada externa, imparcial, no queremos ser acusados de victimitas». «¿Acusados? ¿Por quién?», pregunté con fingida inocencia, y Merges sonrió sarcásticamente, como diciendo: «No te hagas el vivo, jujem». «El gobierno nos ha pedido que escribamos algo del tipo «renacimiento de la vida judía en Hungría», ya sabes, nos amenazan con quitarnos el subsidio, y esta es una revista que no incluye publicidad, una revista digna, independiente…  necesitada permanentemente de fondos, ¿entiendes?». Demoré unos segundos con malicia antes de asentir.
«La derecha quiere acabar con la prensa libre, quiere imponer sus contenidos, blanquear su espíritu antidemocrático ante Occidente. ¿Qué podemos hacer nosotros ante eso? Sólo nos queda negociar».
Aquí el tono de Merges pareció aflautarse, y por alguna perversa razón tuve un flash de un documental que había visto en YouTube sobre el asesino de Kastner en Israel. «¿Puedo saber qué es lo que han negociado?», pregunté ahora con sinceridad. «Un artículo sobre el renacimiento judío en Hungría a cambio de un artículo sobre el antisemitismo en Hungría», dijo Tibor Merges con naturalidad.
Los momentos donde dos personas se miran y se entienden son inusuales, pero cuando llegan tienen el recato de una epifanía. Tibor Merges y yo podríamos ser padre e hijo, o incluso abuelo y nieto. Los dos somos judíos, con la diferencia de que él ha estado siempre en el momento justo en el lugar equivocado y yo he llegado tarde a todos lados, entre ellos y para mi fortuna, al lugar del crimen. Él está convencido de que yo soy un sudamericano -y por lo tanto menos judío, puesto que no hay entre mi familia directa víctimas de la Shoah- y yo estoy convencido de que él es húngaro -y por lo tanto menos judío, porque no habla hebreo ni idish. Tibor me considera un voyeur por haber elegido Hungría. Yo lo considero celoso de su tragedia, de su europeísmo, y también de su hungaridad. En el fondo, me gustaría ser él sin su dolor. A Morgenstern le gustaría tener mi edad, pero tengo la impresión de que más allá de eso no envidia nada de mí. Debe ver en mi persona una especie de Zé Carioca judío.
«Pedro, esta es tu segunda oportunidad. Si has elegido vivir en Hungría, algo debes tener, quizás hasta entiendas algo sobre este país, a pesar de que hablas el húngaro tan mal, parece que lo escupes, o que te faltaran dientes para pronunciarlo como corresponde». Era verdad, yo hablaba mal el húngaro, mal el hebreo, hasta mezclaba el castellano y el portugués. «Este número -continuó Merges- estará dedicado también a una segunda oportunidad: la de los judíos en Europa. Tu artículo sobre antisemitismo, que acompañará al que escribirá nuestra colega María Kereny (Kern) sobre el renacimiento judío aquí, será el barómetro que medirá las posibilidades de recomenzar, de volver a la vida después de la muerte».
Miré a Merges con tristeza, como si yo tuviera 93 años y él fuera un adolescente. «Puede ser que no hable bien el húngaro -le dije- pero lo entiendo bastante. Y créame que no son pocas las veces que escucho a la gente hablar mal de los judíos. Es más, le diría que viviendo en Hungría me di cuenta que el antisemitismo, en tiempos de paz, es un fenómeno esencialmente auditivo. La gente en Argentina me pregunta si se ve mucho antisemitismo en Hungría, y yo les digo que no se ve, sino que se escucha… Mire, Tibor, mi novia me dejó… y no tengo segunda oportunidad». Dije esto con parsimonia, con la tranquilidad con la que se dicen las cosas inconexas.
Tibor Merges debe haber notado mi dolor, porque su rostro se distendió y por primera vez su voz sonó paternal: «Las voces que recordamos son más fuertes que las que oímos. Es como la diferencia entre la música y el ruido». «Pero no podemos no escuchar, -imploré-. Justamente el oído es el sentido que nos avisa del peligro». Tibor Merges (Morgenstern) sonrió y en su sonrisa  había bonhomía. «Del peligro y la revelación», dijo. Y luego recitó, como un concertista experto, una escueta frase llamada Shemá Israel.