Los viernes por la mañana la estación central de tren de Tel Aviv suele abarrotarse de soldados. A escasos metros de la parada se encuentra la Hakirya, la central de mando del ejército israelí. Además de cargar con imponentes y modernas ametralladoras, los y las jóvenes reclutas también llevan a cuestas pesadas bolsas deportivas. El shabbat se acerca, y muchos aprovechan el día de descanso para pasar la jornada de reposo con sus familias.
En una esquina, unos pocos jóvenes y jubilados se agrupan bajo la sombra de un árbol. Es noviembre, pero el sol es abrasador: rondan los 27 grados. Los congregados se saludan efusivamente y sacan de sus mochilas camisetas de color gris con eslóganes en hebreo, árabe e inglés. “No a través de las mirillas de los rifles”, leo en la parte inferior de una de ellas. Son componentes de la agrupación de Tel Aviv de la ONG “Combatants for Peace” (CFP), colectivo formado por ex milicianos palestinos y ex soldados israelíes que, tras haber experimentado en sus propias carnes la peor cara del conflicto, decidieron abandonar las armas e iniciar una batalla todavía más complicada: la lucha por la paz. Maya, una apuesta muchacha que debe rondar los 30, pasa lista para comprobar que todos los inscritos en el autobús estén en sus asientos. Como cada primer fin de semana del mes, se dirigen al muro que divide Israel de Cisjordania para emprender la “Marcha por la Libertad”.
El bus cruza el checkpoint a la entrada de Hussan. Los soldados, que están de cháchara apostados en la barrera, apenas prestan atención al tráfico. En toda localidad palestina ubicada en la zona A, un enorme cartel de color rojo advierte: “la entrada de ciudadanos israelíes está prohibida. Si entra, usted será responsable de su seguridad”. En un lateral de la rotonda de acceso, un cementerio de vehículos desguazados –típica postal de las aldeas árabes- nos da la bienvenida. En la calzada, un colono judío de apenas 13 años marcha a toda velocidad con una bici eléctrica, el flamante y temerario vehículo de moda entre la juventud local de ambos bandos.
¿Frontera?
Hussan y otros poblados palestinos han quedado aislados del resto de los territorios palestinos. Son enclaves que se encuentran del lado israelí del muro, que en la mayoría de su trazado se adentra más allá de la Línea Verde, la frontera establecida entre Israel y sus rivales árabes de entonces –Siria, Egipto y Transjordania- tras el armisticio de la guerra de Independencia (1948-49). El bus se estaciona en un destartalado terreno de arena, dónde judíos y árabes procedentes de todo el territorio esperan la llegada de más refuerzos. Son apenas 200 personas –incluidos varios niños y niñas palestinas y abuelas israelíes-, pero sus rostros desprenden júbilo y hermandad. Al encontrarse unos con otros, se funden en abrazos. Como cada mes, estaban apostados frente a la autopista que une Jerusalén con los asentamientos judíos que se expanden al sur de la ciudad santa. Al otro lado de la barrera, un enorme crucifijo corona en el horizonte, reivindicando la presencia cristiana en Beit Jala, un pueblo palestino pegado a Belén.
Antes de iniciar la marcha, los activistas ultiman preparativos: erigen pancartas, muñecos y estandartes; ordenan una reproducción del muro con el lema “el último día de la ocupación será el primero de la paz”; chequean que el precario equipo de audio todavía sirva de altavoz de sus proclamas; y coordinan con una unidad del Tsahal la custodia de la marcha. Yossi (o José en castellano) se acerca a contarnos sobre él. Pertenece a otra organización, Ta’ayush. “Somos pocos, pero preferimos que así sea”. Son voluntarios israelíes que trabajan en la reconstrucción de viviendas e infraestructuras en el área C de Cisjordania –bajo control civil y militar exclusivamente israelí-, ya que los habitantes palestinos, buena parte de ellos beduinos, sufren los derribos de sus casas porque, según la ley de Israel, no tienen permisos autorizados para construirlas. “Agua es vida”, cuenta Yossi. Y afirma: “los israelíes no son conscientes del privilegio que supone abrir el grifo y que salga agua cada día”. Por ello, el enérgico activista acude semanalmente a aldeas del valle del Jordán para ayudar a restablecer los sistemas de cañerías. Cree imprescindible que “los israelíes conozcan lo que sucede a causa de la ocupación” y que paulatinamente “se unan a las marchas conjuntas entre palestinos e israelíes”.
Traidores
De repente, la policía corta la autopista, y los manifestantes improvisan una actuación reivindicativa. En cuestión de minutos, se forma una larga cola de vehículos que, como de costumbre en Tierra Santa, se impacientan a la mínima. Al percatarse de las consignas y lemas que enarbolan los activistas, empiezan a increparles:
-“¡Idiotas, no nos iremos de aquí”, chilla un conductor, refiriéndose a su total oposición a cualquier plan que suponga desmantelar las colonias judías de la zona.
-“¡Váyanse a Gaza con sus amigos árabes!”, exclama otro, mientras el copiloto provoca ondeando la bandera nacional blanquiazul con la estrella de David.
Frente a ellos, impasibles y sonrientes, ex soldados israelíes les muestran pancartas con el lema “Otra vía es posible”. Están acostumbrados a los improperios. De hecho, activistas pacifistas israelíes son catalogados, en ocasiones, como traidores por un amplio sector de sus propios conciudadanos y políticos. El ejecutivo derechista de Netanyahu, ha elaborado propuestas de ley y ha ejercido recientemente una enorme presión mediática para señalar y dificultar la tarea de aquellos que denuncian las consecuencias de la ocupación sobre el terreno. En el bando palestino, los que se dan la mano con los judíos plantan cara a un fuerte movimiento contrario a la normalización de relaciones con Israel. Para los que secundan esta opción –la mayoría-, relacionarse con el “enemigo” supone legitimar sus actos.
Ghassan Bannoura, periodista y responsable de prensa palestino de CFP, guarda por un instante la cámara y atiende a este periodista. “Mi familia tenía dos casas y terrenos justo aquí, dónde cruza el muro. Cuando fue construido, lo perdieron todo”, cuenta en perfecto inglés. El freelance local relata los distintos motivos por los cuales una vivienda palestina puede ser demolida por las autoridades israelíes: por estar en el recorrido del muro o alguna ruta bypass de uso exclusivo para colonos; porque Israel puede declarar un terreno como propiedad del Estado y así construir nuevas colonias o bases militares; por no contar con los costosos permisos de construcción legales; o como represalia porque un miembro de la familia haya cometido un atentado terrorista. “Ésta es una medida ilegal según la ley internacional”, indica sobre éste último mecanismo de castigo colectivo”.
La marcha transcurre en ambiente festivo y familiar por el lateral de la autopista desde la entrada de Hussan hasta el “Tunel checkpoint”. Las mujeres que aguantan la pancarta de la cabecera cantan y dan palmas al grito de “¡Salam, salam, Shalom, Shalom! (paz en árabe y hebreo). Megáfono en mano, un muchacho palestino de apenas 10 años pide a grito pelado que “judíos y árabes no queremos ser enemigos”. Sus amigos disfrutan, y aceptan ser retratados con alegría.
Marchar por la reconciliación no es lo mismo cerca del muro que en Tel Aviv. Mientras que la semana anterior miles de personas conmemoraron el 21 aniversario del asesinato del ex primer ministro Ytzhak Rabin en la ciudad costera, en la “Marcha por la Libertad” -que transcurre en uno de los puntos calientes del conflicto-, por ahora son pocos los que se animan a alzar la voz por la paz. Tras simular con una estructura de cartón el derribo de una vivienda e improvisar una obra de teatro callejera, Nathan exclamó por el micro: “No podemos ignorar lo que ha pasado en Estados Unidos (la victoria de Trump). Pero nosotros les decimos que venimos recorriendo un camino muy largo y no nos vamos a rendir. ¡Hay otra vía!”.