Aguinis, el intelectual judío y la tradición antisemita

La gesta del judío

¿Por qué los judíos nos ofendemos si Mahmud Ahmadineyad niega la Shoá y ridiculiza el martirio por el que pasaron seis millones de personas pero, en cambio, no nos ofendemos con tanta facilidad si Marcos Aguinis banaliza el Holocausto comparándolo con una fuerza política con la que no simpatiza?
Aguinis no es ni el primero ni el único intelectual judío en recurrir a este tipo de estrategia, que aprovecha que nadie podrá acusarlo de antisemita para montar sobre esta base una imagen patética que demoniza a millones por pensar de otro modo. El lamentable abuso de estos mecanismos de comparación tiene un efecto similar al del discurso de ciertos líderes que levantan banderas antisemitas mientras aseguran que no se los puede acusar de tal aberración porque, previsiblemente, “tienen amigos judíos”.
Por Diego Niemetz *

Esa pretenciosa palabrita
Una vez, cuando yo tenía quince o dieciséis años, la madre de una amiga me dijo (queriendo elogiarme, supongo) que yo “parecía un intelectual”. Yo no tenía la más mínima idea de lo que un “intelectual” podía ser, por lo que apenas pude busqué la definición.
No me gustó lo que leí, me sonó a esnobismo, a idea de superioridad. Desde entonces mantengo una secreta disputa con ese término. Ser intelectual es, al parecer, ocupar un rol que la sociedad otorga a ciertas personas cuyas capacidades mentales admira. Hay un profundo mandato que es confiado a estos seres, que aparecen en el imaginario, marcados por el uso de la razón y por su habilidad para el pensamiento. El intelectual, aparentemente, tiene a su cargo la ingeniería ética de una sociedad, es la reserva que nos debería salvar del colapso. Es lo que sucedió en Francia con Zolá y su famoso alegato en contra de la condena que pesaba sobre Dreyfus (episodio que, de paso, está en el origen mismo del término). El intelectual, en definitiva, es importante para una sociedad, tanto como el ingeniero, el político o el deshollinador. Cada uno tiene una función.
El problema es que ser intelectual es una condición que difícilmente pueda controlarse. En mi opinión uno no decide, de golpe, ser intelectual (como no decide de golpe ser poeta). Hay personas que “piensan” y que con el tiempo alcanzan un lugar más o menos influyente a partir del ejercicio de esa especialidad humana. Dos aspectos podríamos señalar al respecto, ya que servirán para aclarar algunos de los puntos que se desarrollarán más adelante. Primero, arbitrariamente sin dudas, me da la sensación de que quienes se adjudican a sí mismos el rol de “intelectual” en muchos casos están cometiendo un grave error, que es el de dejar que su vanidad interfiera sobre sus capacidades mentales. De tal modo que, en el momento de autoproclamarse pensadores, han dejado de serlo o, por lo menos, han degradado notablemente su calidad acercándose peligrosamente a lo que se ha descripto como efecto Dunning-Kruger.
Segundo, da la impresión de que conquistar el mote de intelectual es algo intrínsecamente positivo. Representa la idea de que una sociedad o una facción de la sociedad que consigue intelectuales es superior a las que no los han conseguido. Sobre este punto deseo dejar por escrito mi sospecha de que la soberbia egocéntrica lleva a ciertos sectores a sobrevalorar el verdadero peso de la intelectualidad en la vida política (en su sentido etimológico) de una sociedad: un peso prácticamente nulo en comparación con el de otros agentes que la integran. Por otro lado, la supuesta superioridad del mundo que logra construir intelectuales supone una mirada absolutamente racista en la que se rebaja al oponente. En Argentina, particularmente tenemos el antecedente de la bipartición sarmientina entre la Barbarie y la Civilización, pero esta denigración está bastante extendida en función de una ilusión tan humana como trágica: la de pensar que uno siempre tiene razón. Lo que deberíamos hacer no es criticar a Sarmiento, sino dejar de confiar en su magisterio, comenzar a ver cuánto hay de regresivo y cuánto de utilidad en su mirada.

Muéstrame a tus intelectuales y te diré quién eres (y quién dejaste de ser)
La categoría de intelectual, en suma, es otorgada por un consenso colectivo a un individuo a quien se le reconoce una trayectoria intensa, una influencia sobre el pensamiento de sus pares, incluso una actitud valiente frente a los avatares del mundo. Pero el título no es meramente simbólico: implica una enorme responsabilidad para el individuo y supone, como correlato, un enorme peso para la sociedad que consagra a ese tal como a un intelectual. El ejercicio de la intelectualidad, al menos en una forma muy popular en la Argentina contemporánea, parece estar incorporando a sus funciones mediáticas clásicas (por ejemplo la publicación de furibundas columnas editoriales en diarios) una serie de tareas que tienen que ver con la permanente presencia en programas televisivos. Es decir, el prestigio de dichos personajes es directamente proporcional a su circulación por programas televisivos… aunque esa participación sea una visita al living de Susana Giménez.
Es preocupante que un grupo humano, pongamos por ejemplo los argentinos de origen judío (y supongamos además que pueda hablarse de un colectivo como si fuera homogéneo), no entienda que la maniobra consagratoria es también una maniobra castradora. Si se coloca la lámpara en un rincón del comedor, se deja a los otros rincones en penumbras. Cuando uno instala a un intelectual (que está vivo, además) como el paradigma del grupo, se vuelve prisionero de lo que ese intelectual puede producir en adelante. Ya que azarosamente hemos tomado el ejemplo de los argentinos de origen judío, pidamos prestado también un claro ejemplo de intelectual judeo-argentino vivo. Es un hombre a quien el periodista Alfredo Leuco (otro intelectual de origen judío) no duda en calificar una y otra vez como “uno de los escritores argentinos más importantes de todos los tiempos” (frase formularia que el mencionado comunicador utiliza invariablemente cuando quiere exaltar a alguna persona). Jorge Fernández Díaz lo califica, en un nivel más sofisticado (porque Jorge Fernández Díaz es otro intelectual “prestigioso”), como un verdadero “hombre del Renacimiento”. Estoy refiriéndome a Marcos Aguinis.
Aguinis es, sin lugar a dudas, una figurita muy importante en el campo intelectual de la comunidad judeo-argentina. En lo personal debo admitir que La gesta del marrano fue una hermosa sorpresa en mi adolescencia (más o menos por la misma época en que sucedió aquella escena con la madre de mi amiga que he comentado al comienzo) pero que luego, cuando intenté leer otros de sus libros, no surtieron el mismo efecto y fui perdiendo el interés por su obra. No digo que no tenga importancia, solamente digo que no la tiene para mí.
Este cordobés que, según reza su sitio oficial de internet, “ha transitado una amplia formación internacional en literatura, medicina, psicoanálisis, arte e historia” tiene, como puede apreciarse, suficientes pergaminos como para ocupar un lugar visible en la sociedad argentina en general: es el intelectual judío comprometido (los temas de sus libros son bastante complejos y difíciles de abordar), admirado estereotípicamente por todos como el judío pensante que tan instalado está en el sentido común. Es un hombre cuyo aspecto impone respeto, como se ve en muchos de los retratos que ilustran sus libros: la cabellera leonina volcada hacia la nuca, las líneas de su rostro recortadas por una polera negra que lo asemeja a ciertos exponentes de la vanguardia berlinesa de los años ‘60 o a uno de esos mentalistas mediáticos (al estilo Uri Geller, para que todo quede en familia). Esta sensación de estar frente a un cultor del pensamiento queda reforzada por la mandíbula fuerte y apretada, la mirada clavada incisivamente en el observador, los lentes de marco fino que sugestivamente reafirman la impresión de inteligencia. Todo en este hombre resuma actividad cerebral.

Los teólogos
No deseo detenerme en la siempre, engorrosa y desagradable pasión argentina por establecer el preciso límite que divide a lo negro de lo blanco, ya que en mi opinión es una tarea infructífera: porque no hay tal límite sino una frontera gris que nos negamos a ver con el firme propósito de castigar al que supuestamente está del otro lado cuando en realidad es un vecino con quien debemos compartir la medianera.
Aguinis es un intelectual respetado por muchos y eso es suficiente para mí. Sin embargo, en todo caso sí deseo meditar sobre la irresponsable actitud de Aguinis al usufructuar ese rol que parte de la sociedad argentina, en general, y que parte la microsociedad judeo-argentina, en particular, le otorgan al considerarlo un intelectual valioso. Aguinis siempre se presentó como judío y parte de lo que Pierre Bourdieu llamaría su capital simbólico, reside justamente en el hecho de ser identificado/identificable como referente judío.
Cuando el escritor se sienta en la “mesaza” de Mirtha Legrand (al parecer el chef es del agrado de su paladar, porque visita asiduamente el programa de la diva) y afirma, sin pestañear, que el incesante transitar de jóvenes frente al cajón de Néstor Kirchner para darle el último adiós, le recuerda los desfiles de las juventudes hitlerianas (a propósito, Aguinis pronuncia el apellido del Führer a la alemana, sin la h guturalizada, sino palatalizando la i: /ít-ler/ /ít-lerianas/) cuando establece un paralelismo como este, Aguinis no es otra cosa que un verdadero irresponsable.
Aguinis es también un irresponsable cuando compara la defensa que algunos kirchneristas hacen de la década en la que esa fuerza política se mantuvo en el poder con la defensa que algunos alemanes hacían del accionar de Hitler en la década de 1960 (cuando él mismo vivió en Alemania y pudo entrevistarse cara a cara con ellos)1. Digo que es irresponsable, porque pone en riesgo la identidad colectiva de la que se nutre y que le da sustento. Voy a intentar ilustrarlo así: ¿si a Aguinis le asiste el derecho de comparar al kirchnerismo con el nazismo por qué a Luis D´Elia no le asistiría el mismo derecho pero reemplazando al kirchnerismo por el Estado de Israel o por los “paisanos”, como lo hizo, siempre en plan de conspiración? Y lo que es más grave, si al paranoico dirigente social se lo puede enjuiciar, a partir de esos dichos, por difamación e incitación al odio… ¿por qué Aguinis no corre la misma suerte cuando compara un movimiento político democrático con la más perversa maquinaria estatal para asesinar jamás planeada y ejecutada en la modernidad Occidental? ¿Por qué los judíos nos ofendemos si Mahmud Ahmadineyad niega la Shoá y ridiculiza el martirio por el que pasaron seis millones de personas pero, en cambio, no nos ofendemos con tanta facilidad si Aguinis banaliza ese martirio para compararlo con una fuerza política con la que no simpatiza? (a propósito, en una ocasión en 2012, la DAIA tuvo que condenar sus dichos pero Aguinis siguió reincidiendo en este tipo de comentarios).
Hay un viejo fenómeno muy conocido en el mundo de la comunicación que es el de la portación de la voz. El significado de un discurso siempre es relativo, está atado al enunciador y a las circunstancias en que se produce y en las que es recepcionado. Borges lo reflejó en su magistral cuento “Los teólogos”, en el cual un preeminente hombre de la Iglesia católica produce un texto que resulta primero una pieza fundamental en un proceso de impugnación en contra de una herejía, pero que algunos años más tarde es utilizado como evidencia condenatoria en contra de su propio autor. Lo que sucede en el cuento (o, mejor dicho, una de las cosas que sucede en el cuento) es que cambian las circunstancias y, por lo tanto, cambia el sentido del enunciado. Hans R. Jauss llamó a esto “el horizonte de la recepción” y, como estoy intentado dejar en evidencia, desde mi perspectiva tengo elementos para pensar que Aguinis abusa de su posición hegemónica como intelectual judío para avalar comparaciones que, en boca de otros, resultarían gravísimas, difamatorias y antisemitas. Mientras Aguinis las enuncie, al parecer, no se corren riesgos… ¿pero qué pasará cuando las condiciones cambien?
Es la soberbia lo que no me gusta del rol del intelectual. La soberbia autocomplaciente que le hace suponer a una persona que, por ser inteligente, puede abusar del capital social que ha obtenido. Una cosa es ser “anti K” y expresarlo democráticamente. Otra cosa es aprovechar que nadie podrá acusarlo de antisemita y montar sobre este hecho una imagen patética que demoniza a millones por pensar de otro modo.
Aguinis no es ni el primero ni el único en recurrir a este tipo de estrategia. El lamentable abuso que ciertos intelectuales judíos hacen de estos mecanismos de comparación tiene un efecto similar al del discurso de ciertos líderes que levantan banderas antisemitas mientras aseguran que no se los puede acusar de tal aberración porque, previsiblemente, “tienen amigos judíos”. Si nuestros intelectuales siguen así, sucederá igual que en el final del cuento de Borges: será muy difícil distinguir a un Marcos Aguinis de un Alejandro Biondini, porque a los ojos de quien los juzgue serán las dos caras de la misma moneda.
No puedo evitar, por infeliz que la denominación me parezca, que exista el rol del intelectual en la sociedad. Tampoco puedo decir que sea necesariamente malo. Pero deberán aceptar que me tome esta licencia (una arbitrariedad más entre tantas que he expresado en estas líneas): siempre dudar prejuiciosamente de quienes se arroguen el privilegio de pensar que piensan más que los demás. Los tontos, tarde o temprano, abrimos los ojos. Repartiendo sambenitos y quemando en la hoguera a quien piensa distinto, el marrano, casi imperceptiblemente, ha devenido temible inquisidor.

1. El episodio más reciente en que recurrió a este tipo de comparación tuvo lugar en una entrevista realizada en el programa Intratables, conducido por Santiago del Moro, el día 7 de octubre de 2016, tal como reflejaron los periódicos La Nación y Diario Registrado.
 
* Doctor en Letras. Investigador del Conicet. Director de la Cátedra Libre de Cultura Judía de la UNCuyo.