A menudo usamos la expresión “ponerse la camiseta” para expresar la identidad con una causa, con una idea o con un grupo. La camiseta es lo que más cerca llevamos del cuerpo, ponerse la camiseta implica poner el cuerpo, identificarse con algo hasta transpirar con ello y por ello. Con todo lo que tiene de pasión a veces desaforada, la camiseta es cuanto menos una metáfora, y a veces una concreta descripción, de la militancia. Acaso no hay mejor descripción del estado actual de la idea de militancia que el hecho de que la “camiseta” ha sido reemplazada en esta “modernidad liquida” por la “foto de perfil” en el muro de Facebook.
En las últimas semanas, las fotos de perfil se han recargado de simbolismo político. Millares de personas en el mundo pasaron a ser “Charlie” en solidaridad con las víctimas de la matanza de París. Algunos millares menos recordaron ser “Charlie” y también “juif” (judíos) porque, bueno, la matanza de París se llevó a cabo en dos lugares. En la Argentina, millares descubrieron que también eran Nisman. Y este columnista tuvo la oportunidad de ver un letrero que seguramente se repitió por doquier, y que trazaba con detalle las coordenadas de una identidad bienpensante: Je suis Charlie, Je suis Nisman, Je suis QOM, Je suis Gaza.
Algo de este embanderamiento esterilizado con causas que en el llano implican sufrimiento, dolor e incertidumbre, nos hizo pensar en aquella vieja noción del “alma bella”. Simplificando: en la filosofía de Kant el “alma bella” es aquella conciencia del individuo que identifica su propia sensibilidad con lo moral, que cree haber alcanzado ese estado en el que lo bueno, lo bello y lo verdadero se le presentan transparentes. O sea, aquel sujeto que “siente” la verdad antes que conocerla. Pero esa “alma bella”, nos insinúa Hegel en su “Fenomenología…”, es impotente a la hora de un juicio moral, porque opera automáticamente sin someter esa sensibilidad al filtro del análisis específico, contingente e histórico. O, como lo define el Diccionario de Filosofía de Niccola Abbagnano: “el Alma bella es una conciencia que […] al no querer renunciar a su refinada subjetividad se expresa sólo mediante palabras y que, si desea elegir, se pierde en absoluta inconsistencia”.
Diría entonces que el “alma bella” de nuestros días está tan orgullosa de su subjetividad, de su adhesión automática a las “buenas causas”, que difícilmente recuerda lo que, a esta altura del siglo XXI, ya debería ser un lugar común (lo que todos sabemos a la hora de imaginar conspiraciones varias pero olvidamos a la hora de descorrer las cortinas de la propia subjetividad): que la mayoría de nosotros somos parte de un universo comunicacional que busca formatear por sobre todo lo que vemos y sentimos. En palabras de José Pablo Feinmann: “El capitalismo del siglo XXI se expresa en la revolución comunicacional, que es un gigantesco sujeto absoluto que constituye todas nuestras conciencias: nos da imágenes, contenidos, ideas, problemas, temas de debate, dispone la agenda. Nuestras conciencias son conciencias pasivas, reflejas, que discuten lo que quieren que se discuta, que ven lo que quieren que se vea, que piensan lo que quieren que sea pensado“.
Dicotomías
Acaso la auténtica y mas difícil misión de un pensamiento crítico hoy por hoy sea la de poder despegarse de las dicotomías que plasman la agenda de lo pensable. Acaso el verdadero desafío sea poder mantener una actitud de “incertidumbre metódica” frente a lo que “dicta el corazón y muestran los ojos”, es decir frente a una subjetividad acrítica que, al menos desde la tradición judía, es definida como una de las formas de la idolatría.
Con mucha más frecuencia pareciéramos elegir el camino de la certidumbre automática de las almas bellas, que nos lleva a afirmar, defender y compartir por un rato desde la identificación con las “buenas causas” hasta las teorías conspirativas más estrafalarias. El punto es que esa identificación necesariamente es efímera, porque la “agenda de lo pensable” no aguanta más que algunos días o semanas y ya requiere de un nuevo estímulo para su sensibilidad. Haga el lector la prueba de chequear cuántos de sus “amigos” o contactos siguen siendo Charlie, habiendo pasado menos de dos meses de la masacre de París. Ahí tienen un pronóstico de cuantos seguirán siendo Nisman en breve, cuando el sujeto comunicacional dirija su mirada hacia otro lado.
Esa levedad de la conciencia política es probablemente la herencia más duradera de la campaña despolitizadora a la que durante décadas hemos estado expuestos. Los movimientos de “Tercera vía” en Europa, los partidos de “estado de ánimo” en Israel, la exigencia de “buenos administradores” en América Latina, todos fenómenos que se despliegan a partir de una simplificación del pensar político. Nos enseñaron a obviar el conflicto, a imaginar un mundo global libre de antagonismos, a asociar la vieja política de confrontación ideológica con un proyecto ya superado de opresión totalizante. Y cuando de pronto el conflicto se hace presente, en toda su violenta dimensión, sacudiendo los cimientos del edificio civilizatorio en el que creíamos vivir, nos encontramos sin herramientas para entenderlo. Por eso es real el dolor y la identificación con las víctimas de la violencia política. Pero por eso también es pasajero. No somos Nisman ni somos Charlie, porque tanto uno como los otros, tanto el fiscal porteño como los humoristas parisinos, permanecerán definitivamente muertos cuando la mayoría de nosotros haya virado la página.
Poco nos importa en este caso que tanto uno como los otros puedan, en vida, haber sido objeto de críticas justificadas o de admiraciones varias. Aunque las famosas denuncias de Nisman fueran una cascara vacía, aunque la provocación de Charlie Hebdo fuera muchas veces llevar el republicanismo secular al extremo, la muerte violenta de uno y otros no puede ser tapada por la crítica al proyecto en cuyas filas revistaban. Poder pensar en paralelo, poder repudiar la violencia y sin “si, pero…”, no convertir a las víctimas en lo que no pidieron ser, mártires de alguna buena causa, es lo que debiera hacer un pensamiento crítico.
Hace algunas semanas reflexionaba el rabino Daniel Goldman que en algún tiempo “cuando se catalice la tormenta”, la muerte de Nisman, como la AMIA misma, volverá a ser casi exclusivamente un dramático tema judío. Ya hoy podemos ver cómo la “agenda de lo pensable” empieza a diversificarse. Como en la visión de aquel “Ángel de la Historia” de Walter Benjamin, que era arrastrado hacia el futuro sin poder despegar los ojos azorados del cúmulo de ruinas que iba dejando atrás, lo que queda de la violencia política es un montón de preguntas sin respuestas, una causa embarrada en la que ya nada de lo que se afirme volverá a ser tomado en serio por una buena parte de la sociedad, un catálogo de nombres propios y miles de fojas que ya son letra muerta. Y la desesperanza.