Es así como en plena primavera bonaerense, en medio de un sin fin de paseos y paisajes que los amigos argentinos la acompañaron a hacer, pasaron una tarde por uno de esos edificios impresionantes que alguien colocara a orillas del Río de la Plata. Como si nada, uno de los viajeros en el coche señaló a la izquierda y le dijo a nuestra israelí: “Esta es la ESMA”. Nuestra israelí había escuchado acerca de los horrores de la Escuela de Mecánica de la Armada y los 5.000 desaparecidos que habrían pasado por sus puertas para ser torturados y enterrados en el fondo del río, pero al término de un domingo de paseos por las ferias de artesanías y un asado tradicional, que es el orgullo argentino y el deber de cada turista de ingerir, le resultó difícil captar lo que sus oídos habían escuchado.
– ¿Acá?, en medio de la ciudad? Junto a una avenida por donde cada día pasan decenas o cientos de miles de personas?. preguntaba nuestra israelí fuertemente impresionada, no pudiendo contener una marejada de preguntas que su resumen sería: – ¿Pero cómo pudieron vivir de esta manera? ¿Cómo, cuando la gente conocida desaparecía? ¿Cómo nadie sabía de lo que ocurría a cientos de metros de sus hogares? ¿Cómo puede ser que tantos argentinos declaren, como los habitantes de Varsovia después del ´45, que nada sabían del Holocausto que se producía en el gueto, detrás de las paredes?
Kalkilia
Esta imagen de la vida real me quedó grabada a fuego en la memoria como el número que los nazis impusieron a los brazos de sus víctimas: se puede no mirarlo, se puede usar mangas largas para ocultarlo, se puede tratar de retirarlo en una intervención quirúrgica, pero no se puede ignorarlo.
Y si traigo esta experiencia personal tan en extenso, es a colación de una reciente visita detrás de las paredes de Kalkilia, aquella ciudad palestina que hasta hace tres años era un centro comercial de los poblados palestinos e israelíes de la zona de Kfar Saba-Netania, con puestos de frutas, verduras, muebles, dentistas de alto nivel y bajos precios, decenas de garages para arreglos de autos, cientos de negocios que estaban llenos toda la semana con quienes cruzaban el país de norte a sur pasando por la calle interna de Kalkilia.
Una ciudad que florecía hasta que un día salió de Kalkilia un jóven palestino, cruzó los campos hasta la vecina estación de servicio, que tan irónicamente se llamaba “El cruce de la paz”, se acercó a un grupo de estudiantes que esperaban el omnibus que los llevaría a su escuela, preguntó a uno de ellos la hora y antes de escuchar la respuesta, hizo estallar la carga explosiva que portaba consigo matándose junto a dos niños israelíes y condenando a su ciudad al encierro detrás de los cercos y las paredes.
En los últimos meses, el gobierno israelí culminó el cerco total de la ciudad de Kalkilia y sus 60.000 habitantes. El cerco de la ciudad y la prohibición de salir -a menos que se consiga un difícil permiso israelí de salida limitada y esté dispuesto a esperar horas para ser revisado- no solo evitó el paso a Israel de trabajadores y potenciales terroristas, sino que impide el libre paso entre los pueblitos palestinos a su alrededor con las escuelas, centros de atención médica y demás servicios que esta ciudad brindaba a sus poblados satélites.
Si el muro de 8 a 10 metros de altura fue dispuesto al oeste de Kalkilia para evitar el paso de personas, balas o piedras a la parte israelí, el cerco electrónico y el bloqueo de la ciudad permitiendo una sola entrada y salida por el este, fueron impuestos para proteger a las colonias israelíes que florecieran en la zona. En vez de cercar las colonias de israelíes para protegerlas -todo tiempo que no se decida evacuarlas- se decidió cercar a los palestinos, forzándolos a vivir detrás de muros, alambradas y cercos, con vigilantes armados y cámaras de TV observándolos 24 horas al día e impidiendo salir o entrar libremente.
La pregunta indolente
Cuando semanas atrás acompañé al equipo de Telenoche y Clarín a la ciudad de Kalkilia, después de encontrarnos con el padre uno de los niños israelíes muerto por el terrorista suicida, estaba haciendo una tarea periodística de la manera más profesional que en mis manos está hacerla. Pero, a la vez, estaba evitando que dentro de unos años, cuando ya haya paz y los visitantes no sean periodistas buscando imágenes de guerra, no sea sorprendido yo con la pregunta: – ¿Cómo, tan cerca tuyo estaban los campos detrás del muro? ¿A la vista de todos y no sabían lo que pasaba adentro?