Auschwitz, lo siniestro y nosotros

Para encarar la complejidad de las secuelas de la Shoá, el autor de esta columna recorrió un cuento y dos películas que abordan el después de Auschwitz, entendido como símbolo de la cumbre del horror y sus numerosos efectos años más tarde.
Por Diego Niemetz

En general, estamos tan acostumbrados a pensar en el pasado tal cual nos lo han enseñado que resulta muy difícil torcer cierta inercia, cierta iconicidad instalada al respecto. Por ejemplo, sabemos que seis millones de judíos fueron aniquilados durante la Shoá, pero ¿podemos imaginar su sufrimiento? ¿el hambre extremo? ¿el frío? ¿corresponde juzgar, desde la seguridad de nuestra situación, los actos “amorales” que debieron cometer muchos de ellos para tratar de sobrevivir? ¿cómo dimensionar un fenómeno tan masivo y que abarca tantas realidades? Todo esto es cierto, pero no es todo.
Del mismo modo, estamos acostumbrados a pensar en los nazis de una forma bastante tipificada. En general son jóvenes, malos y les gusta matar judíos, casi como si fuera un videojuego. Después de la guerra, los argentinos lo sabemos, algunos escaparon y se escondieron por el mundo. A algunos, los encontraron. Todo esto es cierto, pero no es todo.
Tanto si lo pensamos del lado de las víctimas como del lado de los victimarios los dilemas son muchos y muy complejos, y está entre nuestras obligaciones encarar la complejidad para abordar esos problemas.
Si el desafío es seguir pensando sobre lo casi inimaginable, sobre Auschwitz por ejemplo, podemos acordar que el arte es una forma de propiciarlo, una manera de ampliar nuestras perspectivas antes de que la repetición entumezca nuestros sentidos y nuestra capacidad de empatía. Por eso, quiero recorrer tres ficciones (un cuento y dos películas) que abordan el después de Auschwitz, entendido como símbolo de la cumbre del horror, y sus efectos siniestros varios años más tarde.
Quisiera empezar con una cita de Emmanuel Levinas quien, en uno de sus ensayos, se pregunta: “¿Puede haber algo tan extraño como la experiencia de lo absolutamente exterior, tan contradictorio en los términos como una experiencia heterónoma?” (“La huella del otro”, p. 53). Más adelante en ese mismo texto, aclara que “la experiencia heterónoma que buscamos sería una actitud que no puede convertirse en categoría y en la cual el movimiento hacia el Otro no se recupera en la identificación, no regresa a su punto de partida” (53).
El filósofo apunta a un movimiento de búsqueda perpetuo, es decir, lo que él desarrolla como “un movimiento de lo Mismo que va hacia lo Otro sin regresar jamás a lo Mismo” (54), la contraposición entre el Ulises, que regresa triunfante a su Ítaca natal, y el Abraham, que abandona para siempre su tierra (Levinas escribe “patria”, sosteniendo a mi entender el sentido etimológico: “terra patria”, la tierra del padre y de la estirpe, aunque en nuestra lengua podría prestarse a confusiones actualmente) y que es el modelo alternativo que propone y rescata el filósofo lituano.
Un genocidio es, básicamente, el intento por anular la experiencia heterónoma, es la destrucción del otro para alcanzar un estado de inmovilidad perpetuo, de cómoda uniformidad. La Shoá es uno de los ejemplos más claros y la ideología que la sustentó así lo explicita: lo diferente (otras razas) deben ser dominadas en algunos casos y exterminadas en otros. Solamente cumpliendo estos objetivos podría levantarse el imperio que duraría mil años.
Pero el Reich de mil años acabó de un tiro en un sótano blindado de Berlín, el 30 de abril de 1945… ¿acabó?
La caída del Reich significó la clausura de dos de las pretensiones más delirantes de sus líderes: la de homogeneidad racial y la de perpetuación en el poder. Los asesinos-supervivientes se encontraron en una situación absolutamente inédita, porque no solamente no consiguieron dominar lo que pretendían dominar ni exterminar lo que pretendían exterminar, sino que de pronto descubrieron que ellos eran el Otro deleznable para gran parte del mundo. Comenzaba su éxodo (su ex-odos, su salida al camino o, incluso, fuera del camino, su desierto solo que sin promesa de redención), para el cual no habían sido preparados.

Cría judíos…y lo recordarán todo
“Macabeo” (Las otras puertas, 1961) de Abelardo Castillo, cuenta la historia de Benjamín Milman y de su hijo, Samuel Adolfo, quienes viven en un pueblo de provincia. El joven Samuel crece como judío, esto es, crece siendo el Otro. Por ejemplo, es el Otro, en un baño de la escuela secundaria donde lo acorralan cinco compañeros:
A ver, moishe, mostrala –y los otros cuatro se reían, repitiendo: «sí, que la muestre», y querían decir que se abriera la bragueta, y sintió miedo, y creyó entender que ser judío ya no tenía nada que ver con él, con Sammy, sino con los otros, los que no eran judíos y necesitaban que él tuviera esas orejas, y ese perfil, y ese miedo típico de judío de mierda.
El relato avanza en dos frentes, por un lado, el de los conflictos del joven Milman a medida que descubre que ser judío no es nada fácil; por otro lado, la narración insiste en detalles que permiten acceder a la verdad oculta, a la verdad que Benjamín Milman pretende ocultar (aunque de modo muy torpe, casi como si quisiera ser descubierto) para siempre (todas las cursivas son mías). En otras palabras, que el padre de Samuel Adolfo no es un judío que ha escapado de la muerte europea, sino un nazi que ha escapado de la justicia asumiendo una identidad judía. Lo interesante del relato es que no trata de posponer esta revelación, no intenta un golpe maestro sobre el final. Por el contrario, el lector recibe estímulos muy fuertes desde el comienzo de la narración que lo impulsan a sospechar lo que sucede.
Levinas desarrolla también el problema de la huella, es decir, de una marca que se deja inintencionalmente al intentar borrar otras marcas. El proceso de significación de la huella es elusivo, su significado no puede ser apresado y, por lo tanto, se inserta en el orden de lo siniestro, lo Unheimlich freudiano (y no olvidemos que Freud define lo siniestro a partir de la lectura de “El hombre de arena”, un cuento de E.T.A. Hoffman que aborda la relación entre padres e hijos). Freud explica que lo siniestro irrumpe en el seno de lo cotidiano: ¿qué más cotidiano y natural que la identidad familiar? La huella siniestra del Otro, que es el padre, irrumpe en la identidad judía de Samuel (Sammy, para los amigos) Adolfo (Adolph, para los que saben) Milman. En definitiva, lo que sucede en “Macabeo” es un proceso de anagnórisis en el que Samuel Adolfo logra develar que su padre no es un héroe que ha luchado contra los nazis, sino un nazi que después de la derrota ha huido de un modo especial: lo ha hecho ocultándose tras la identidad de la víctima. Quizás, el cuento no lo específica, el verdadero Milman ha perecido en Auschwitz donde el falso Milman era Standartenführer (jefe de regimiento) y donde se había fotografiado orgulloso:
Y a pesar de todo, [Samuel] estuvo un rato sin moverse; a pesar de que aquel oficial nazi era papá Benjamín, su fotografía: una instantánea dedicada a Gretel, a mamá, en su primer glorioso día de Standartenführer, Auschwitz, 1942. Alemania. Samuel, que de pronto se llamaba Adolph, se quedó quieto mirando la foto.
Pero después de esa quietud, el frenesí. Descubrió, como dice un compañero del campamento mientras mira la foto del Standartenführer sin reconocer a Benjamín, que “un tipo con esa cara y que supiera yidish podía hacerse pasar por algo que Sammy no entendió”, pero que el lector sí entiende: podría hacerse pasar por un judío. Porque Samuel de pronto descubre que el verdadero nombre que le han dado sus padres es Adolph. Casi al mismo tiempo, sin embargo, entiende que él necesita recuperar el Samuel, porque ha sufrido por ese nombre, como en aquella escena en el baño de la escuela, donde después de obligarlo a bajarse los pantalones, sus compañeros:
le abrieron el pantalón, y, mientras él pataleaba de miedo, los otros –que a lo mejor se asombraron al ver que aquello no era distinto, ni más feo, ni más chico, ni más raro que el de cualquiera– se lo sacaron fuera del calzoncillo, entre risas, y lo escupieron uno por vez. Cinco escupidas.
Una por cada mil años: cinco exactas.

Adolph tiene el derecho de ser Samuel, independientemente de que sea la cría del Asesino. Se entiende, entonces, que comience la furiosa carrera que lo llevará desde el campamento de “Scholem Aleijem” hasta su casa, pero aún hay un momento para pensar, porque esta carrera recuerda otras: “De pronto se detuvo: hacía cinco mil años que había salido huyendo, una noche, desde Egipto. Y ahora estaba en mitad del campo, a plena sombra y a pleno silencio”. De pronto, podemos decir nosotros, descubrió su verdadero rostro, el rostro que le había sido ocultado: él es hijo del Asesino que, a su vez, ha debido esconder a su hijo entre lo que para él es lo más detestable que hay en el mundo.
El final del cuento cierra la prolepsis abierta al inicio: los ruidos que despiertan a Benjamín Milman en medio de la noche son los que hace su hijo al hurgar en un cajón del escritorio, de donde quiere sacar la pistola Luger que el ex nazi devenido judío ha traído de Alemania. Es decir, como Ulises, ha vuelto al origen, a ser el Standartenführer, solo que quizás no salga tan airoso como el héroe homérico. En definitiva, como decíamos, él se ha tornado un desconocido para su hijo y viceversa, el hijo judío que ha criado piensa en hacer justicia sobre su padre, solo que esa justicia lo volverá un asesino, como su padre.

El golem de la venganza y el loco de la justicia
Recuerdos secretos (Remember, 2015), dirigida por Atom Egoyan (un egipcio de origen armenio, que vive en Canadá) aborda también el problema sobre los efectos de Auschwitz varias décadas después y, también, el del precario equilibrio entre justicia y venganza.
La película trata de un par de viejitos recluidos en un lujoso geriátrico en los Estados Unidos. Uno se llama Max (y padece graves problemas respiratorios y motrices, pero conserva su capacidad intelectual intacta) y el otro es Zev (en buena forma física, aunque padece alguna forma de demencia senil). Entre los dos planean una venganza: como si fuera un golem bajo las órdenes de su amigo, Zev buscará a Rudy Kurlander, el nazi que asesinó a sus familias en Auschwitz y se vengará de él matándolo. Sólo que nada es como se supone que es, pero de eso se trata la película. Kurlander se ha escondido demasiado bien, se ha mimetizado (como Milman) con las víctimas, a tal punto que es muy difícil saber quién es quién, es decir, nuevamente lo siniestro acecha por todas partes. En este punto surge la pregunta: ¿puede personificarse la justicia en un viejito medio demente y con sed de venganza que cruza los Estados Unidos y Canadá con una moderna Glock en su bolsito de mano? Porque al menos yo, como espectador del film, sí deseo que Zev encuentre a Kurlander, pero no estoy nada seguro de que lo correcto sea querer que lo mate.
Esta experiencia de lo siniestro que, insisto, surge de la huella dejada (siempre de modo involuntario) por el Asesino es, a mi entender, uno de los espacios más ricos donde deben ser exploradas las enseñanzas de la Shoá. Solo que, en su enorme sabiduría, el texto de Levinas reflexiona sobre las causas y sobre el proceso de desconocimiento del Otro, pero no nos dice dónde debemos buscar ni qué es lo que se espera que encontremos. Y es en ese espacio que se abre, donde lo siniestro interviene, cuando nuestra capacidad de comprensión es llevada al límite porque, insisto, se llega a un punto de no saber lo que se busca ni dónde se lo encontrará, pero a la vez se impone el mandato de seguir haciéndolo siempre.
No mencioné en vano que el director del film tiene origen armenio, también él necesita pensar qué hacer con las huellas que han dejado los genocidas. También él experimenta lo siniestro, como lo experimentan en su película los familiares de Zev y Samuel Adolph en el cuento de Castillo.
En Laberinto de mentiras (Im Labyrinth des Schweigens, 2014), una película alemana que recrea con ciertas libertades históricas el proceso que llevó a juicio a los nazis que estuvieron en Auschwitz, se explora este mismo problema desde otra perspectiva. Hay dos momentos de la película que quisiera rescatar: el primero es cuando el fiscal Johann Radmann comienza a pensar que todos los alemanes que tenían más de quince años durante la guerra, especialmente si habían estado afiliados al partido, son culpables y que deben ser juzgados. Esta voluntad acusatoria se abre hasta el infinito, porque no pueden probarse los cargos contra todos los alemanes en esa situación y, aunque se pudiera, ¿cómo hacer para juzgar a millones de personas?
El resultado de esta apertura y acumulación infinita, que alcanza a su propio padre, es que el joven y correctísimo fiscal Radmann casi pierde la razón, además de perder amigos, novia y trabajo. Su estado de paranoia, es representado magistralmente cuando tiene un sueño en el cual el doctor Joseph Mengele se superpone con la imagen de su propio padre, es decir, nuevamente lo siniestro asociado a la figura del padre-nazi. Entonces, la huella del Asesino (la huella involuntaria del Asesino) puede inducir a perder la dirección, hasta trocar la justicia perseguida por la locura que solo pretende venganza.
El segundo momento al que quiero referirme, sucede cuando el fiscal toma declaraciones a las víctimas para poder instruir el expediente. No escuchamos las declaraciones, apenas vemos los rostros de los sobrevivientes y los gestos que realizan para explicar alguna atrocidad. En planos que están intercalados en la misma secuencia vemos también, y esto es lo fundamental, las reacciones de la secretaria de Radmann que debe ir mecanografiando los testimonios: sus expresiones, sus vacilaciones, su llanto (tan humanos y tan poco profesionales, sobre todo si los comparamos con la impertérrita mirada de su jefe).
Creo que ese es nuestro lugar, el de quienes deben recibir esos testimonios, conmoverse y mantener vivo el recuerdo de ese sufrimiento. Esta es la única chance que tenemos nosotros de hacerles alguna justicia a los que sufrieron lo que ni siquiera podemos imaginar, porque las huellas siniestras de aquello siguen aquí.
Tener que vivir entre los otros, ser un otro (o el Otro), es consustancial al judaísmo diaspórico, es el éxodo sin Ítaca del que nos habla el filósofo. Es un viaje que no necesita del desplazamiento geográfico (aunque haya comenzado y se manifieste junto con él a menudo) y como experiencia humana implica un desafío a la apertura y a la comprensión. Resulta ser un ir sin volver, porque ya no existe el Templo (el motivo religioso del retorno) y porque la Tierra Prometida se convirtió durante centurias en Tierra Prohibida. ¿Cómo seguir siendo uno mismo siendo siempre el Otro? ¿cómo sostenerse ante la amenaza perpetua de la disolución o de la aniquilación? ¿cómo sostener un yo judío después de las cámaras de gas y de los crematorios? Y, fundamentalmente, ¿cómo hacer que ese yo no se construya en torno a una venganza en contra de los perpetradores o, aun, de los impávidos testigos del espectáculo horroroso?
Pero para los judíos el camino ya estaba trazado, matanza tras matanza, humillación tras humillación, el mandato del recuerdo y el mandato de la vida se han impuesto. La justicia debe ser perseguida, pero el viaje no debe detenerse.
Es allí donde podemos encontrar lo que Levinas no menciona, pero que estas tres ficciones representan de modos disímiles, profundos y, fundamentalmente, problemáticos. Me refiero al misterio de por qué el hombre común se vuelve el verdugo impiadoso de su hermano; misterio que no admite una respuesta formularia, sino a modo de movimiento: el del éxodo perpetuo, el caminar sin sendas trazadas y sin retorno al punto de partida. Entonces, sólo entonces, ser el Otro adquiere, por fin, un sentido aunque no pueda ser una respuesta. Ser el Otro, quiero decir, es la clave para anular la cárcel de lo siniestro que el Asesino ha construido al cremar los restos de sus víctimas.