Casos de justicia por mano propia

O juremos con gloria linchar

Habitamos un mundo en el que el ‘ser’ ha cedido posiciones frente al ‘tener’: somos lo que tenemos, los bienes que supimos conseguir, acumulados en capital o especie. Estos constituyen identidades, establecen tramas de relación con los demás, y otorgan sentido a la existencia. Despojar a alguien de lo que tiene por vía del robo, supone la mayor afrenta a su persona, a su esencia, a su vida. Este es el contexto en el que la justicia por mano propia`` –o simplemente el fenómeno del linchamiento– tiene lugar.
Por Mariano Szkolnik *

Ciudad de Zárate. Una mañana de trabajo, igual a todas las demás de esta primavera. Daniel Oyarzún concurre a su local comercial. De la cámara frigorífica extrae los cortes que había guardado la tarde anterior, y los ordena prolijamente en el freezer exhibidor. Se calza el delantal blanco, y a la hora habitual, abre las puertas de la carnicería a su público fiel. A media mañana, dos asaltantes desaforados irrumpen y, mediante amenazas, despojan al carnicero de su magra facturación. Tras interminables segundos, huyen del lugar. El hombre experimenta un abanico de sentimientos profundos: del temor al alivio, de la impotencia a la ira, de la cobardía a la venganza. Siente que su modo de vida ha sido puesto en cuestión por ese acto injusto en el cual unos pesos pasaron a manos de unos desconocidos.
Con las venas pulsantes de adrenalina sale a la calle. Sube a su auto, y persigue a los ladrones. Lo que se sabe es que los alcanza, y que el cuerpo de uno de ellos termina presionado entre el coche y un poste de alumbrado. La escena, tomada con la cámara de un celular y reproducida hasta el hartazgo, muestra al asaltante con la dorsal comprimida contra el hierro, boqueando al sol como un pez fuera del agua, en tanto el carnicero asaltado y un conjunto de circunstantes presentes se entregan al ritual colectivo: apalean y patean al agonizante joven… quien horas más tarde, muere en el hospital local. Todos hablan, todos opinan lo que el Smart TV –elemento central en esta historia– ordena pensar: que ‘no hay justicia’, que ‘uno menos’, que ‘yo haría lo mismo’…
El propio Mauricio Macri, rápido de reflejos encuadrados en la demagogia punitiva, manifestó su posición al afirmar que ‘si no hay riesgo de fuga, porque [el carnicero] es un ciudadano sano, querido, reconocido por la comunidad, él debería estar con su familia, tranquilo, tratando de reflexionar sobre todo lo que pasó, mientras la justicia decide por qué sucedió la muerte que hemos tenido’, dejando en claro que, a su prejuicio, el atentado perpetrado contra el ‘ciudadano sano y querido’ justifica toda reacción, incluso ‘la muerte que hemos tenido’.

Causa común
Con relativa periodicidad, los medios de comunicación saturan con imágenes de turbas iracundas que descargan su violencia contra el supuesto responsable de un delito. ‘Honestos y honorables vecinos’ que devienen en hooligans descontrolados, destrozan sin piedad a una persona tendida en el suelo, juzgada por la pantalla como un delincuente. Sin mayor prueba que el testimonio del asaltado, sin otra defensa que la resistencia de las costillas del supuesto asaltante a los puntapiés, sin otra pena que la de yacer a merced del pelotón, una persona es eliminada en nombre del derecho a la propiedad.
Suele –erróneamente– afirmarse que sólo quienes han atravesado situaciones de violencia urbana pueden emitir opiniones válidas. Que tales experiencias bastan para que la creencia en el orden normativo, en la Constitución y sus garantías, caigan como un castillo de naipes. Ello se constata en la legitimidad que se les otorga a las víctimas que hablan en caliente ante las cámaras de televisión, exigiendo penas más afines a la vendetta que a la administración de justicia. ¿Qué otra cosa se podría esperar de una madre o padre cuyo hijo fue asesinado hace pocas horas en una entradera? El corazón se parte, el dolor quema, y el sinsentido del hecho sumado al sentimiento de desamparo, se manifiesta en discursos desgarradores, cargados de la sed de una sangre que pague la sangre injustamente derramada. Para el telespectador, la identificación con la víctima es inmediata: ‘esto me podría pasar a mí’ (no importa dónde se encuentre; los medios de comunicación unifican el espacio territorial: todo el país se condensa en la casa de la víctima). Sometidos al bombardeo mediático, el cual ataca con una plétora de ‘expertos’ que proponen soluciones sin denominador común (inclusivas, punitivas, tecnológicas, vengativas…), todas y cada una de las personas frente a la pantalla se ven obligadas a parlotear con total experticia sobre temas que más que probablemente ignoren, pero sobre cuya solución definitiva no dudan en arriesgar.

Una sociedad de egos
Las razones del fenómeno son varias, y una única disciplina no agota su explicación. En el libro ‘Linchamientos, la Policía que llevamos dentro’, el historiador Pablo Hupert sostiene que ‘El empresario-de-sí-mismo, inserto precariamente en el mercado, trabajando duramente para mantener a su familia, en una inserción sin garantías, no quiere procesar de algún modo la cuestión social. Ego cree que es posible un mundo donde su vida individual fluya sin contratiempos; o mejor: vivencia, en las patentes imágenes de sus días, que es posible un mundo ‘nice and easy’’1. Dicho de otro modo, desde la perspectiva de ese ‘Ego’ individualista, todo lo bueno que me sucede, mi ‘éxito’ es mérito propio, en tanto que todo lo malo, o mi ‘fracaso’ es responsabilidad de un Estado confabulado contra los ‘vecinos’… contra mí. En forma análoga, la víctima de un asalto se siente en soledad, cree que las cosas sólo le pasan a ella, y desconoce la red en la que se encuentra inserta. El individuo es el Alfa y el Omega, es la medida de todo: el consumo lo constituye, el robo de sus bienes lo destruye.
Hace más de un siglo, Emilio Durkheim elaboró una hipótesis inquietante respecto a la naturaleza del delito. Para el sociólogo francés, éste cumple una función social fundamental: al lesionar la conciencia colectiva, el criminal contribuye a revitalizar el lazo que cohesiona a los individuos en el espacio social. El delincuente no sólo ofende a su víctima, sino que en su acto resume la transgresión a las normas elementales contenidas en el contrato social. Para Durkheim, el delito opera como límite socialmente determinado entre aquello que se considera normal y lo que es patológico. La pena es el modo ritualizado y violento mediante el cual la sociedad no sólo ratifica sus valores percibidos como inmanentes, sino que reencausa el orden social vigente. Siguiendo esta lógica, una cuota de delito es funcionalmente necesaria a los fines de mantener unida a la sociedad.
Hoy las gentes ya no ‘se detienen en las calles, se visitan, se encuentran en lugares convenidos para hablar del acontecimiento’ para indignarse en común, como ilustraba Durkheim, dando lugar a una ‘cólera única’ frente a lo que consideran aberrante, sino que se apoltronan en sus casas para ver la televisión. El linchamiento trasciende a los actores allí presentes, los que piedra en mano administran colectivamente la pena. Existe una esfera ampliada en la que los televidentes, por morbo o simple acuerdo, participan de la lapidación pública. A su vez, las ‘puebladas’ o manifestaciones exigiendo la liberación del ‘justiciero’ detenido (tal como sucedió en Zárate), dan cuenta de la identificación colectiva con quien ‘reaccionó con valor’ ante la señalada inacción de las autoridades.

Reflexión final
La evidencia disponible indica que los actos de ‘justicia por mano propia’, sean cometidos por individuos o grupos, se dirigen siempre a ladrones de poca monta, o asesinos sin protección político-policial. Atrapados in fraganti, se establece un ‘cara a cara’ entre víctima y victimario. Pero si el delito tanto ofende a la conciencia colectiva, ¿Qué hay de aquellos que son cometidos ya no en perjuicio de un individuo, sino de todo el conjunto social? En otro artículo del libro antes citado, el investigador Bruno Nápoli señala el carácter clasista de esta manera de ‘administrar justicia’: ‘La estigmatización de los sectores de bajos recursos como los protagonistas por excelencia del delito impone la contracara progresista de una solución entrada en la tan mentada ‘inclusión social’. Sin embargo, nunca se observa la totalidad de los protagonistas del delito y siempre aparece señalado el más débil. Pues no tenemos que olvidar a los excluidos reales del delito: los delincuentes económicos. ¿Qué tipo de ‘inclusión social’ deberíamos practicar con quienes cometen delitos financieros, económicos, de tipo bancario? ¿Delinquen porque se sienten excluidos del sistema? ¿Lo hacen por su condición de vulnerabilidad?’2.
En conclusión, aún esos espasmos de violencia, celebrados por una parte de la ciudadanía, dejan de lado a quienes con sus actos hipotecan el futuro de las próximas generaciones. La recaudación del carnicero de Zárate, apropiada por el ladrón asesinado, es solo una migaja insignificante frente a las transferencias que la mayoría de la población concede (muchas veces sin saberlo) a una minoría concentrada.

* Sociólogo. Docente de la UBA.

1. Hupert, Pablo: ‘¿Cuál víctima elige usted?. Los linchamientos 2014 como operación imaginal de impotencia’, en Linchamientos, la Policía que llevamos dentro; Ariel Pennissi y Ariel Cangi (Editores), Quadrata, Buenos Aires, 2014 (Pág. 125).
2.   Nápoli, Bruno: ‘Violencia y delito: hacia una pedagogía de la crueldad’, en Ídem. (Pág. 105).