Tendencia hacia la intolerancia más violenta

La palabra y los actos

En un populoso y extendido barrio de Jerusalén, sobre el balcón de un departamento en el primer piso de un edificio relativamente nuevo, ondea una pancarta blanca con grandes letras negras que dicen “Smolanim bogdim” (izquierdistas traidores). Si esto representaría la opinión de una persona sería triste, pero no preocupante. Mas, la realidad es otra. El nivel creciente de agresividad física y verbal hacia quienes se niegan a alinearse con el gobierno derechista de Netanyahu y de sus socios más cercanos, los partidos de ultraderecha nacional – religiosa, dejó de ser sorprendente para convertirse en una conducta prácticamente naturalizada en el pensamiento colectivo de un importante sector de la población.
Por Ricardo Schkolnik

Calificar a todo opositor a las políticas oficiales o “paraoficiales” de traidor, renegado, judeófobo, antisemita o vende patria se convirtió en moneda corriente entre los ciudadanos israelíes. En esas categorías son encasillados personas que desde ámbitos militares, civiles, artísticos, académicos, científicos o políticos aportaron y aportan al crecimiento y al florecimiento del Estado judío, pero cometen el pecado de no comulgar con la violencia étnica y con la conquista territorial.

Este fenómeno es el resultado de un proceso en el que, por un lado se minimizó la gravedad de algunos hechos, como ataques esporádicos a personas de pública militancia pacifista y favorables al diálogo con los palestinos, o que se oponían a la ocupación de territorio palestino por la fuerza y a la política de asentamientos; y por otro se extendió un manto de protección policial y jurídica para quienes realizan actos de agresión y vandalismo contra agricultores palestinos; contra conventos y monasterios cristianos y contra grupos de derechos humanos israelíes (judíos, árabes y cristianos).

El último caso resonante fue el del soldado Elor Azaría, de 20 años, condenado el pasado febrero a 18 meses de prisión por matar de un disparo en la cabeza a Abdel Fatah al Sharif, un agresor palestino que estaba en el suelo herido e inmovilizado tras atacar con un cuchillo a otro uniformado en Hebrón, en marzo de 2016. Esta sentencia –leve para un asesinato de este tipo- fue precedida por marchas multitudinarias exigiendo la libertad del asesino y por un pedido de indulto por parte del primer ministro Netanyahu.

Entre los sangrientos atentados simultáneos contra los alcaldes de Ramallah, El Bireh, Belén, Nablus y Gaza, a principios de 1980, atribuidos a una organización clandestina judía autodenominada TNT – Terror Negued Terror (Terror Contra Terror), por los que no hubo ni siquiera sospechosos interrogados; y el juicio del caso Azaría pasaron casi 40 años de odio sembrado en forma metódica y cotidiana por la ultraderecha nacional-religiosa judía.

En esas casi cuatro décadas ocurrieron una infinidad de hechos de violencia, el magnicidio de Itzhak Rabin o la matanza de 29 fieles musulmanes que oraban en la Tumba de Abraham, perpetrada por Baruch Golstein, un judío ortodoxo de Kiryat Arva; entre otros.

Dicen que lo peor que le puede pasar a un pueblo, es asemejarse a sus enemigos… y en eso está nuestra cada día más intolerante dirigencia.

Esta tendencia hacia la intolerancia más violenta ya excedió los límites geográficos de Israel, para instalarse como línea política en muchas de las comunidades judías alrededor del mundo en las que se sigue el principio de no criticar –e imitar, en lo posible- nada de lo que provenga de los gobernantes israelíes.
Es así como, de pronto entre nosotros, las calificaciones de traidores, renegados, judeófobos… y más, son dirigidas frecuentemente a todo aquel que expresa disidencia con las políticas impartidas desde las organizaciones centrales de la judeidad argentina, que escoran hacia una radicalización derechista preocupante

La intolerancia y la descalificación, de la que nuestro pueblo fue víctima tantas veces, se convirtió en una de las habituales características de quienes se dicen representantes de los judíos argentinos. Esto lleva a plantearme serias dudas respecto al futuro de la colectividad como consecuencia de las políticas expulsivas adoptadas por la mayoría de las instituciones comunitarias.