El Experimento Milgram

Animales obedientes

Se encuentra disponible en la plataforma Netflix un notable film sobre un estudio controversial. “El Experimento de Milgram” aborda el trabajo de Stanley Milgram, psicólogo que en 1961 llevó adelante una serie de experimentos sobre la obediencia absoluta a la autoridad, tratando de responder a una sencilla pregunta: ¿Cómo es posible que personas “normales” sean capaces de provocar dolor a otra persona desconocida, sólo porque alguien así lo ordena.

Por Mariano Szkolnik

Quien haya pasado por un curso de psicología, sociología o antropología sabe que, a diferencia de las ciencias experimentales o “duras”, es virtualmente imposible someter la realidad social a experimentación. El físico, la bióloga pueden ingresar al laboratorio, ya sea para colisionar átomos o para manipular organismos vivos. Los resultados de esas experiencias permiten corroborar o refutar hipótesis –afirmaciones sobre qué es y cómo se comporta el mundo–, y establecer nexos causales: si intervenimos sobre A, entonces sucederá indefectiblemente B. En cambio, a las ciencias sociales, tanto por la complejidad de los hechos que estudian, como por sus implicancias éticas, la experimentación les está vedada. En otros términos: el sociólogo no puede producir un “genocidio de laboratorio” como quien cultiva bacterias en un frasquito.
Los genocidios son procesos sociales (y por ende, no se los puede aislar de su contexto sociohistórico) en los cuales se destruyen relaciones sociales de manera escalonada: parten de la construcción social y simbólica de una “otredad negativa”, lo cual deriva en el hostigamiento hacia ese colectivo, su aislamiento del resto de la sociedad (pulverizando los lazos de solidaridad social), para concluir con la represión y exterminio sistemático del grupo étnico-religioso-político estigmatizado. Podemos estudiar estos procesos, podemos describirlos, pero no habría modo de experimentar con ello, suscitar o inducir las etapas antes descriptas, verificar que se produce la eliminación de una porción de la población a manos de las agencias represivas del Estado, corroborar la ilación causal, escribir un paper académico y girar por el mundo exponiendo los resultados de nuestra investigación.
Los experimentos conducidos por Stanley Milgram a comienzos de los años ‘60 forzaron ese límite, al proponerse indagar un aspecto significativo del comportamiento de los sujetos en sociedad. Milgram, un judío norteamericano hijo de emigrados europeos, se preguntó cuál es la razón para que las inquisiciones y masacres sistemáticas constituyan una constante histórica, y cómo es posible que existan siempre personas dispuestas a cometer esas atrocidades, transcurriendo luego el resto de sus vidas sin sentir un ápice de culpa o asumir la responsabilidad por su actos.

Eichmann y sus circunstancias
El doloroso recuerdo del holocausto y el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, fueron el telón de fondo de estos cuestionamientos. Flotaba en el aire una pregunta: “¿Cómo fue posible?”. El burócrata nazi había alegado, en su defensa, el principio de obediencia a las órdenes dictadas por la autoridad legítima. En su célebre cobertura del juicio, Hannah Arendt resumía que Eichmann no parecía haber actuado con odio ni saña hacia sus víctimas, sino con indiferencia y apatía; concluía la filósofa que, aun habiendo organizado el exterminio industrial de los judíos europeos, Eichmann no era intrínsecamente “malo”, sino meramente banal, un hombrecito gris puesto por el destino en circunstancias extraordinarias. El experimento Milgram consistió en reproducir –o provocar– algo de esas “circunstancias extraordinarias” en el ambiente controlado de un laboratorio, desencadenar un aterrador dilema moral, y medir la reacción de los sujetos sometidos a experimentación. Milgram se preguntó: ¿La obediencia debida sobre la cual el nazi justificó su participación en el genocidio de millones de seres humanos, constituye una excepción o supone una característica oscura y poco estudiada del comportamiento humano?, ¿Puede alguien negarse a obedecer una orden que considera inmoral, aunque ésta sea legítima?, ¿Somos los humanos “libres” de actuar, en última instancia, de acuerdo a nuestro albedrío?

En el laboratorio
La experiencia se relata muy bien en esta película de 2015, dirigida por Michael Almereyda, y disponible en Netflix (Consignemos que una primera e interesante aproximación al caso puede verse en “I… comme Icaro”, film francés de 1979 protagonizado por Ives Montand).
Tres personas toman parte en este experimento: el “maestro”, el “alumno” y el “experimentador”, que es quién, ataviado con guardapolvo, imparte las órdenes e indica la secuencia y el ritmo de la prueba. “Alumno” y “experimentador” son actores que siguen un guion prestablecido. El “maestro” es el verdadero “ratón de laboratorio”, sobre quien se evalúan los comportamientos y miden sus reacciones. El maestro ha concurrido voluntariamente al laboratorio, reclutado mediante anuncios en la vía pública (que ofrecían dinero por la participación en un estudio científico). El experimentador le informa que el experimento pretende analizar la capacidad de aprendizaje del alumno, a partir de administración de castigos cuando equivoca alguna respuesta a frente a preguntas que debe previamente memorizar. Cuando el aprendiz falla, el maestro está obligado a aplicarle descargas eléctricas incrementales (parten de unos modestos 15 voltios hasta alcanzar los 450). El maestro no sabe que toda la experiencia no es más que una simulación: las descargas son falsas (administradas por medio de las palancas de una, también, “falsa máquina”), tanto como son fingidas las manifestaciones de dolor del alumno. Ignorando por completo ese carácter teatral, el maestro asume que voltaje y sufrimiento son reales. En síntesis, se le ordena al maestro que aplique –bajo la presión del experimentador– picana eléctrica a un desconocido que ha sido, según entiende, reclutado como él, anónimamente en la vía pública.

Je Suis Eichmann
El experimento puso a prueba una fuerte hipótesis de Milgram y su equipo. Estimaban que solo una proporción marginal de los “maestros” sometidos a estudio (particularmente aquellos con rasgos sádicos o psicopáticos) aplicarían el máximo voltaje a sus alumnos. Los investigadores asumían que –de modo análogo a lo que sucede con un fusible durante un cortocircuito– los frenos morales actuarían precipitadamente, obligando al sujeto a rebelarse ante la orden impuesta por el experimentador. Sin embargo, y pese a que muchos mostraron su disconformidad con la marcha y lógica del experimento, más de seis de cada diez maestros llegaron al final de la prueba, pese a los “gritos agónicos” y “súplicas de clemencia” de sus alumnos. Solo el 35% de los sujetos abandonó la prueba entre los 300 y 450 voltios, visiblemente incómodos con la orden impartida por el experimentador (quien insistentemente conminaba: “Usted no tiene opción alguna: debe continuar”).
Pero el hecho más inquietante es que nadie, en ningún momento, cuestionó el carácter del experimento, ni se negó a participar o a administrar los primeros 15 voltios como castigo a la respuesta errónea del alumno. Milgram repitió la experiencia con diferentes grupos de maestros –según origen étnico, adscripción religiosa, orientación ideológica, o género– sin hallar variaciones sustantivas en los resultados obtenidos. El psicólogo encontró que los maestros optaban siempre por el cumplimiento de las órdenes emanadas de la autoridad establecida, antes que rebelarse a ella en solidaridad con un ser humano sufriente.
Milgram recalcó con insistencia que los maestros ingresaban voluntariamente al laboratorio, teniendo la potestad de abandonar la experiencia en cualquier momento. No actuaban motivados por el odio ni el resentimiento hacia sus víctimas, sino por pura obediencia. De todo ello, surge una verdad incómoda: puestos en circunstancias extraordinarias (o no tanto): ¿Todos somos Eichmann?, ¿Todos somos Etchecolatz?
Los hilos que sustentan a la voluntad, son claramente delicados. Basta una dosis de coerción, de presión concreta ejercida por aquel que detenta una cuota de poder para que la conciencia, orgullosa de su libre albedrio, se desvanezca, revelando su carácter ficcional. Milgram demostró que el sujeto experimenta alivio al delegar su responsabilidad en lo que juzga una autoridad superior. Se pueden cometer atrocidades sin odio, o sin motivación aparente. Como autómatas temerosos de la autoridad antes que de los dictados de sus conciencias, seres con buenas intenciones, amantes de sus hijos, hijas o mascotas, identificados con el Bayern de Munich o el club de sus amores en Buenos Aires, asfaltaron con su trabajo la autopista que condujo al Infierno. El Experimento de Milgram, repetido y cuestionado a través de los años, reveló que el Mal no es absoluto, sino banal, tal como sugirió Arendt en Jerusalén. Y que nadie se encuentra exento de cometerlo.