Sobre la reforma a la Ley Migratoria

Extranjeros: Los culpables de siempre

El 27 de enero pasado se publicó en el Boletín Oficial el Decreto que introduce sustanciales reformas a la Ley de Migraciones Nº 25.871. El decreto no cae en saco roto, sino que viene a coronar una ola de afirmaciones falsas, declaraciones infundadas, y apreciaciones bartoleadas por los medios masivos de comunicación y reproducidas acríticamente por una parte nada desdeñable de la población, que ha sido convencida de que existe una asociación mecánica y evidente entre migración y delincuencia. Claro, no se trata de cualquier migración, sino la de población proveniente de países limítrofes.

Por Mariano Szkolnik

Informes televisivos que advierten sobre los “privilegios” que los estudiantes y pacientes extranjeros detentan en los sistemas públicos de educación y salud –con el consecuente costo fiscal que pesaría sobre la ‘población nativa’–; notas periodísticas que describen a nuestra frontera como un “colador”; declaraciones fantasiosas de funcionarios públicos de alto rango, como Miguel Ángel Pichetto, quien afirmó que «Perú resolvió su problema de seguridad transfiriendo todo el esquema narcotraficante a las principales villas de la Argentina, que están tomadas por peruanos. La Argentina incorpora toda esta resaca», o más recientemente de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich, quien dijo: “Acá vienen ciudadanos paraguayos o peruanos que se terminan matando por el control de la droga. La concentración de extranjeros que cometen delitos de narcotráfico es la preocupación que tiene nuestro país”.
Así como se suele realizar una ponderación virtuosa sobre los “hombres y mujeres de buena voluntad que desean habitar el suelo argentino”, también las y los extranjeros son particularmente señalados como parásitos de una sociedad que de buena gana e inocentemente los acoge en su seno, o como criminales sin control, resaca derivada de algún tipo de intoxicación del cuerpo colectivo, y que requiere de una cura urgente. La estigmatización del otro-otra ha operado, una vez más, como caldo de cultivo para el señalamiento de la condición de extranjero como algo susceptible de sospecha, o de peligro.
En lo que a la estigmatización de minorías refiere, hay amplias lecciones que se pueden extraer de la historia. La estrategia “de manual” consiste en desinformar al incauto ciudadano (agobiándolo con datos falsos o tergiversados), para convencerlo que gran parte de los “males sociales” (desempleo, inseguridad, inflación, deterioro en la salud y la educación pública, o cualquier otro problema) pueden y deben ser atribuidos a una minoría determinada con coloración en la piel, vestimentas particulares, costumbres culturales y culinarias diferentes, o un DNI que comienza con 92 millones. Pero esto no es nuevo.

Los gauchos judíos
No fue hace mucho que nuestros padres y abuelos llegaron al país, una tierra lejana y desconocida, en donde tuvieron que aprender a hablar, leer y escribir a los tumbos un idioma nuevo. Somos descendientes de trabajadores precarizados y mal remunerados, apiñados en piezas de pensiones y conventillos, sin protección de legislación laboral alguna o derechos políticos reconocidos. Hay que recorrer la literatura y medios de prensa de la época (1) para comprender que los judíos eran vistos como portadores de los peores atributos de la extranjería, aliens llegados de un mundo que ya los había expulsado por indeseables, por vectores (entiéndase: insectos) que trasmitían enfermedades, avaros y usureros, proxenetas y conspiradores contra una patria que, con ingenuidad y escasas defensas, les extendía sus generosos brazos.
Con esta nefasta historia en carpeta, ¿no hemos sido inoculados sanamente contra el virus de la discriminación, el racismo y la xenofobia? ¿No deberíamos acaso consustanciarnos con el padecimiento cotidiano de cientos de miles de personas que son oficial y extraoficialmente maltratadas y criminalizadas? En otros términos, exigimos vivamente la condena a toda forma de antisemitismo; invocamos la verdad histórica cuando algún nazijuelo vernáculo (o algún estúpido de turno, que es más o menos lo mismo) niega o banaliza la Shoá; pedimos la solidaridad de toda la población cuando somos señalados y acusados con las más torpes herramientas del antisemitismo clásico, o requerimos que la sociedad toda encarne el pedido de justicia sobre los atentados de 1992 y 1994. ¿Pero qué sucede cuando el desprecio ontológico, la segregación, y la persecución policial y judicial dirigen sus misiles contra otras comunidades?
Hasta donde este columnista tiene conocimiento, no ha habido declaraciones de la representación política comunitaria judía advirtiendo que el endurecimiento de las condiciones a las que son sometidos los actuales migrantes no conduce a nada, más que a una discriminación que la Delegación alega denodadamente combatir.
No es intención de esta nota aportar una colección de datos que refuten las afirmaciones xenófobas producidas durante los últimos meses. Desmontar la falacia de la sobrerrepresentación de criminales extranjeros en las cárceles argentinas, de que no hay controles fronterizos eficientes, o demostrar que el endurecimiento de la legislación (no discutido por los representantes del pueblo en el Congreso de la Nación) tiene por objetivo impedir el ingreso y residencia de personas provenientes de países limítrofes, es algo que las y los especialistas sobre el tema (2) han hecho con mucha mayor experticia. No se trata aquí de iniciar un debate con cifras y contracifras, ya que el fondo, el hueso del asunto, supone comprender que la generalización es la base del prejuicio, y que el prejuicio es el cimiento sobre el cual se edifica la xenofobia, entendida como el miedo y el desprecio al extranjero.

Mis vecinos paraguayos
Hace más de 20 años, este columnista no ejercía como columnista, sino como técnico de televisión por cable. En una ocasión tuve que concurrir a un hogar que había solicitado service por interferencias apreciables en la imagen de varios canales. El edificio era un PH, una casa “tipo chorizo”, y la dueña del hogar me advirtió, murmurando por lo bajo antes de ingresar, que tenía certeza de que sus vecinos paraguayos habían realizado una conexión clandestina en su cable, alterando de este modo la recepción. Siguiendo el rastro del coaxil, advertí un rudimentario empalme que derivaba señal a la casa de otro vecino, que resultó ser un “no-paraguayo”. Hablé con el señor, le expliqué que mi obligación era la de reparar el daño provocado, y le sugerí comunicarse con la compañía, si su deseo era ver televisión por cable. Volví al departamento de la damnificada, para informarle que el desperfecto estaba resuelto, y anoticiarla que no habían sido sus “vecinos paraguayos” los responsables de la sustracción, sino un “vecino argentino”.
Lo habré dicho en un tono que no dejaba lugar a dudas sobre mi incomodidad y afectación por sus expresiones teñidas de xenofobia. La mujer tomó nota de ello, y quiso subsanar su desatino previo. Me dijo, “Le pido disculpas si lo ofendí, ¿Usted es paraguayo?”. Le respondí que no, que yo no era paraguayo, sino judío… Permaneció atónita, tratando de comprender el sentido de mis palabras. Al fin y al cabo, ¿por qué debería un judío solidarizarse cuando los paraguayos, bolivianos, mozambiqueños o colombianos son las víctimas señaladas por el sentir y actuar xenófobo?

1. El reconocido escritor Hugo Wast, destilaba regularmente su odio a los judíos. A su vez, diarios y revistas con contenido xenófobo y antisemita (medios en parte financiados con propaganda estatal) circulaban libremente en todo el país.
2. Una excelente nota al respecto puede leerse en la revista Anfibia