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Filosofía de arrabal

Tomar un colectivo, observar a sus pasajeros, descender para dar un paseo por un andurrial suburbano, pensar el aquí, el ahora, el amor, la muerte; pensar lo cotidiano para descubrir allí la trama del orden establecido, con sus contradicciones insalvables. En suma, pensar nuestra manera de pensar. Eso es lo que nos propone nuestro compañero de redacción Darío Sztajnszrajber en ¿Para qué sirve la filosofía? (Pequeño tratado sobre la demolición), su primer libro de reciente edición (Planeta 2013).

Por Mariano Szkolnik

Caminar es buen ejercicio, no sólo para mover las piernas y estimular la circulación. Paso a paso, los paisajes se suceden a una velocidad óptima para reflexionar sobre lo que vemos. Allá, en lo alto de un edificio de oficinas, un trabajador montado en un andamio (que desde abajo siempre se ve precario, frágil, como pendiendo al sujeto de un hilo) ejerce su oficio. Nadie duda del riesgo que asume por limpiar esos vidrios. Nadie lo envidia, salvo a sus ojos que contemplan el imponente horizonte suburbano. En cambio, cuando se piensa en la profesión del filósofo, la imagen vulgar es la de un tipo que, barbudo y desaliñado, enfundado en una túnica o vistiendo un pulóver comido por las polillas, asume nulos riesgos, ya que desde el atalaya del conocimiento reflexiona sobre cosas poco prácticas para la vida. En ¿Para qué sirve la filosofía?, Darío Sztajnszrajber nos muestra que el del filósofo puede ser un trabajo espinoso. Se monta en un andamio en las alturas, para comenzar a serruchar a preguntas las cuerdas que lo sostienen, no con ánimo suicida, sino para desmontar el andamiaje de la realidad, para descubrir que ni lo cotidiano es necesariamente obvio, ni lo real es necesariamente verdadero.

La servidumbre del conocimiento
El tránsito por situaciones normales de la vida en sociedad es la excusa para dar luz verde a la reflexión. Con un lenguaje poco críptico, Darío Sztajnszrajber aborda temas que no son para nada sencillos. Porque lo que queda claro tras la lectura del libro, es que la reflexión filosófica está alejada de toda ligereza. Casi como en cascada se suceden preguntas cuya gravedad abruma: ¿Por qué las cosas son de este modo y no de otro? ¿Por qué el ser y no la nada? ¿Cuál es el sentido de todo? ¿Hay un sentido acaso? ¿Hay un todo? ¿Cuál es el origen, el fundamento? ¿Qué preguntas abre la filosofía? ¿Para qué sirve la filosofía?
Notemos que en el título, el término sirve está impreso en cursiva. En un mundo regido por la racionalidad instrumental, en donde todo ha de tener una utilidad para otorgar razón a su ser, pensar en la servidumbre del conocimiento parece una operación más que natural. Nace espontáneamente en los claustros de la escuela primaria, allí donde los ofuscados alumnos que batallan contra quebrados y factores comunes terminan preguntando (se): “¿Para qué sirve la matemática?”. El docente mediocre, el burócrata de la enseñanza, aquel que se sirve de su materia solamente para pagar las cuotas de auto, dejará pasar la pregunta. La no respuesta es también una manera de responder. El buen docente, aquel que se apasiona con lo que hace (como en este caso), con lo que aprende día a día en su tarea, ensayará dos, tres, muchas respuestas.
Al fin y al cabo, todo sirve, o nada sirve. ¿De qué sirve la industrialización y la elevación promedio del nivel de vida, si la distribución de los beneficios es cada vez más desigual, y si los costos ambientales son penosamente socializados? Las tecnologías que han prestado un útil servicio a la acumulación ilimitada del capital están transformando el planeta en un lugar inhabitable. Es en las encrucijadas de la historia en donde los humanos volvemos a la pregunta por el origen, puesto que sin el reconocimiento y la indagación por el origen, no hay destino posible. Hay que tener coraje para preguntar, para cambiar el punto de vista de las cosas, para asumir que somos seres con fecha de vencimiento, insuficientes, defectuosos. Este es el planteo del libro: “Hacer filosofía es colocarse en un lugar de extrañamiento frente a todo lo que nos rodea, frente a todo lo que se nos presenta como obvio. Todos podemos desmarcarnos de lo cotidiano para ingresar en la penumbra del extrañamiento, que no es más que recuperar de alguna manera nuestra capacidad de asombro”. Necesitamos volver a pensar como niños, inquiriendo infatigablemente con un ¿por qué? tras otro, sin conformarnos con la primera respuesta, siempre autoritaria y superflua (“¡Por qué yo lo digo!”).

Filosofía y política
Advertimos que no estamos ante un texto que se pretenda neutro, o que proponga al lector resolver sudokus filosóficos cual si fuese un pasatiempo playero (aunque el libro bien puede leerse en la playa, por qué no). El libro nació en este presente, en nuestro país, tras una década de intensos cambios y acalorados debates, y sin pretender dar respuestas definitivas, sirve para revisar nuestra manera de ver, pensar y sentir lo que nos sucede. Como corresponde a un tratado sobre la demolición, acomete la tarea de martillar los valores hegemónicos de nuestra cultura. Es que la hegemonía se resquebraja en la medida que nuestros antiguos parámetros para interpretar la realidad son puestos entre comillas: la reforma a la ley de matrimonio civil, que habilita la unión legal de personas del mismo sexo, trastoca el dogma familiar judeo-cristiano; el debate en torno al derecho al aborto supone la perpetua discusión por la definición de cuándo se es o se deja de ser persona. También se ha discutido el rol de los medios de comunicación en la sociedad actual, develando los mecanismos mediante los cuales consiguen imponer su visión unilateral (e interesada) de lo real.
La disputa con los dueños de la tierra, que hacen usufructo del suelo cual cosa que vale la pena poseer en tanto genera valor, evidenció el carácter meramente utilitario de la producción rural, desentendida de los costos sociales y ecológicos que sus prácticas generan (formulemos una pregunta inquietante: ¿Cuál es el origen de la propiedad de esas tierras? Descubriríamos que tras esa acumulación primitiva, hay un genocidio olvidado). La inseguridad se impone como tema dominante en la agenda periodística, la cual puede ser entendida (si queremos dar un paso más allá de acá) como un modo de desplazar nuestro ontológico temor a la muerte. En materia de derechos humanos, la recuperación de la ESMA como museo y centro cultural, o los juicios que se sustancian contra los seniles represores, obliga a la necesaria reflexión sobre la naturaleza del terror de Estado.
¿Para qué puede servir la filosofía entonces? Tal vez para procurar internarnos en algunos de estos caminos de indagación necesarios…

Yesterday and today
Hubo un tiempo, dramático, en que las personas enterraban sus propios libros. Amortajando cuidadosamente los ejemplares con plástico para protegerlos de la humedad y las lombrices, cavaban una fosa común en el jardín y allí, sin mucha pompa ni oración, daban sepultura a sus más queridos tesoros, con la esperanza de poder resucitarlos cuando las bestias se replegasen. Para no propiciar el conocimiento desviado, un decreto gubernamental del año 1978 ordenó incinerar, en un terreno baldío de Sarandí, ediciones completas en enormes piras. En aquel contexto, era claro que no había ni podía haber canales propiciatorios para la reflexión filosófica (ni de ningún otro tipo). Sólo había que aceptar los axiomas y postulados procesistas, y ser feliz.
Respecto a la posibilidad de ejercer el oficio del filósofo, los años recientes dan cuenta de una situación completamente distinta: libros de texto, novelas filosóficas, la Alegoría de la Caverna de Platón filmada al estilo Matrix, programas televisivos que tienden un puente entre el espectador y la historia del pensamiento filosófico (recomendamos sintonizar Canal Encuentro), y hasta espectáculos de filosofía. Aquellos viejos y ajados libros, enterrados como semillas hace casi 40 años, parecen estar dando sus sanos e inquietos frutos. Vivimos una época de cambios, en donde las viejas certezas se escurren como arena entre nuestras manos. Buscamos respuestas a preguntas que, ayer nomás, éramos incapaces de formular.

El autor es sociólogo y docente en la Universidad de Buenos Aires.