“¿Quién no ha recorrido estas calles los días del ‘año judío’? Entonces no hay casi balcón donde no flamee la bandera con el simbólico pentagrama de Salomón, cuyos triángulos invertidos, según un israelita escéptico significan que “arriba” es igual que “abajo” y que el judío pobre sufrirá en la otra vida como en esta”.
(Roberto Arlt, en “Aguafuertes Porteñas)
El Once en julio hierve y en verano es un infierno; no hay día donde dos autos no choquen sus paragolpes por el apuro; las veredas explotan; enormes cajas hacen equilibro en carros metálicos diminutos; en todo momento hay transacciones respaldadas por facturas, papeles, servilletas, o sólo palabras. En las veredas las manos de unos empujan las espaldas de otros y si alguien decide atarse los cordones debe refugiarse en un zaguán para no producir un desastre. En el Once nadie va de compras; vas a que te vendan o a que te compren… a vos mismo. Hay leyes y hay trampas; señales y salvoconductos, complicidades privadas y oficiales. En el Once hay transpiración, ropas de colores chillones, barbas sobre camisas blancas.
Paradójicamente el Once funciona ya más como símbolo que como realidad empírica: los judíos ya no viven en el Once: muchos se han corrido a zonas más amables. En algún momento, el Once era el universo; aquella tierra plana, donde más allá de Pueyrredón, Córdoba, Callao y Rivadavia se terminaba el mundo conocido; en ese rectángulo se trabajaba, se educaba, se aprendía, se comía y se dormía. Se ayudaba y se pedía ayuda. Entonces, de la misma manera que aquella Tierra Prometida ya no es lo que era, esta zona de promesas porteñas tampoco: pero ambas siguen teniendo un enorme valor simbólico.
Mágicamente, como atendiendo al tañido de una campana, a las siete de la tarde sólo se ve a los cartoneros con sus carros, compartiendo la calle con los trajes verde fosforescentes de los empleados de la empresa de limpieza. En un rato más, hay silencio, y alguna luz encendida aquí y allá en los edificios. Ahí es donde todo se vuelve mágico, donde los milagros pueden suceder, donde hay lugar para la purificación, el amor, o la santidad.
Y es, entonces, en este contexto ambivalente donde se desarrolla “El Rey del Once”, quizás la más silenciosa (en todo sentido) y a la vez la más profunda idea llevada al cine por Daniel Burman. Ariel, el hijo de Usher, (excelente la interpretación de Alan Sabbagh) llega a esta geografía desde Nueva York, al parecer convocado por su padre para presentarle a su novia… sin su novia. Entonces no se sabe muy bien a qué viene, pero el motivo se va construyendo.
Usher nunca está. Usher es una voz en el teléfono. Usher no se cuestiona si lo que hace es tzedaká, si es beneficencia o solidaridad. El Once es su territorio y esa pequeña república lo necesita. Los necesitan todos: los que comen carne kosher y los que consumen rybotril; cotillón usado para el bar mitzva del nene; o un celular con el crédito que le cargó su dueño antes de morir. Ariel nunca le dice “papá”, porque “Usher” es más que papá: Usher, en este caso, es “el Nombre”, no ya un símbolo de lo todopoderoso, sino uno más terrenal, menos ambicioso pero más entrañable. Usher es el nombre de la esperanza, del recurso último cuando nada más queda.
Ariel irá encontrando, un poco cada día, en esa geografía que en un principio se le revela extraña y adversa, un sentido para su propio viaje, no ya el de las millas recorridas en el avión, sino el que le indica el legado de su antecesor. Legado y nunca mandato, porque Ariel podrá hacer suya, de maneras diversas, la herencia que recibe.
Ese legado, ese “no poder dejar de emprender la tarea”, que hace menos terrible, y quizás menos cierta la sentencia que el genial Arlt puso en boca de aquel “israelita escéptico”.