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El cuco: Indagaciones sobre nuestra condición judía contemporánea

Exhibir hacia afuera una identidad judía solamente centrada en temas como la supervivencia y la memoria de los exterminios nos recuerda que fuimos frágiles víctimas, pero también envenena esta identidad. ¿Es eso lo que queremos? ¿No va llegando, acaso, la hora de plantear las cosas de otro modo?
Por Diego Niemetz *

Desde hace tiempo intento pensar una cuestión que, al menos para mí, es sumamente compleja. Esta inquietud se ha agudizado especialmente en estos días, cuando surgen noticias muy preocupantes, sobre ciertas manifestaciones de jóvenes de escuelas secundarias de distintos lugares del país (incluyendo al muy prestigioso colegio Martín Zapata de Mendoza, desde donde escribo estas líneas). Mi pregunta, sencillamente es la siguiente: ¿qué debe hacer un judío frente a las manifestaciones antisemitas? El sentido común dice que lo que debe hacer es indignarse, denunciar, defenderse, entre otras reacciones típicas propias de la víctima de una injusticia.
No pretendo juzgar a quienes consideran que ese es el modo adecuado de actuar, pero pienso que ésta es también una manera de no llegar al fondo del problema. Y voy a ser más específico: el fondo del problema es: ¿de qué modo queremos ser judíos?
Llevo por lo menos 20 años pensando en cómo ser judío sin ser un estereotipo judío. En cómo definir una identidad judía que me haga sentir identificado con lo que yo pienso que debe ser el judaísmo. Es una identidad que ha intentado ser persistente y consecuente. Si no creo en Dios, y si no me siento cómodo en la sinagoga, ¿por qué debería dejar de ser judío?, ¿por qué no podría seguir siéndolo?; si no me identifico con una dirigencia o con una ideología o si no necesito casarme con una mujer judía, ¿eso hace que mi identidad judía ‘cese’? Creo que no, y creo que este mismo proceso es experimentado de muy diversas maneras por muchos de mis paisanos. Y creo que es muy importante hablar de esto, porque hace a nuestra diversidad.
Y si me detengo en esta intimidad, es porque creo que también hay ahí una parte de la respuesta a la pregunta que planteé al comienzo: ¿acaso no ha sido un causal de la identidad judía occidental defenderse del antisemitismo? En esa línea podría decirse que la Shoá es una parte fundamental de nuestra identidad colectiva y, en contraprestación, pareciera como si de algún modo los judíos tuviéramos que fiscalizar los discursos que se lanzan al respecto: si en ese tema va una parte de nuestra esencia es evidentemente necesario que nos constituyamos en guardianes y garantes del ideologema ‘Shoá’. En la práctica esto significa que si alguien comienza a hablar sobre el tema, vamos a escuchar atentamente hasta poder detectar si lo que dice está dentro o fuera de lo tolerable. Si está dentro, respiramos aliviados y podemos, incluso, dejar de escuchar. Si está fuera, ahí comienzan los problemas, ahí es donde la luz de alerta informa que ‘debemos’ proceder… sólo que no hay un libreto sobre cómo proceder y sobre eso siempre hay disputas. En general, difícilmente nos plantearemos cuestiones del estilo sobre ¿cómo hemos llegado a saber qué queda dentro y qué se debe excluir de lo tolerable?

¿Chistes antisemitas? La ‘propiedad’ de la Shoa
Que un chico de una escuela secundaria haga chistes sobre el Holocausto no es necesariamente un acto antisemita y, además, no lo convierte a él en un antisemita. Es más que nada, un acto de ignorancia y de superficial rebeldía. Lo mismo podríamos decir de gente mayor. Suponer que la Shoá no existió o ventilar a los cuatro vientos que hay un plan de los judíos internacionalmente organizados para controlar las finanzas mundiales, imponer el comunismo y colonizar una parte de la Patagonia a través de los soldados de Israel (firmando antes un acuerdo secreto con el presidente de turno a través del cual, ellos, los judíos, se comprometen a cancelar la deuda internacional del país), suponer todas estas cosas, decía, es ante todo, un acto de la más profunda y recalcitrante ignorancia o, incluso, un síntoma de alguna psicopatología. Es una pena que en sociedades relativamente libres como la nuestra, la misma sociedad haya minimizado el problema de la tolerancia hasta permitir que personas que se creen muy inteligentes (y que, en el colmo de la estupidez, nunca dudan de su inteligencia) puedan elaborar y hacer circular ideas de este tipo como quien dice ‘hoy está por llover’.
Pero estas ‘joditas’ no son nuevas, yo mismo las he padecido en muchas ocasiones. Cuando yo iba a la secundaria, recuerdo que un compañero, al enterarse que yo era judío, hizo el saludo nazi como una ‘gracia’. Y también recuerdo que un profesor afirmó que los judíos son apátridas y que no cantan el Himno Nacional. Lo dijo exactamente (no es chiste) el mismo día en que yo había estado junto a él en un acto de la escuela, cantando el Himno. Volviendo a los casos recientes, creo que lo nuevo es que, redes sociales mediante, estos discursos circulan, llegan mucho más (y, en verdad, creo que también tienen más posibilidades de reproducción social).
El error que cometemos, es pensar que somos nosotros las víctimas de estas acusaciones, cuando en verdad la única víctima aquí es la sociedad en la cual vivimos. El error que cometemos es reivindicar la Shoá como un evento que va contra los judíos (aunque los judíos de ese entonces hayan sido su objetivo), cuando en verdad fue un atentado contra la humanidad, un genocidio. El error que cometemos es presentarnos ante la sociedad (o permitir a la sociedad que nos considere) como un colectivo homogéneo: ser judío es, apenas, una idea de pertenencia, una clasificación estereotipada que habilita al ‘ustedes los judíos’. Y esa idea de pertenencia es, en gran medida, la idea de que nosotros somos los hijos de la Shoá, los depositarios de su memoria.
No pienso que los ‘chistes’ de los ‘chicos’ (ni de los grandes) acerca de la Shoá sean inocuos, insignificantes, ni tampoco creo que haya que olvidarlos o pasarlos por alto. Quiero ser claro al respecto: no son chistes y son peligrosos. Pero, no parece que la solución sea el obvio ruido mediático que estas cosas causan (en la mentalidad discriminatoria sería consecuencia de que los medios están manejados por judíos), creo que hay que empezar a pensar, a barrer el problema desde otro lugar. La Shoá, si es que nosotros estamos comprometidos a sacar una enseñanza de ese tremendo episodio, debe dejar de ser un argumento emocional con el cual justificar que no se nos puede discriminar. Es fácil ver la costura de ese argumento: somos los hijos o los nietos o los bisnietos de los sobrevivientes… ¿de qué mérito estamos hablando? En cambio, la experiencia de la ‘postmemoria’ de la Shoá debe afianzarse como el ejemplo de lo fácil (de lo excesivamente fácil) que puede resultar sembrar las condiciones de exclusión y de exterminio en las conciencias adormecidas de una sociedad entera, relativamente culta, como la alemana (que sirve como ejemplo de una sociedad más amplia, también relativamente culta, que es la sociedad europea que, por cierto, sigue practicando todo tipo de atrocidades con sus ciudadanos no homogeneizados étnica y culturalmente mientras escribo esas líneas: entonces, me pregunto, ¿qué aprendieron los europeos de la Shoá? ¿Qué transmitieron a sus hijos y a sus nietos y a sus bisnietos los espectadores del más brutal dispositivo de aniquilación que un estado occidental haya montado en la historia reciente en contra de sus propios ciudadanos?).
Y en ese sentido, la mirada discriminatoria es mucho más amplia e involucra un esfuerzo mucho más grande de parte de todos nosotros. Por ejemplo, y para no ponernos demasiado filosóficos: ¿qué clase de lenguaje usamos nosotros, en tanto judíos, musulmanes, católicos, argentinos, mendocinos, negros, blancos, italodescendientes, hispanodescendientes, grecodescendientes, etc. para referirnos a los habitantes de los barrios periféricos de conflictividad social alta? ¿Qué lenguaje permitimos que nuestros hijos usen para referirse a los adversarios cuando van a la cancha a ver un partido de fútbol? En tanto minoría étnica alguna vez discriminada, ¿con cuánta energía repudiamos otros actos de discriminación cotidianos? En tanto individuos conscientemente críticos y lúcidos (como todos creemos ser después de pasar algunas horas leyendo artículos de opinión en internet o, con suerte, algún capítulo de algún libro de Foucault), ¿con cuánta facilidad asociamos el Islam con actos de terrorismo? ¿Con cuánta frecuencia usamos la palabra ‘puto’ como un insulto?

¿Somos sólo víctimas y sobrevivientes?
Decidí titular estas páginas con el nombre de un pájaro que pone sus huevos en un nido que le es ajeno, para que otro empolle sus crías como si fueran propias, sin saber que ha sido engañado. Algo así está pasando con nosotros: hacemos un esfuerzo gigantesco para demostrar cosas que no nos corresponde demostrar, con el agravante de que no percibimos que lo que en verdad estamos haciendo es reforzar el punto de vista de los demás. Exhibir hacia afuera una identidad solamente centrada en temas como la supervivencia y la memoria de los exterminios (a la Shoá, a los pogromos, al atentado a la Amia) nos recuerda que fuimos frágiles víctimas, pero también envenena nuestra identidad. Lo podría expresar así: si no podemos crear una identidad que no sea la de la víctima, no seremos otra cosa que víctimas. El cuco es también un monstruo con el que se suele asustar a los niños que no quieren irse a la cama o tomar la sopa. Uno deja de creer en el cuco cuando crece y comienza a asumir sus propias decisiones como, por ejemplo, pasarse la noche en vela aunque al otro día haya que trabajar o a no tomarse la sopa, aunque el médico lo prescriba.
Woody Allen lo satiriza muy bien en una escena memorable de Deconstructing Harry, en la cual el personaje principal discute con su cuñado sobre la importancia de la Shoá: harto, el protagonista asegura que no es un concurso para ver quién tiene la mayor cantidad de muertos. Sospecho que, como en la historia del cuco y como en la película de Allen, este juego le sirve a muchos ‘dentro’ y ‘fuera’ de la comunidad. En todo caso, magnitudes aparte, deberíamos sentir la misma indignación cuando una persona es discriminada por su orientación sexual, por su color de piel o por su adscripción política. Deberíamos luchar, con la misma fuerza, para esclarecer la memoria de otros genocidios, cuyo señalamiento, estudio y memoria es tan loable y deseable como el de la Shoá.
Va siendo hora de soltar, de dejar que la Shoá, el antisemitismo, la discriminación comiencen a ser un problema de la sociedad y no de los judíos. La Amia es un grave déficit de todos los argentinos, no de los judíos argentinos. El mito del deicidio sigue funcionando, pero no parece haber muchos interesados en combatirlo. Ser antisemita es una vergüenza, negar la Shoá es otra muy grande, pensar en conspiraciones es una muestra cabal de la estupidez de quien expresa la idea, estamos todos de acuerdo en eso. Sin embargo, en mi opinión, no debemos pensar que somos los judíos quienes tenemos el monopolio de la reacción al respecto, algún tipo de dominio especial sobre el tema. Podemos ser actores importantes, encarar proyectos educativos, etc. pero no podemos ser los vigilantes del discurso. Nuestra función, según lo entiendo, debe ser la de participar en la elucidación de esta verdad simple y dolorosa: el problema es compartido, no es nuestro.
Creo que se trata de una tarea magnífica para llevar adelante en un país que tiene dirigentes, periodistas y literatura antisemitas antes de tener judíos, un récord del cual nadie parece hacerse mucho cargo.

* Doctor en Letras. Investigador del Conicet. Director de la Cátedra Libre de Cultura Judía de la UNCuyo