Comparto la noción de colegas historiadores argentinos que afirman que los patriotas en el congreso de Tucumán se propusieron crear un Estado y una nación; En julio 1816 Argentina era una imprecisa comunidad imaginada en las mentes y corazones de algunos integrantes de las Provincias Unidas del Rio de la Plata, pero no de todas. Salvo Córdoba, resolvieron no concurrir a Tucumán representantes de las provincias de la Liga de los Pueblos Libres o Liga Federal, compuesta por la Provincia Oriental, Corrientes, Entre Ríos, Misiones y Santa Fe. Se sabe que José G. Artigas, caudillo oriental; en carta a José de San Martín, declarándose también argentino, comunicaba que la Unión de los Pueblos Libres se había anticipado el 29 de junio de 1815 a la declaración de la independencia durante el Congreso de Oriente o Protocongreso de la Independencia argentina, suscripto por las provincias federales.
Cuando aún no existía la nación argentina, varios de los congresales, ‘invocando el nombre y por la autoridad de los pueblos que representamos’, declaraban en Tucumán la independencia para ‘investirse del alto carácter de una nación libre e independiente’. Pocos recuerdan que tres representantes de provincias de la futura ‘nación’ boliviana también firmaron el acta de independencia de la nación argentina. Así ocurrió con los congresales Mariano Sánchez de Loria (Charcas), Pedro Ignacio Rivera (Mizque) y José Pacheco de Melo (Chichas-Tarija). Incluso la provincia de Mizque, como parte de Cochabamba, enviará en 1825 un representante a la Asamblea General de Diputados de las Provincias del Alto Perú, que declaró la Independencia de Bolivia.
Durante todos los años escolares nos han enseñado que Argentina se independizó de España porque los patriotas querían vivir como nación libre y soberana. Muchos años después aprendimos que las identidades provinciales regionales habían precedido a la identidad nacional argentina, forjada en la guerra de independencia y al cabo de años de cruentas guerras civiles, limpieza étnica de pueblos autóctonos aborígenes y despiadadas luchas fratricidas. La violencia bélica fue partera de la Nación, que nació no sólo como una comunidad imaginada de proyectistas patriotas latinoamericanos, además ensangrentada en los campos de batalla, y muy disputada por antagonismos ideológicos que no escondían la ambición de dominio.
No sería una extemporaneidad baladí reflexionar sobre el bicentenario de la independencia argentina en una suerte de ‘payada a contrapunto’ desde Jerusalén para oír concordancias y disonancias históricas con la independencia israelí. Porque a pesar de contextos y épocas totalmente diferentes, el parto del Estado soberano israelí también, como en Argentina, tuvo el bautismo de fuego de una cruenta guerra externa e interna antes, durante y después de proclamada la independencia.
Las urgencias de la guerra de emancipación y la restauración en Europa impidieron que la declaración de la independencia argentina esbozara el 9 de julio 1816 formas de gobierno o ponderase principios republicanos que rigieran a la nueva nación. Aquí radica una de las diferencias fundamentales con la proclamación del Estado democrático israelí: ya en 1948 existía una nación judía; y, además, el Estado sionista en gestación -el Ishuv- se venía construyendo desde abajo junto con instituciones fundamentales de la sociedad civil a pesar del gobierno colonial británico. En cambio, ‘la naciente Argentina se fue haciendo durante varias décadas sin un Estado único’, cuyo centralismo fue disputado por estados provinciales federales, ‘y recién se comenzó a imaginar la nación futura en medio de guerras civiles fratricidas’, tal como bien razona L. A. Romero en ‘Un nuevo amor a la patria’ (La Nación, 8 de julio 2016).
La situación de guerra abierta con la monarquía española y la creciente injerencia del Reino Unido, de Portugal, Brasil y Algarve hizo que, tácticamente, muchos de los congresales de las Provincias Unidas que podrían abrigar simpatías por el federalismo, decidieran abroquelarse monolíticamente en un ‘unitarismo’ centralista so pretexto de ataques externos. Las sesiones del Congreso continuaron en Buenos Aires, donde comenzó a deliberar a principios de 1817 elaborando un proyecto constitucional. Finalmente la Constitución fue jurada el 25 de mayo 1919 en Buenos Aires y en las provincias, con excepción de las del Litoral, cuyo ideal federalista y de autonomía provincial repudió el miedo del centralismo del Directorio a la ‘convulsión democrática’. La difusión de negociaciones secretas para instalar una monarquía constitucional y el carácter centralista de la Constitución generaron fuerte rechazo. No casualmente, el Congreso de Tucumán se consideró disuelto en 1820 y sus diputados huyeron a sus provincias tras la derrota del director José Rondeau el 1 de febrero en la batalla de Cepeda a manos de los caudillos federales, marcando el inicio de la Anarquía del Año XX.
Haciendo un salto para reflexionar sobre el acta de la descolonización hebrea, cuando el 14 de mayo de 1948 David Ben Gurión declaró la independencia de Israel en el Museo de Tel Aviv, resulta indudable que la nación judía existía de un modo nada impreciso comparada con las Provincias Unidas en 1816; sin embargo, el Estado en gestación israelí recién proclamado -al igual que aquellas Provincias patriotas-, nacía al concierto de las naciones en el fragor del fuego cruzado entre el fin del dominio colonial británico y la primera guerra palestina-israelí.
La declaración de la Independencia de Israel, mirada desde el Bicentenario
En efecto, la declaración de la independencia de Israel se proclamó coincidiendo con la finalización legal del Mandato Británico de Palestina, y en una fase aguda de guerra civil judeo-palestina estallada inmediatamente por la resolución de la ONU sobre la partición de Palestina en dos Estados, uno árabe y otro judío. La comunidad hebrea la había aceptado, mientras que la comunidad y el mundo árabe la rechazaron.
Desde fines de 1947, la primera etapa de la confrontación entre fuerzas sionistas y de árabes palestinos adoptó contornos de una verdadera guerra civil inter-comunitaria en Palestina durante los últimos meses del Mandato colonial británico, diciembre 1947 – mayo 1948. Movilizaciones y escaramuzas dispersas, pero muy violentas se sucedieron para el control de caminos –especialmente a Jerusalén– y de posiciones tácticamente importantes conforme avanzaba la evacuación británica. Durante esta etapa hubo también grandes enfrentamientos urbanos cuyas víctimas fueron población civil en asentamientos judíos y aldeas árabe-palestinas.
La resistencia del nacionalismo palestino para impedir que los sionistas implementasen la partición del territorio, consiguió apoyo del Ejército de Liberación (o Salvación) Árabe, organizado con 6.000 soldados desde Siria por la Liga Árabe, y comandado por Fawzi al-Qawuqji, pero no logró quedar subordinado al muftí de Jerusalén, exilado a El Cairo por los británicos. El Ejército del Jihad-(Yihad) o Guerra Santa, una segunda fuerza armada de alrededor 10,000 voluntarios de la Hermandad Musulmana provenientes de Egipto y otros países árabes, fue comandado por Abdel Qadir al Huseini, sobrino del muftí de Jerusalén, y por Hasan Salama. (Mario Sznajder, Breve historia de Israel, inédito, próxima aparición por El Colegio de Mexico).
Desde fines de noviembre 1947 y hasta febrero 1948, el Ishuv se restringió a defender sus posiciones, pero desde mediados de mayo 1948 pasó a la ofensiva y neutralizó la violencia palestina. Recordemos que esta fue la coyuntura bélica y política cuando fue proclamado en Tel Aviv el Estado hebreo, mientras Jerusalén se encontraba cercada por las tropas bien equipadas de la Legión Árabe jordanas en el fragor de la guerra civil.
El lector de la declaración de la independencia israelí hoy se asombra de que su discurso haya sido totalmente laico; por ejemplo, no invocaba ‘al Eterno que preside el universo’, como en la declaración de la independencia argentina; sin embargo, sí establecía un vínculo profundo con la cultura, el territorio bíblico y la nación, en tanto comunidad histórica y también imaginada.
‘Eretz Israel fue la cuna del pueblo judío. Aquí se forjó su identidad espiritual, religiosa y nacional. Aquí logró por primera vez vivir como pueblo libre y soberano, creando valores culturales de significado nacional y universal, y legó al mundo el eterno Libro de los Libros’.
Por un lado, el acta de fundación del flamante Estado judío invocaba la legitimidad internacional de las Naciones Unidas, y su resolución de crear dos Estados, amén de recordar que ‘el derecho del pueblo judío a establecer su propio Estado es irrevocable’. Por el otro lado, invocaba la voluntad de soberanía política del nuevo Estado para reconstruir a la nación, ‘luego de haber sido exiliado por la fuerza de su tierra’ y después de ‘la catástrofe que recientemente azotó al pueblo judío’.
Pero si la reconstrucción de la nación judía mediante un Estado etno-nacional se legitimaba por los ‘sobrevivientes del holocausto nazi en Europa, como también (por) judíos de otras partes del mundo, (que) continuaron inmigrando a Eretz Israel superando dificultades, restricciones y peligros, y nunca cesaron de exigir su derecho a una vida de dignidad, de libertad y de trabajo en su patria nacional’, el otro fundamento de reconstrucción nacional fue la democracia liberal.
En efecto, el ‘derecho natural del pueblo judío de ser dueño de su propio destino, con todas las otras naciones, en un Estado soberano propio’, se comprometía solemnemente a respetar principios básicos democráticos de pluralismo, libertad e igualdad. Un artículo seminal de la declaración afirma de que el nuevo Estado ‘promoverá el desarrollo del país para el beneficio de todos sus habitantes; estará basado en los principios de libertad, justicia y paz, a la luz de las enseñanzas de los profetas de Israel; asegurará la completa igualdad de derechos políticos y sociales a todos sus habitantes sin diferencia de credo, raza o sexo; garantizará libertad de culto, conciencia, idioma, educación y cultura’.
Quienes forjaron el Estado argentino necesitaron esperar hasta el fin del ciclo de las guerras civiles y la organización nacional para que la Constitución de 1853 y su reforma en 1860 adoptaran los principios liberales de inclusión nacional a todos los hombres de buena voluntad que quisieran habitar su territorio, sean nativos e inmigrantes. La sociedad civil argentinizaba mediante una identidad nacional homogeneizadora, inspirada en propuestas contradictorias de Alberdi y Sarmiento, tanto a provincianos federalistas como al aluvión de extranjeros inmigrantes convocados por el Estado-nación sin diferencias de raza, religión, etnicidad o lenguas.
Hay algo más en esta payada contrapuntística reflexiva sobre la formación del Estado nacional israelí y el argentino. Sólo acabada la guerra de la independencia y después de las luchas fratricidas civiles, el discurso argentino de la unanimidad nacional pudo forjarse gracias a décadas de paz y prosperidad modernizadora en la más europea de las naciones sudamericanas.
En Israel, en cambio, las consecuencias de la guerra de su independencia se han de sentir durante décadas, pero sin que la ausencia de paz impidiera a los millones de inmigrantes abroquelarse con la nueva identidad nacional hebrea; por el contrario, tanto la modernización y la high–tech and Israel start up del más europeo país de Medio Oriente pudo llevarse a cabo en coyunturas de violencia, guerra y terrorismo.
Hay analistas que sostienen que la guerra de la Independencia 1947-9 todavía no ha terminado, y que a diferencia de otros países descolonizados, la guerra del Estado judío por su existencia continúa aún 68 años después. Recordemos que a pocas horas de proclamada la independencia el 15 de mayo, la Liga Árabe le declaró la guerra a Israel con el designio de abortar la partición territorial en Palestina. Ese mismo día, invadían los ejércitos de Egipto, Jordania, Siria, Iraq y Líbano. Había comenzado la segunda guerra israelo-árabe (1948-49) que supuso la completa internacionalización del conflicto sionista-palestino, triunfando el intento de subsumir la Nación palestina en el panarabismo pan-nacionalista de la Liga Árabe.
Luego de la segunda tregua, impuesta por el Consejo de Seguridad de la ONU, desde el 18 de julio hasta el 15 de octubre de 1948, Israel lanzó una serie de acciones ofensivas que al 10 de marzo 1949 lograron expulsar a los ejércitos árabes invasores; las fuerzas de defensa israelíes ocuparon la zona de Jerusalén occidental y el corredor hacia ella, la Galilea Occidental y una parte de la costa entre lo que es hoy Ashdod y el Norte de la Franja de Gaza.
La guerra entre Israel y los países árabes, salvo Iraq, cesó formalmente con los armisticios de 1949. El primer armisticio fue firmado por Israel con Egipto en Rodas, el 24 febrero 1949. El segundo con Líbano, el 23 de marzo de 1949. El tercero con el rey Abbdallah, el 3 abril 1949, después que Israel consintió que la Legión Árabe anexara a Jordania casi toda la Cisjordania reservada al Estado árabe, según el plan de partición, y suprimió cualquier signo de identidad nacional palestina. El cuarto y último armisticio Israel lo firmó con Siria el 20 de julio.
Ahora bien: si la guerra de independencia de 1948-49 cesó mediante armisticios bilaterales, el nuevo Estado nacional judío nunca se imaginó que la Naqba, (o Catástrofe Nacional Palestina), y sus aproximadamente 700.000 refugiados irían a fundar una nación desterrada en procura de un Estado independiente que cuestionaría la legitimidad misma del estado de Israel.
Guerra, independencia nacional y Naqba
La guerra de 1948-49 frustró la demanda árabe y palestina del Estado Palestino único e indivisible; sin embargo, a través del exilio forzado y la diáspora de cientos de miles de refugiados que se septuplicaron, legitimaron a la nación palestina la cual juraba retornar a sus abandonados/evacuados hogares desde los campamentos de Jordania, Siria, Líbano, Egipto. (Ahmad H. Sa’di, Lila Abu-Lughod, Nakba: Palestine, 1948, and the Claims of Memory. Columbia University Press, 2007).
Pocas narrativas históricas de países que libraron guerras de independencia han generado disputas interpretativas fuertemente ideológicas y apasionadas. Una difundida narrativa sobre la responsabilidad israelí en la guerra 1947-49 sostiene que fue transformada en coartada bélica para frustrar no solamente la creación del Estado palestino legitimado por la ONU, sino también para homogeneizar étnica y demográficamente el Estado judío independiente. Esta es la tesis central sobre limpieza étnica de población palestina según el historiador israelí Ilan Pappe (ver su libro, La limpieza étnica de Palestina, Madrid, Crítica, 2006).
Inversamente, la crítica a la posición ideológica de Pappe es sostenida por otro historiador, también, israelí Benny Morris. Él demuestra que la guerra de 1947-1949 fue iniciada por los árabes palestinos tras la resolución de partición de la ONU y que el problema de los refugiados fue el resultado directo de esa guerra y no de designios previos. Además, Morris desmitifica la existencia de un supuesto plan de expulsión sistemática de los árabes palestinos, o que hubiera habido preparativos para ello. Los cuatro primeros meses de la guerra –diciembre 1947 – marzo 1948-, ofrecen pruebas de que no se registraron expulsiones masivas, ni destrucción de aldeas, a diferencia de lo que sucederá durante los combates después de la invasión de los países árabes.
Sin embargo, el desplazamiento de poblaciones palestinas hacia fuera de los lindes del futuro Estado de Israel era inherente a la ideología y prácticas sionistas previas, pero según el autor se ejecutaron de modo legal desde las primeras décadas de la inmigración sionista a través de la compra de tierras y el desalojo legal de sus ocupantes.
¿Quo Vadis, aquí y allá, la independencia nacional?
A pesar de las inmensas diferencias y el tiempo transcurrido, los avatares de la independencia de Argentina e Israel nos acicatea a reflexionar y a formularnos preguntas semejantes: ¿Quiénes realmente somos? ¿Adónde va nuestra frágil democracia representativa? ¿Qué pasó con las utopías sociales de los fundadores de nuestros Estados?
Pareciera que una simultánea reevaluación de la identidad colectiva alentase a intelectuales -allá y acá- a la impostergable necesidad de superar las miopías del nacionalismo que dio a luz a los Estados de Argentina y de Israel.
Como si, no obstante las obvias desemejanzas geopolíticas, necesitáramos volver a compartir una común urgencia de exhumar antiguas y nobles nociones federativas transnacionales; y, especialmente, imaginar nuevos pactos de ciudadanía e identidades colectivas que nos ayuden a acometer la segunda independencia, liberándonos del odio, la violencia y una guerra que nunca se acaba.