Como cualquier otra narrativa militante, la sionista y la palestina comparten dos atributos fundamentales. En primer lugar, cada una se edifica con recortes políticamente intencionados de la realidad y cada una amplifica ciertos hechos y silencia otros. Así, mientras el sionismo oficialista reserva en su relato un lugar de privilegio para el terrorismo palestino y raramente reconoce sus propios crímenes humanitarios, la narrativa palestina procede de la forma exactamente inversa. La segunda característica fundamental de las narrativas militantes es que cuando se refieren a un hecho mutuamente reconocido y candente, cada una ofrece una interpretación que encaje adecuadamente con la causa política defendida. Por ejemplo, tanto el sionismo como el relato palestino reconocen el exilio de alrededor de 700.000 palestinos durante la guerra de 1948. Sin embargo, mientras el sionismo mainstream suele interpretarlo como el producto de una constelación de hechos diversos, la lectura palestina lo achaca principalmente a un plan deliberado de expulsión (una “limpieza étnica”) para generar una sólida mayoría demográfica judía.
Las narrativas militantes pueden ir aún más lejos: pueden llegar a distorsionar o incluso a inventar hechos inexistentes en su deliberada empresa de llevar agua para su propio molino ideológico. Recuérdese al respecto a Benjamín Netanyahu asignando responsabilidad a los palestinos en el Holocausto del pueblo judío o a Mahmud Abbas aludiendo a un supuesto llamamiento rabínico a envenenar el agua de los palestinos.
Frente a este campo minado de relatos politizados, al analista y al investigador del conflicto les aguarda un duro trabajo: someter tales narrativas al examen riguroso de la evidencia disponible, analizar y disecar sus respectivos argumentos y, finalmente, ofrecer su propia versión. A diferencia de las narrativas militantes, expertas en el alumbramiento de postverdades, el propósito de este nuevo relato analítico sería la búsqueda, la construcción y el aporte de un nuevo saber.
Una cuestión de actitud
Podríamos hablar pues de dos grandes polos actitudinales (a modo de “tipos ideales” weberianos) a la hora de escribir sobre cualquier conflicto político de alta sensibilidad. De un lado, estaría el polo que ya ha tomado partido antes de redactar su primera frase, que terminará eligiendo los hechos convenientes, silenciando los disonantes y hasta incluso (ya cruzando sin tapujos la frontera de la ética) inventando algunos. Del otro lado, en cambio, estaría el polo actitudinal guiado por la curiosidad, por el apetito cognitivo y por la expresa voluntad de permitir que nuevos hallazgos derriben viejas certezas.
No debe confundirse a este segundo polo con la objetividad. Sin pretender ingresar en una larga discusión epistemológica, basta decir que es imposible cumplir a cabalidad con aquello que Durkheim nos sugería en sus clásicas “Reglas del Método Sociológico”: deshacernos de nuestros prejuicios y valores a la hora de ejercer la investigación en el vasto campo humanístico. Como bien afirma Paul Scham, todo analista imprime su sello propio a la hora de practicar la historiografía, más aún si es la historia de su propio pueblo la que está en juego. Tampoco se trata de ofrecer una perspectiva apolítica, aséptica, impecablemente neutra. Un texto, de hecho, puede estar simultáneamente cargado de intencionalidad política y argumentación (pensemos, por ejemplo, en la multiplicidad de valiosos estudios que discuten si la fórmula de Dos Estados para Dos Pueblos es o no la mejor solución desde una perspectiva de derechos humanos). El auténtico desafío, en cambio, es proponer un trabajo intelectual cuyo horizonte y utopía principal sea la ecuanimidad, esa actitud emparentada con la honestidad, con la escucha atenta de todas las voces y versiones, con el ejercicio apasionado del rigor y, al mismo tiempo, con la moderación y el sometimiento de nuestras inevitables pasiones a nuestras indispensables razones. Reconciliar sin sometimientos, en pocas palabras, al ser político y al ser analítico que habitan dentro nuestro.
En busca de la brújula perdida
Desafortunadamente, son muchos los pretendidos o supuestos analistas que han perdido ese norte fundamental y devenido lisa y llanamente en propagandistas y operadores políticos. Así vemos, por ejemplo, al historiador Ilan Pappé machacando una y otra vez con su relato unidimensional donde sólo hay espacio para el sufrimiento palestino y sólo banquillos para sentar a reos israelíes. Sucumbiendo al polo de la militancia, Pappé ha sufrido el desenlace esperable: ser el sumo pontífice intelectual del bando palestino y sus aliados de la extrema izquierda, que no pierden oportunidad de citar sus trabajos furibundamente antisionistas como si fuesen un texto sagrado, un nuevo Corán o un nuevo Manifiesto del Partido Comunista. Lo mismo sucede en el campo del sionismo, otro campo plagado de “analistas” deseosos de satisfacer a la platea judía dominante de Israel y la diáspora, con sus dedos apuntando siempre al adversario: al terrorismo y a la intransigencia palestina como únicas variables explicativas de más de cien años de conflicto. Es el campo de la hasbará (sea oficial o extra-oficial, remunerada o voluntaria), un campo cuyos argumentos, para ser sinceros, sólo resultan convincentes para quienes ya estaban convencidos y no quieren dejar de estarlo.
Abogar por la necesidad de investigaciones y análisis que persigan la ecuanimidad y la rigurosidad no equivale a proponer un enfoque simétrico que atribuya idénticas responsabilidades e idénticos poderíos. Ecuanimidad no es sinónimo de equidistancia. Donald Trump quiso asumir una posición equidistante entre las responsabilidades de los supremacistas y sus detractores en los incidentes de Charlottesville y, lejos de resultar ecuánime, resultó patético cual nos tiene acostumbrados. La apuesta no consiste en el ofrecimiento de una cuidadosa simetría o de una engañosa balanza donde los crímenes de uno se equiparen milimétricamente con los del otro para así eximir culpables y hacer borrón y cuenta nueva. De lo que se trata, en cambio, es de asumir una actitud distintiva, diametralmente opuesta a la de los militantes y operadores de ocasión. Se trata de combatir el afán hemipléjico, el sesgo deliberado, el deseo siempre latente de llegar a relatos que sean meros reproductores de nuestras propias y previas ideologías. En ese combate (que en buena parte es también un constante combate contra uno mismo), hay que estar dispuesto a sacrificar la búsqueda del extendido aplauso y a correr el doloroso riesgo de convertirse en un paria, en un sospechoso, en un hereje. Hannah Ardent, por ejemplo, supo correr ese riesgo al escribir Eichmann en Jerusalén. Ahora que lo pienso, esa debe ser la razón principal por la que sigo enamorado de ella.
* Magister en Sociología, Universidad de California, Los Angeles. Consultor Independiente. Especialista en Identidades y Conflictos Étnico-Raciales. Uruguayo.