Reflexiones en Rosh HashanĂ¡

Dos apostillas sobre pluralismo y violencia

Frente al peligro que representa la ilusión de totalidad, la sanidad de sabernos parte.
Por rabino Marcelo Polakoff

Violencia sin plural
Como argentinos, no estamos muy entrenados en el arte del desacuerdo. No tenemos mucha práctica para la escucha; más bien preferimos la “parla”.
Tampoco seamos tremendistas, ya que el nuestro no es un país donde reine la ley de la selva. Y muy a pesar de sus habitantes (nosotros), aún sigue siendo un extraño privilegio vivir en estas latitudes.
Sin embargo, parece que hemos heredado –como pueblo– el mal uso que han hecho las religiones en general de la posibilidad de lo plural, un hecho que es necesario volver a confesar y que produjo a lo largo de los siglos no pocos derramamientos de sangre.
En la tradición hebrea, con más de tres mil años de práctica discursiva y hermenéutica, el tema de las disputas, evidentemente, también es disputado. Y la más clásica de ellas es la que trasunta entre los sabios Hilel y Shamai, titulares de las famosas bimilenarias escuelas rabínicas del Talmud, que –sin dudas– es un modelo a imitar.
Se cuenta que ambas corrientes perseveraron en disentir acerca de un asunto específico (¡nada menos que la necesidad o no de la raza humana!) durante tres años, hasta que se definió que sendas opiniones eran válidas. De cualquier manera, en cuestiones de ley prevaleció casi siempre la postura de Hilel. ¿Por qué? El mismo texto responde: “Porque eran amables y humildes y porque analizaban primero la opinión de su adversario”.
Esta virtud de la divergencia, embebida en un profundo reconocimiento a la pluralidad de las versiones, no era una mera postura simulada. Era un compromiso inexorable con la certeza de saberse humanos y, por ende, falibles. Era una puerta abierta al aprendizaje, aun si proviniera de un casual contrincante.
La palabra hebrea para definir semejantes discrepancias es majloket , un vocablo que proviene de jelek, cuyo significado es porción. Un testimonio lingüístico que adelanta en su misma semántica la función más preciosa de todo debate: el repartir (y si se puede aumentar, mejor) las porciones de la verdad que fueron puestas en consideración.
Tal vez el hecho de que el judaísmo, desde sus primeras páginas, no postule que hace falta ser judío “para ganarse el cielo”, sino que, como lo indica la máxima rabínica, “los justos de todas las naciones tendrán su parte en el mundo venidero”, fue –paradójicamente– motivo de repulsión.
No era un mensaje muy común (tampoco lo es en estas épocas), por lo que escuchar semejante osadía filosófica también enojaba a algún que otro teólogo que veía en aquel postulado una posible puerta de debilidad para su propia ideología.
Admitamos que nadie tiene todavía la vacuna contra el fundamentalismo, contra los que toman los fundamentos (que en general son buenos) y te los tiran por la cabeza de manera absoluta, maniquea e irracional, como si fueran los únicos embajadores de lo divino.
Sin embargo, hay muchos antídotos: la democracia, el diálogo interreligioso, el debate serio y responsable, la cultura de la divergencia, y la convivencia sana con la duda y lo incierto, entre otros tantos.
Aquel pasaje talmúdico que antes citamos contiene en su seno una imagen impecable cuando dice que, de repente, al final del debate trienal entre las dos escuelas de sabios, “irrumpió una voz celestial que sentenció: ¡ambas opiniones son la expresión del Dios viviente!”.  Un canto supremo al pluralismo, una oda divina a lo dual y una invitación eterna a la paz. Es que, en última instancia, lo contrario de lo plural no es lo uniforme. Lo contrario de lo plural termina siendo siempre, más tarde o más temprano, lo violento.

¡Gracias, Caín!
No hay ningún error en el título. Se lo merece, y con creces. Nadie puede negar que nos ha dejado párrafos magistrales –sellados a sangre y fuego– en las primeras páginas de la Torá, al amanecer del texto bíblico.
Su nombre y su nacimiento lo marcaron para siempre: “Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín, diciendo: he adquirido un varón con Dios. Después dio a luz a su hermano Abel”.
¡Alto ahí! “Caín” viene de una raíz hebrea que significa “adquirir”, y si no se entiende este concepto, se pierde gran parte de la sabiduría del texto.
La marca más profunda de Caín radica en su voracidad adquisitiva, en su imposibilidad para aprender a ser hermano, que no es más ni menos que aprender la idea de “parte”.
Nada sorprendente es que al concepto de “adquirir” le esté adosada la idea de Dios: “He adquirido un varón con Dios”, dice Eva, un cóctel explosivo.
Y Caín, entonces, se nos aparece así de llano como el que va por todo, sin dejarle lugar a Abel, asesinándolo de hecho, pues no tolerará que su hermano sea el beneficiado por la predilección divina a la hora de la aceptación de sendas ofrendas al mismo y único Creador.
Maravillosamente el idioma hebreo reservará la raíz trilítera “P.R.T.” para denominar justamente la PaRTe, lo parcial que se constituye en requisito cuando de hermanos se trata, quienes sí o sí deberán aprender a compartir el amor paternal.
Esa misma raíz indudablemente también se cuela en lo FRaTerno, sabiendo que la P y la F son –lingüísticamente– el mismo fonema.
¿Por qué mató Caín?
Por el todo.
O todo, o nada. O todo, o nadie.
Una lección brillante para todos los tiempos, en especial para todos los que buscan refugio en lo total, sin sospechar siquiera que a ese territorio nada ni nadie de lo humano accede.
Y créanme que no importa el área de incumbencia, el resultado es exactamente el mismo: termina en violencia.
Sucede en la política con los totalitarismos, más allá del signo que sean, ya que los totalitarios –en su afán por el todo– no dudan en matar a cualquier “parte” que se interponga en su camino.
Sucede también en lo religioso cuando se mezclan los fundamentos con el fundamentalismo, y es más que evidente que ninguna tradición escapa a sus perversas garras.
Los extremistas de todo tipo y color, amén del título del libro sagrado al que suscriban –más tarde o más temprano– decapitarán cuanta cabeza tengan a mano (y a cuchillo) porque, al igual que Caín, van por todo. Y todo se explica, y todo se legitima, y todo se justifica… Un verdadero peligro.
Este complicado y añejo virus totalizador tampoco es ajeno al ámbito más personal, incluso cuando el amor está de por medio, y uno pretende encontrar el “todo” en el otro (ya sea en formato de hijo, de padre, de pareja o de lo que fuere).
Y por más que suene romántica y bella una frase como “sos todo para mí”, la verdad es que no es verdad, ni creo que debiera serlo.
En todo caso, le agregaría un “casi”, obviamente arrasando con el romanticismo, pero al menos dando testimonio cabal de la sanidad de sabernos todos “parte”.
Si cuidáramos cada “parte” y si fuéramos un tanto más fraternos, arribaríamos al milagro de encontrar en cada parte un atisbo del Todo.
Sin Caín, no sé si lo sabríamos.