Una o dos cámaras, micrófonos, la voz del entrevistador; tres mujeres que, a su turno, exponen sus recuerdos. Fotografías familiares, y algunas tomadas por Kononovich en su visita a Majdanek y Auschwitz-Birkenau. No son muchos los recursos con que cuenta la producción del film, porque al fin y al cabo, los relatos ocupan una centralidad manifiesta.
Llama la atención la elección del título del film, porque son tres las niñas que fueron salvadas y hoy dan testimonio, ya de abuelas, de cuáles fueron las circunstancias que tuvieron que atravesar. Pero como se trata de hacer un ejercicio de memoria, no se pretende contar solo tres historias de vida, sino dar cuenta de una práctica común a todo genocidio: atacar sobre lo que más duele, sobre nuestro punto más vulnerable como pueblo y como especie. Lo expone claramente el director: “Los niños son las víctimas privilegiadas de las máquinas genocidas, y si no son eliminados, quedan expuestos a la apropiación, a la pérdida de su identidad y al despojo de sus raíces. Esta experiencia de horror fue habitual durante el nazismo y también en nuestro país en los años de terror de la última dictadura militar”.
Durante mucho tiempo se consideró al Holocausto como un hecho singular, y por ello irrepetible, incomparable, anómalo y fuera de toda lógica. No era posible equipararlo con ningún otro evento histórico y social (tal modo de caracterizarlo, le hizo flaco favor a su memoria). Lejos de ello, la masacre organizada y perpetrada por los nazis y sus cómplices se inscribe en un linaje demasiado extenso. En este sentido, la Shoá no fue una anomalía inexplicable, sino que –y como refiere una de las testimoniantes– expuso el verdadero rostro del ser humano. Solo así la Shoá puede ser comparada con otros procesos sociales genocidas, siendo éste el único modo de explicar y comprender lo inexplicable e incompresible. En este sentido, la película no refiere al relato de tres señoras que sufrieron en carne propia el intento de exterminar a los judíos de Europa, sino que habla también de nuestro presente, tan activo y lúcido en revisar, juzgar y condenar a los responsables del Proceso cívico-militar, así como en reparar a sus víctimas (fundamentalmente, restituyendo la identidad de las hijas e hijos apropiados por los inquisidores de la ESMA y Campo de Mayo).
La bobe tiene algo para contar
Presente detrás de cámara, sea para retratar o contener, Kononovich establece un diálogo respetuoso y cuidado con Jacqueline Halbzajt, Judith Horvat y Diana Wang. Sus respectivas supervivencias se envuelven en circunstancias extraordinarias, cuando lo ordinario era perecer en la Europa dominada por un formidable poderío técnico-militar dirigido contra poblaciones civiles. Jacqueline salvó su vida saltando de un tren en movimiento, amarrada junto a su madre, perdiéndose en la espesura del bosque y de la noche. Errando por ese paisaje, pudieron sobrevivir. Judith fue conducida junto con su madre en tren desde Budapest, su ciudad, a Auschwitz. Ambas pudieron eludir la cámara de gas en esa primera y definitiva selección de prisioneros. Diana, nacida en Polonia, permaneció oculta junto con sus padres en la casa de familia católica. A su hermano menor, aún bebé, tuvieron que entregarlo a otra familia para poder permanecer dos años en ese refugio clandestino. Finalizada la guerra, el bebé no apareció. A la madre de Diana le dijeron que había muerto de tifus, sin recibir la debida atención médica (lo cual era razonable, dado que la presencia de un niño circunciso podía poner en riesgo a sus protectores), y sin que se sepa dónde fue supuestamente sepultado. Estas tres familias emigraron a la Argentina, donde recomenzaron sus vidas.
No cruzar una sola palabra referida al horror padecido fue la actitud general entre los sobrevivientes. Una necesaria historización de la recordación del Holocausto da cuenta que durante los años ‘50 y hasta mediados de la década siguiente prevaleció el completo silencio sobre el judeocidio. En el contexto de la Guerra Fría, las potencias occidentales devinieron en aliados en la lucha contra el comunismo. La recordación de los crímenes nazis de unos pocos años atrás podía obstruir la alianza, particularmente con la Alemania Federal. Según el historiador Enzo Traverso: “Los tiempos pertenecían a la valoración de los héroes y a la exhibición de la fuerza como virtud nacional. Nadie proponía la creación de museos o memoriales dedicados a los desaparecidos en los campos de la muerte nazis”. Fue recién en los años ‘60, tras el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén (recordemos: capturado aquí nomás, en San Fernando, siendo empleado de la fábrica Mercedes Benz, fue trasladado clandestinamente a Israel en un vuelo de El-Al) que los crímenes perpetrados por los nazis pudieron salir a la luz, haciendo así visible la condición de víctimas de aquellos que fueron silenciados durante las dos décadas anteriores.
Judith nunca habló con su madre sobre los días de Auschwitz. Tras su liberación, volvió a Budapest y se reintegró a la escuela, en donde era tratada como si fuese portadora de una extraña y grave enfermedad. El espíritu imperante en Europa era el de “olvidemos el horror y sigamos adelante. Punto final”. Al poco tiempo, se radicaron en nuestro país. El silencio sobre la experiencia común en el campo de concentración obturó la posibilidad de elaborar lo sucedido. Hoy Judith dicta charlas en instituciones y escuelas, cual si fuese –en sus propias palabras– un “circo ambulante”, yendo de un lado a otro, repitiendo siempre el mismo acto de relatar su vida.
Al no existir pruebas sobre la muerte de su hermano, Diana sostiene la posibilidad de su supervivencia y apropiación por parte de una familia polaca. Su empatía con los nietos recuperados gracias al trabajo de Abuelas de Plaza de Mayo es absoluta. Cada nuevo nieto que aparece, le provoca alegría, casi como si recuperara a su hermano.
Jacqueline accedió por primera vez a contar su experiencia en público para esta película. A diferencia de las otras mujeres, no ha elaborado su historia sino hasta hace pocos años, cuando sus hijos comenzaron a interrogarla.
Debajo de la alfombra
El recuerdo es individual, y muere con quien recuerda. Supone un relato, una narrativa “basada en hechos reales”. En el caso de estas niñas salvadas, es complejo establecer cuál de todas las imágenes que las habitan son mera reconstrucción a partir de relatos de terceros, o cuáles son recuerdos impresos de modo indeleble en la conciencia. Al fin y al cabo, esta distinción es arbitraria, y hasta superflua. Diana Wang, quien además es psicóloga, dice algo muy interesante hacia el final de la película: “Hablar es bueno. Las palabras permiten incluir lo sucedido en el fluir de la vida, y eso ayuda. Aunque a veces, hablar o estimular a hacerlo, abre un ovillo tóxico que quizás sea mejor mantener encapsulado, como a un cáncer benigno”. Diana cuestiona la exhumación “obligatoria” de lo que está enterrado. A priori, no es posible determinar si los costos de enfrentar los recuerdos son más elevados que el precio pagado por el olvido.
La memoria, en cambio, es obstinada. Pugna por mantenerse viva aún contra toda pretensión de olvido. Irrumpe en el silencio. Destroza la barrera del tiempo. Y se resignifica con cada nueva generación, que la mantiene viva en el seno del colectivo social. Memoria y verdad se imbrican mutuamente. Los negacionistas lo saben, y en consecuencia atacan los bloques constitutivos del recuerdo, creyendo que con ello pondrán a la verdad en entredicho.
En plena carnicería, los genocidas creen tener el control pleno de la situación. Ocultar la verdad, destruir los hornos crematorios, incinerar documentos, borrar los vestigios de una apropiación, constituyen actos de quien se siente omnipotente. Pero tarde o temprano, la verdad se filtra por las hendiduras menos esperadas: un nieto que, buscando las piezas faltantes del rompecabezas, encuentra a sus abuelos, y con ellos su identidad; o el testimonio de estas mujeres, que dan cuenta de la derrota de la pretensión totalitaria. Judith Horvat lo expresa con dulzura y elocuencia, al decir que: “La Shoá tuvo un final feliz: estamos aquí, fundamos nuevas familias. En todo caso no hay un final… será de nuestras vidas, porque la historia prosigue. Nunca pensé ‘¿Por qué me pasó esto?’. Fue mi destino, y con esto hay que vivir”.
Memoria, verdad y justicia no son términos que el sentido común asocie naturalmente. Más bien, se trata de una operación política, que requiere del trabajo constante de todos aquellos que nos sentimos comprometidos. Hay algo de justicia en que Judith, Diana y Jacquelin sean las protagonistas de un film que rescata sus relatos, preservándolos para siempre de los confines del olvido.
El autor es sociólogo. Docente de la UBA.