A 50 años de la Guerra de los Seis Días

¿Ser sionista socialista sin comprender al nacionalismo palestino?

Al cabo de cincuenta años de ocupación militar y colonización civil israelí en Cisjordania y bloqueo territorial en Gaza, el autor siente necesidad de un balance retrospectivo histórico y de autocrítica personal para intentar comprender los errores del campo de la paz israelí y del nacionalismo palestino, que profundizaron la violencia y el secuestro de la política a manos de la venganza en ambos contendientes. Ser sionista socialista hoy exige combatir el nacionalismo mesiánico laico y religioso judío, pero también combatir la deslegitimación palestina del Estado de Israel.
Por Leonardo Senkman, desde Jerusalén.

El sionismo socialista durante los años ‘60 sedujo los jóvenes de esa época por su promesa descolonizadora de la así llamada cuestión nacional judía. En aquellos años, nuestra revuelta en clave borojovista marxista contra el Galut  constringente se devanaba en el ovillo de la liberación nacional latinoamericana, pero liando el hilo descolonizador de los pueblos oprimidos en el hilván de Borojov, Fanon, Sartre, Memmi; el kibutz era la tierra prometida del socialismo donde deseábamos cambiar nuestro diaspórico cuerpo burgués y ayudar a nacer el hombre nuevo.
Esa ideología sionista maduraba durante los tempranos años ’60 cuando la persistencia de la cuestión judía nos fue violentamente recordada por el nacionalismo de Tacuara y la GRN. Para mi generación ha sido crucial el impacto de la virulencia nacionalista que desde 1960 se propuso vengar el secuestro de Eichmann, su enjuiciamiento y ejecución en Israel.
A pesar que rechazábamos la necia negación del nacionalismo palestino de Golda Meir, inmediatamente después de la Guerra de los Seis Días, al discurso y acción violentos de Yasser Arafat lo veíamos solamente como terrorismo. Y aún antes de que Arafat lograse en 1969 ser elegido presidente del Consejo Nacional Palestino, sospechábamos de su dependencia a la Liga de Estados Árabes que se aliaba con nacionalistas antisemitas argentinos. Desde 1962, su representante oficial en Argentina, Hussein Triki, diseminaba en Nación Árabe un odioso discurso antisionista detrás del cual se enmascaraba el antisemitismo de sus aliados Tacuara, GRN y Mazorca, a las que apoyaba política y financieramente. Recuerdo Nación Árabe de octubre 1963 en donde Triki denunciaba que el antisemitismo era una histeria artificialmente estimulada por Israel con fines ideológicos antisionistas. La cruzada antisionista de Triki tuvo su más elocuente demostración de fuerza en el acto realizado en el teatro Buenos Aires, en abril de 1964, a fin de conmemorar un nuevo aniversario de la Liga Árabe. Entre los estribillos coreados por militantes de Tacuara  y otras organizaciones nacionalistas ultras, dentro y fuera del teatro, escuchábamos temerosos “Mueran los judíos”, “judíos a la horca”, “Nasser y Perón, un solo corazón”, “Triki, coraje, que no te den el raje”.
Pocos días antes, un notorio sector cívico y militar de nacionalistas, expresó su solidaridad con Tricki, declarado “persona no grata” y a punto de ser expulsado del país. Entre quienes lo agasajaron en el Club Honor y Patria sobresalían el presidente del bloque de diputados peronista, Dr. Juan Lucco; el exgobernador fascista Manuel Fresco; el exministro de Justicia e Instrucción Pública, Alberto Baldrich, designado por Farrell en 1944 para reemplazar a Gustavo Zuviría; Juan Luis Nougues, exgobernador conservador de Tucumán; el guionista y libretista justicialista Francisco Muñoz Aspiri; además de legisladores provinciales de la derecha justicialista. Ellos no se solidarizaban con el nacionalismo de los palestinos: la solidaridad con Tricki de sus amigos argentinos “era en razón de pertenecer al mismo movimiento de liberación nacional que encarnan los pueblos árabes (y ambos) se encuentran unidos para luchar contra las dos internacionales que procuran dominar el mundo, la del dinero y el comunismo”, tal como informaba el diario Pregón.
Los intereses nacionales palestinos fueron camuflados por la Liga Árabe que reclutó a figuras de la derecha peronista antisionista, culminando con la exigencia del diputado justicialista salteño Juan Carlos Cornejo Linares de una investigación parlamentaria bicameral sobre “actividades antiargentinas” del sionismo. Entre otras acusaciones, Cornejo Linares denunciaba en su infundio El Nuevo Orden Sionista en la Argentina supuestas vinculaciones de la DAIA no sólo con el “sionismo apátrida”: también demandaba investigar las conexiones del sionismo con “las bandas de: guerrilleros castro-comunistas, con el trotskismo y con células terroristas”.
Fue durante ese mismo año de 1964, que supimos por primera vez en Buenos Aires sobre la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) , coalición de movimientos políticos y paramilitares creada por el Consejo Nacional Palestino en Jerusalén Este, pero impulsada por la Liga Árabe.
Nuestra primera reacción fue el rechazo: desde que El Fatah hegemonizó la OLP después de la Guerra de los Seis Días, su carta orgánica condenaba a todos los sionistas, dentro y fuera de Israel, y también nosotros, sionistas socialistas argentinos, nos sentíamos condenados por el nacionalismo palestino.
La carta orgánica original de la OLP llamaba abiertamente a la aniquilación del Estado judío, así como el retorno de los refugiados palestinos que huyeron de, o fueron expulsados por, Israel durante la guerra árabe-israelí de 1948-49. Además proclamaba la autodeterminación de los árabes palestinos quienes desde la guerra se encontraban bajo la ocupación jordana y egipcia en territorios de Cisjordania y la Franja de Gaza, respectivamente.
Sabíamos por la prensa que la OLP inicialmente estaba tutelada por el gobierno egipcio, aunque entonces desconocíamos el total grado de tutela y la relación de minoridad hacia el nacionalismo palestino ejercido por el panarabismo, antes y especialmente bajo el nasserismo.
La izquierda antisionista justificaba el panarabismo tutelar de los intereses palestinos, recordando la participación bélica e invasión de siete países árabes; después de proclamada la creación del “Estado sionista”. Pero en aquellos años se nos ocultaba información básica: por ejemplo, que el así llamado “Gobierno de Palestina” (All-Palestine) era un enclave establecido por la Liga Árabe en la Franja de Gaza, durante la guerra árabe-israelí de 1948, supuestamente para proporcionar un gobierno nacional a toda Palestina. La Franja de Gaza fue el único territorio del ex Mandato Británico bajo jurisdicción del Gobierno de Palestina, mientras el rey Abdullah ocupó toda Cisjordania, confiriendo ciudadanía jordana a los palestinos, a pesar que la Liga Árabe declaró ilegal su anexión. Sin embargo, el muftí Al Husseini y otros funcionarios de ese gobierno fueron trasladados a El Cairo como si fueran infantes  políticamente huérfanos asilados en Egipto, con poca o ninguna influencia sobre los acontecimientos en Gaza.
Aprovechando el tutelaje y protección de El Cairo al nuevo gobierno palestino, los egipcios manipularon a fin de socavar la demanda de Abdullah de representar a los palestinos en la Liga Árabe y en foros internacionales después que en abril 1950 Cisjordania quedó oficialmente anexada al reino hachemita .Ese gobierno embrionario sirvió a la disputa de poder entre El Cairo y Amán por la necesidad palestina de tutela árabe.
Luego de la aventura militar neocolonial anglo británica-israelí de 1956 en el Sinaí, Suez y Gaza, las políticas panárabes de Nasser condujeron en 1959 a la abolición del gobierno All-Palestine cuando Egipto y Siria se fusionaron en un sólo Estado: la República Árabe Unida, de breve duración (1958-1961).
Recién en 1969, cuando Yasser Arafat ejerció el liderazgo hegemónico en la OLP, el nacionalismo palestino dejó de ser el niño expósito tutelado por la Liga Árabe.
Pero hay que confesarlo, no antes de la ocupación militar de Cisjordania y Gaza, resultado de la Guerra de los Seis Días, comprendimos el significado del sojuzgamiento israelí al pueblo palestino. El éxodo entre 1947-1951 y su confinamiento en campamentos de refugiados en países vecinos apenas lo percibíamos como la desgracia de 700.000 víctimas desplazadas y sus descendientes durante la guerra del ‘48; pero excusábamos de responsabilidad a Israel debido a la invasión de los ejércitos árabes.
¿Nos hacíamos los distraídos de cómo habían nacido de la guerra de independencia el Estado- nación en América Latina, de sus dislocaciones étnicas y de las décadas de militarización que les impuso a sus sociedades?
Pero a partir de 1967 se terminó, irremisiblemente, nuestra hipócrita invisibilidad palestina, travestida por la propaganda oficial israelí como una cuestión de refugiados, negadora de la Nakbah, y ayudada por la burocrática asistencia de la agencia UNRWA de la ONU en lejanos campamentos de refugiados que no queríamos ver en Siria y Líbano. Tampoco en la vecina Gaza.
Incluso la invisibilidad del drama palestino en Jordania era  razonada por varios de nosotros como ‘compensatoria’, luego de que el reino Hachemita se anexó la Cisjordania, transformándose en el país con la mayor cantidad de refugiados palestinos que pensábamos eran ‘afortunados’ porque habían recibido plena ciudadanía. Totalmente diferente será luego de 1967, porque nos avergonzábamos al ver las caras en sus propios hogares a civiles palestinos que sufrían la ocupación de Tzahal mientras eufóricos visitantes israelíes y turistas judíos de la diáspora se fotografiaban en ciudades y aldeas de Judea, Samaria y Jerusalén oriental.
El borramiento del drama de la Nakbah en la memoria israelí y su invisibilidad para miles de voluntarios judíos que se enrolaron a defender a Israel en los primeros días de junio de 1967, acechada por una nueva invasión panárabe, la atribuíamos entonces a la angustia de muerte sentida en días previos a la Guerra de los Seis Días. También nosotros en la Juventud Anilevich le creímos a Amos Oz al confesar en el libro Diálogo de combatientes que había luchado en esa guerra “para proteger nuestras vidas, nuestros derechos, nuestra paz, y no para liberar tierras usurpadas”. Pero muy pronto comprendimos que el fulminante triunfo bélico de Tzahal había operado una siniestra metamorfosis: la estulticia y borrachera de la victoria transformó a los israelíes temerosos de desaparecer en eufóricos conquistadores de un imperio que no sólo abarcaba territorios palestinos, sino también a la península de Sinaí egipcia y a la meseta del Golán siria. Intelectuales honestos, como el mismo Amos Oz, reconocieron prontamente haber sido “ingenuos enceguecidos” al creer que la guerra iba a conducir a “la ansiada paz con los enemigos vencidos”.
Sin embargo, esa ansiada paz nada tenía que ver con la ilusión mesiánica del Gran Israel del Tercer Templo, que desde 1967 dominaba a otro pueblo en territorios bíblicos, pero cuya falacia de potencia bélica se mostró sangrientamente seis años después con la debacle de la Guerra de Yom Kipur. Porque ni la guerra de octubre de ese año, así como tampoco las cruentas guerras libradas por Israel contra la OLP, lesionando a población civil en el Líbano, acabaron con la resistencia palestina. Por el contario, galvanizó la causa nacional  palestina a nivel internacional y blindó la voluntad de revuelta popular de la primera Intifada, desencadenando el ciclo terror y contraterror.
La vulnerabilidad de Israel frente a los países árabes en 1973 abrió los ojos a numerosos sionistas socialistas que recién comprendíamos que el nacionalismo palestino existía, no sólo como organización terrorista, y que la violencia de la OLP no invalidaba la legitimidad de su demanda de liberación.
A pesar que varios de nosotros escribíamos años antes en Nueva Sion sobre el derecho a la autodeterminación nacional palestina, la división de aguas se produjo después que en 1974 se recibió el formal reconocimiento por la Asamblea General de ONU de representante de los palestinos.
Años antes, el rey Hussein ya había revocado en 1988 la anexión jordana de la Banda Occidental. Este tardío proceso de legitimación del nacionalismo palestino se completó a fin de ese año cuando el Consejo Nacional Palestino de la OLP aceptó en Argelia las resoluciones 181 y 242 de la ONU, y Yasser Arafat declaraba el 15 de noviembre 1988 la independencia de Palestina, lo cual trajo aparejado el reconocimiento de EE.UU. Por primera vez, Arafat aceptó la existencia de Israel en sus fronteras establecidas y condenó el uso del terrorismo en todas sus formas. Shalom Ajshav lideró una manifestación de más de 100.000 personas pidiendo negociaciones israelíes-palestinas inmediatas con el propósito de lograr la paz. Después, Shalom Ajshav lanzó la simbólica iniciativa Hands Around Jerusalem, en la que 25.000 israelíes y palestinos nos tomamos de las manos para rodear las murallas de Jerusalén en una cadena de paz.
Sin embargo, la continuación del terror palestino contra blancos civiles israelíes y judíos, dentro y fuera de Israel, seguía impidiéndonos reconocer sus legítimas reivindicaciones nacionales. Confieso que ese impedimento continuó perturbándome varios años aun después de mi emigración a Israel.
No importaba que el terror en las Olimpíadas de Múnich haya sido perpetrado por el grupo extremista palestino Setiembre Negro, y no por Fatah. El secuestro y asesinato a mansalva de 11 atletas israelíes en 1972, al tiempo que provocaba consternación mundial, en Buenos Aires, fue vivido por nosotros como prueba inexcusable de la mácula criminal que corroía a todo el nacionalismo palestino. Si hasta la entonces impensable irrupción del terror en el ámbito olímpico resultaba motivo de condena y desprestigio internacional para la causa palestina, a nosotros nos reforzaba aún más el victimismo judío en oposición al estigma victimario del nacionalismo palestino. 
Recíprocamente, osadas acciones comando antiterroristas de Tzahal no sólo nos orgullecía sino nos realineaba junto al mainstream israelí en el convencimiento de que la seguridad del Estado judío primaba sobre negociaciones de paz, postergando sine die cualquier diálogo con el enemigo. Así ha sido vivido por nosotros el caso Entebbe cuando en julio de 1976 un avión de Air France secuestrado en vuelo por una célula palestina  del FPLP fue desviado a Uganda, y comandos israelíes lograron un espectacular rescate de sus rehenes judíos e israelíes, luego que únicamente a los otros 200 pasajeros los terroristas consintieron en evacuarlos.
Ahora bien, fue el terrorismo judío en Israel que me hizo pensar que si la extrema derecha sionista no pudo invalidar ante mi conciencia la legitimidad del sionismo, tampoco debía invalidarme el terrorismo palestino sus legítimas aspiraciones nacionales. A las acechanzas del terror sionista utilizado durante la resistencia armada antibritánica y antiárabe ( Irgún, grupo Stern y Lehi) las aprendí en Buenos Aires leyendo Rebelión en Tierra Santa de Begin y Los Zorros de Sansón de Uri Avneri. Pero lo siniestro fue haber descubierto en Jerusalén el odio fratricida y el terrorismo entre judíos. La primera alarma ya había sonado para nosotros cuando una granada de mano lanzada por un nacionalista de extrema derecha israelí contra manifestantes de Shalom Ajshav mató a Emil Grunzweig en febrero 1983. Sin embargo, la amenaza de su onda expansiva recién espantará a la ciudadanía judía en 1995, por la conmoción del primer magnicidio en Israel, obligando con el asesinato de Itzjak Rabin y el ascenso de Netanyahu  a congelar los acuerdos de Oslo I y II. El traumatismo por ese crimen político continúa hasta hoy, lesionando profundamente la confianza judía liberal de que los diferendos políticos en Israel van a lidiarse siempre mediante vías democráticas.

El desengaño de una ilusión: los Acuerdos de Paz Oslo I y Oslo II y la frustración violenta del nacionalismo palestino
Los acuerdos de paz acordados secretamente en Oslo entre gente de confianza de Shimon Peres y de Yasser Arafat, firmados en la Casa Blanca el 13 de septiembre 1993, establecían cinco años para negociar un acuerdo permanente de paz. A pesar que esa promesa jamás se cumplió, todos nosotros celebramos la apertura de la “nueva era de paz” con un optimismo rayano en la ingenuidad.
Arafat aceptaba que el gobierno israelí fungiera como el único responsable de los asuntos exteriores y la defensa nacional. Consecuentemente, Israel seguiría siendo responsable de la seguridad en las fronteras internacionales y los puntos de cruce con Egipto y Jordania. Israel también conservaría la responsabilidad de la seguridad de los israelíes en Cisjordania y la Franja de Gaza, velando por los asentamientos israelíes en esas zonas, y la libertad de movimiento en las carreteras. Creíamos ingenuamente que Oslo I constituía un acontecimiento histórico sin punto de retorno posible porque Israel reconoció la legitmidad politica y nacional de la OLP como el representante del pueblo palestino y, por su parte, Arafat reconocíó el legitimo derecho del estado de Israel a existir en paz y seguridad, aceptando las resoluciones 242 y 338.
Muy candorosos, no queríamos reconocer las limitaciones  de esos acuerdos que sólo autorizaban la creación de un débil autogobierno interino, la Autoridad Nacional Palestina (ANP), transfiriéndole poderes y responsabilidades en Cisjordania y la Franja de Gaza. Pero sabíamos que las facultades transferidas comprendían únicamente la educación, cultura, el sistema tributario, turismo y el establecimiento de una policía palestina. Arafat había aceptado que las decisivas cuestiones en disputa que requerían un estatus permanente -Jerusalén, los refugiados palestinos, los asentamientos de colonos, la seguridad y las fronteras- quedasen excluidas de las disposiciones provisionales. La ilusión de esta postergación compartida por ambas partes, también sedujo a Shalom Ajshav, mientras nosotros ilusos confiábamos que las cruciales negociaciones sobre tal estatus permanente no deberían prejuzgar ni desvirtuar los acuerdos provisionales negociados en Oslo. Este fue el primer encuentro entre el Gobierno de Israel y la OLP que negoció ilusorios acuerdos bilaterales de paz. El segundo encuentro, Oslo II, condujo a acuerdos interinos firmados en setiembre 1995 por Rabin y Arafat, en los cuales Israel aceptaba retirarse militarmente de las seis ciudades mayores de Cisjordania. Por su parte, la ANP aceptaba que Cisjoradnia fuese dividida en tres zonas: la C bajo control completo israelí; la zona A bajo dominio de la ANP; y la zona B, compartida por israelíes y palestinos.
El campo de la paz sionista, especialmente quienes adheríamos a Shalom Ajshav, confundíamos el inicio de un emboscado proceso de transición para la resolución gradual del conflicto nacional israelo-palestino como si fuera un ilusorio camino a la paz que desbrozaría aciagos diferendos en pugna postergados.
En los años siguientes fueron firmados una serie de acuerdos de implementación de Oslo I y Oslo II, tales como el Acuerdo Gaza-Jericó (1994), el Acuerdo Provisional de 1995, el Acuerdo de Hebrón (1997) y el Memorando Wye River (1998).
Pero Shalom Ajshav muy poco nos advertía sobre la violencia al acecho en ambos contendientes. Más aún: su liderazgo casi no hizo nada para prevenir a la sociedad civil judía sobre las violentas consecuencias debido a la renuencia israelí a cumplir las promesas y acuerdos parciales de liberar prisioneros y evacuar territorios. Y cuando el presidente Clinton convocó en julio 2000 a Arafat y a Barak a negociar un acuerdo global en Camp David, el primer ministro  laborista israelí atribuyó unilateralmente todo el fracaso del cónclave a la falta de interés del líder palestino al no haber aceptado su “generosa oferta” sobre Jerusalén y la propuesta  Barak-Clinton de negociar un paquete de solución final (y no gradual) del conflicto. El campo pacifista sionista fue incapaz de comprender las demandas del nacionalismo palestino: Shalom Ajshav nos ocultaba el elevado grado de desconfianza y sospechas de Arafat en Camp David frente al chantaje de Barak, cuando le exigió aceptar su acuerdo final o ir a la confrontación, amenazándolo de perder todas las conquistas ganadas en Oslo I y II.
¿Éramos ingenuos enceguecidos por esos muy mediatizados acuerdos de paz Oslo I, II y Camp David II? ¿O fuimos seducidos por nuestros propios cándidos deseos de buena convivencia con los palestinos?
No extraña que la opción por la confrontación que ensangrentó a ambos pueblos durante la segunda Intifada socavó nuestra confianza en la voluntad pacifista palestina, y, simultáneamente, nos ocultaba la violencia de la ocupación israelí tanto en sus formas pacíficas y de contraterror.
En el campo laborista, la política de expansión de asentamientos judíos concentrados en grandes bloques no se detuvo durante los gobiernos laboristas de Rabin, Peres y Barak. Su estrategia politica sigue siendo que esos bloques en territories palestinos debieran ser anexados a Israel en cualquier acuerdo final. Idéntica estrategia fue observada durante todos los gobiernos de derecha, desde Sharon, Olmert, a Netanyahu. El líder laborista Barak tampoco cumplió el compromiso negociado en Oslo II de concretar acuerdos parciales de liberación de prisioneros palestinos, el redespliegue de fuerzas militares israelíes para entregar territories a la ANP, y avanzar con la negociación sobre el futuro estatus de Jerusalén en tanto capital del Estado judio y también del estado palestino.
La respuesta de la segunda línea de liderazgo palestino, engañada e intensamente frustrada por la negativa a negociar el derecho al retorno, fue una violenta segunda Intifada, protagonizada básicamente por las milicias Tanzim de Fatah, lideradas por Marwan Barguti; su paralela estrategia de negociar la paz  y lanzar la revuelta armada, en Shalom Ajshav creíamos que sólo pudo haber sido adoptada por pueblos como Argelia o Vietnam, no en Palestina, auto engañándonos de que su descolonización de Israel “era un caso diferente”.
Desde el estallido de esa Intifada en diciembre 2000, Shalom Ajshav fue perdiendo credibilidad y apoyo entre el público israelí. 984 israelíes habían sido asesinados entre los años 2001 y2004 por atentados suicidas/terroristas palestinos en territorio israelí y en Cisjordania. Varios de nosotros atribuíamos la responsabilidad mayor de violencia palestina al Hamas, argumentando que, a diferencia de Fatah, jamás había aceptado los acuerdos de Oslo I y II. Pero después de atentados terroristas que mataron a gente muy cercana nuestra, me resistí a seguir diferenciando entre la resistencia del nacionalismo palestino “más benigno” del terror palestino “más infame”. Un ejemplo fue el ataque terrorista en la cafetería Frank Sinatra del campus Mount Scopus de la Universidad Hebrea de Jerusalén, donde solía almorzar antes de mis clases, perpetrado por una célula militante de Hamas con base en Jerusalén Oriental. Ese ataque, el 31 de julio 2002, mató a nueve estudiantes y personal administrativo, varios de ellos adherentes de Shalom Ajshav, incluyendo cinco estudiantes estadounidenses, e hirió a más de 100, tanto judíos como árabes israelíes. La ANP repudió la masacre, pero culpó al primer ministro israelí Ariel Sharon por continuar con lo que llamó la política de «destrucción, matanza y castigo colectivo»; en cambio, Hamas reivindicó el operativo que vengaba al jefe militar Salah Shehadeh, ejecutado en un “asesinato selectivo” de Tzahal. El gabinete israelí hizo recaer la responsabilidad, en última instancia, en Arafat.
La violencia de la Segunda Intifada con ataques suicidas provocó que Sharon interrumpiese las negociaciones directas con la ANP, mientras que el discurso público de Shalom Ajshav continuó bregando para que el gobierno israelí retornase a Oslo I y II. Sin embargo, el campo de la paz ya no lograba movilizar a la sociedad civil para condenar la represión violenta de Tzahal, que invadió ciudades palestinas causando muchas víctimas en su población civil. No obstante, participamos de una demostración de entre 60.000 a 100.000 personas en mayo de 2002, después de que las fuerzas militares israelíes comenzaron el operativo bélico a gran escala Escudo Defensivo en Cisjordania, y también para advertir contra  el primer ministro Ariel Sharon que convocó fuerzas de reserva para una posible invasión militar de Gaza. Esa manifestación de Shalom Ajshav se llevó a cabo bajo la consigna «Salir de los territorios».
Pero el triunfo de Hamas en Gaza en las elecciones en 2006, y la violencia fundamentalista islámica desde entonces contra población civil israelí abortó nuestros esfuerzos en Shalom Ajshav de propulsar la iniciativa Coalición Israel Palestina para la Paz.
Estábamos sufriendo las consecuencias del secuestro de la política a manos de la alternancia terror /contraterror, y su reemplazo por mutuas acciones represivas de bárbara venganza, responsables del colapso de los remanentes posibles de los acuerdo de paz Oslo I y Oslo II.
Un ejemplo escalofriante es el apoyo de los colonos fanáticos del campo religioso fundamentalista de Kyriat Arba al médico Baruj Goldstein, para perpetrar la masacre colectiva de 29 fieles musulmanes y 120 heridos que rezaban en el Santuario de la Tumba de los Patriarcas en Hebrón, el sábado 25 de febrero de 1994. Baruch Goldstein, inmigrante norteamericano, médico reservista residente en el asentamiento de Kiryat Arba, y miembro de las Liga de la Defensa Judía, cometió el infame crimen colectivo para vengar  la memoria de su mentor, el rabino racista y xenófobo Meir Kahane, asesinado en 1990 en Manhattan a manos de un radical islámico. El asesino fue linchado, sin embargo, Baruch Goldstein sigue siendo recordado como mártir por los sectores más radicales del fundamentalismo judío irrendentista, quienes incluso le erigieron un mausoleo. Después de una difícil batalla legal, un fallo del Tribunal Supremo de Israel finalmente ordenó derribar el monumento. En 2013, el parque dedicado a Meir Kahane, fundador de la Jewish Defense League y más tarde del partido fascista Kach, y el paseo monumental que conduce a la tumba del asesino seguían intactos, visitada cada año durante la fiesta de Purim.
Las reacciones de venganza en cadena de palestinos y judíos no demoran en ejecutarse. Los enemigos de ambos pueblos en pugna, tanto la derecha mesiánica judía fundamentalista como el fundamentalismo islámico de Hamas y la Jihad, fueron los primeros responsables en lograr descarrilar las perspectivas de hacer posible la transición.
Pero el campo de la paz no hizo esfuerzos por criticar ante la opinión pública el discurso oficial. Shalom Ajshav no desmitificaba la falacia de la narrativa propalada por la derecha israelí de que la motivación de la violencia antisemita y radical anti Israel de Hamas es semejante a la resistencia de la OLP, ni explicaba las razones de la ofensiva discursiva de la ANP contra la ocupación colonial israelí. Tampoco Shalom Ajshav desmitificó la especie de que el terrorismo yihadista anti occidente persigue el mismo fin que el terrorismo palestino anti israelí. Y que los objetivos nacionales palestinos de acción violenta se homologarían supuestamente al modus operandi del Estado Islámico contra objetivos civiles en Paris, Bruselas, Alemania. Londres, Estambul o Estocolmo.
A diferencia de otras ONG de la sociedad civil que abogan por los derechos humanos, como Anarchists Against the Wall o Gush Shalom, tampoco Shalom Ajshav salió al cruce contra la erección del muro o valla. El gobierno israelí planificó y construyó desde 2002 kilómetros de valla bajo la fuerte presión pública ciudadana a fin de poner fin a la infiltración de terroristas suicidas palestinos transfronterizos. Esa barrera logró reducir los ataques terrorista, pero provocó -y continúa suscitando- controversia, en gran parte porque no sigue la ruta de la Línea Verde. En cambio, en muchas zonas penetra profundamente en Cisjordania, anexando de hecho los asentamientos, bloques de asentamientos y tierras adyacentes a Israel.
En contraste con esa inacción, a partir del 2006 Shalom Ajshav impulsa el importante Settlement Watch para monitorear y denunciar la construcción de asentamientos en los territorios.

La autocrítica necesaria después de 50 años  en ambas trincheras
A la ilusión de la confraternidad judeo-árabe con que nos educamos en el sionismo socialista, le cuesta mucho reconocer que es muy difícil, al cabo de estos cincuenta años, formar una coalición israelo-palestina para bregar por la reconciliación. Tales dificultades de un trabajo mancomunado, asociados aunque separados, se han traducido apenas en el nivel estratégico político a largo plazo en torno a la polémica sobre la salida final del conflicto en uno o dos Estados; sin embargo, continuamos postergando en el nivel de la praxis cotidiana, impostergables tareas comunes (y posibles) para una comprensión mejor del nacionalismo palestino y del sionismo judío.
Por empezar, la necesaria autocrítica de los errores cometidos por ambos durante medio siglo de negociaciones en cuya implementación participaron únicamente líderes políticos israelíes y palestinos, pero sin involucramiento de la sociedad civil. Este tercer actor social de ambos pueblos no sólo fue radiado de los acuerdos firmados: su ausencia afectó a ambos movimientos nacionales en conflicto cuando era vital que se conocieran cara a cara al momento de  su implementación.
Pero no bastó que participen ONG de ambas sociedades civiles contrincantes sino que además se involucren auténticos movimientos sociales representativos de sus pueblos. Esta experiencia del tercer actor capaz de socializar la implementación de los acuerdos ha sido fundamental en la resolución de sangrientos conflictos, como el colombiano.
Representantes de este tercer actor, no los políticos, tuvieron sensibilidad de sentir la esperanza o sentir el miedo en la gente al fracaso colectivo para la reconciliación; porque sólo este actor social ha sido capaz de detectar en el momentum oportuno si la pulsión social de su pueblo era  suficiente para que se operen cambios trascendentales.
El investigador colombiano Mario Ramírez-Orozco analiza en su libro ‘La paz sin engaños’ (2013) las causas de diez intentos fallidos de pacificación durante 65 años en su país. A los sionistas socialistas de Israel aún nos falta más tiempo para poder hablar sin engaños de la paz con los palestinos. Fue importante que Shalom Ajshav se movilizara por los derechos humanos de los árabes palestinos, ciudadanos israelíes contra los cuales la coalición derechista ha sancionado leyes discriminatorias. Pero no menos importante es que el campo de la paz se enrole ahora contra el asalto de esta derecha que procura conculcar derechos civiles y humanos en toda la sociedad civil israelí.
Si en julio 2011 Shalom Ajshav organizó una protesta en Jerusalén en respuesta a la legislación propuesta en la Knesset que declaraba delito civil el boicot a los productos de los asentamientos, tras su reciente aprobación debiera emprender una campaña en defensa de los derechos civiles liberales avasallados, tal como advirtió la presidente de Amercans for Peace Now: “Esta legislación envía un mensaje al público israelí y al mundo que la expresión política legítima esta prohibida», denunció Debora DeLee. «Un mensaje de este tipo anulará aún más el disenso dentro de Israel, perfilándolo como un Estado que traiciona los principios democráticos y libertades civiles sobre los cuales fue establecido».
Al cabo de cincuenta años de opresión colonial, el movimiento de paz necesita que en su agenda de movilización pública anti ocupación cívico militar también deba reincorporarse la tradición liberal de cultura democrática republicana israelí para combatir el nacionalismo mesiánico laico y religioso judío, que complota desde hace décadas contra los avances hacia la pacificación. Luchar simultáneamente en la sociedad civil y en la esfera pública para defender la cultura democrática israelí, acechada por el fundamentalismo religioso y la galutización del Estado y de la sociedad, constituye una impostergable tarea política del campo de la paz, también del sionismo socialista.
Pareciera que en este medio siglo, como afirma Sternhell, está obstruida toda posibilidad de avanzar en la esfera pública hacia la reconciliación con los palestinos si no se logra revertir la galutización ideológica antisionista de la Israel neocolonial. Su regresión al primordialismo de tierra, sangre y fuerza corroen valores socioculturales civiles de aquella fundacional sociedad sionista tzabra, que fue bautizada bucólicamente como “Tierra del Ciervo”.
Ser sionista socialista hoy, luego de cincuenta años, exige rebelarse contra esta Esparta hebrea nacionalista y kasher, cuyo irredentismo territorial bíblico profana nuestra identidad sionista y niega los derechos legítimos del nacionalismo palestino.