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Sobre los fantasmas del 89, despejando mitos

Febrero agitó viejos fantasmas de una Argentina que parecía que ya no existía, y que recuerdan el abrupto y dramático fin de ciclo alfonsinista. Pero la crisis de 1989 no suele ser mirada ni estudiada como merecen la época y el primer gobierno de estos 30 años de democracia. Esta columna se propone analizar los aspectos relegados en los enfoques históricos habituales, y dar cuenta de los abismos que separan aquella crisis de la situación nacional actual.

Por Guillermo Levy

Rápidamente quedaron olvidados los festejos de los 30 años que hablaban de una democracia consolidada, en donde los embates golpistas eran cosa de la prehistoria.
Los levantamientos policiales, en esas semanas, pusieron un poco de contraste y confusión y nos recordaban el poder que todavía pueden ejercer, en este caso fuerzas de seguridad, a la hora de condicionar o arrancar la satisfacción de demandas que siempre vienen de la mano de empoderamiento y de capacidad de extorsión.

Otro aniversario pareciera muy cercano a esos 30 años, pero que está a un mundo de distancia de ese. Ese aniversario se cumplió en el mes de febrero y agitó viejos fantasmas de una Argentina que parecía que ya no existía. En este febrero de 2014 se cumplieron 25 años del febrero de 1989 en el que comenzaba la hiperinflación que terminó derribando el gobierno ya desgastado de Raúl Alfonsín.
La crisis de 1989 nunca ha sido lo suficientemente mirada ni estudiada como se hubiese merecido. Más rating en los debates político-historiográficos tienen las fechas de marzo de 1976 o diciembre del 2001; sin embargo, entre diciembre de 1988 y febrero-marzo de 1989 se plasmaron una cantidad de acontecimientos que permitieron visualizar, como un volcán en erupción, lo que se estaba cocinando en el subsuelo del país. Se pudo ver, siempre con la dificultad que impone la confusión que en sí tienen los acontecimientos vertiginosos (si encima se le suman manipulaciones y operaciones varias) un «estado de la cuestión» de la Argentina al final de su primera experiencia democrática post-dictadura de 1976.

Un brillante y de los menos conocidos trabajos de Horacio Verbitzky de esos años, «La educación presidencial», nos muestra encadenados una enorme cantidad de acontecimientos de la coyuntura política, económica tanto nacional como regional. 1989 será un año relevante en el mundo: en nuestro hemisferio, dos días antes del comienzo de la híper en Argentina, estalla el «Caracazo» en Venezuela. Un 4 de febrero que parirá, años más tarde, la presidencia de Hugo Chávez. Por otro lado, el comienzo del fin del comunismo europeo que dará popularidad a las teorías del Departamento de Estado de los Estados Unidos, del fin de la historia y del triunfo final del modelo de democracias parlamentarias y libre mercado. Ese triunfo dará nacimiento a una nueva justificación de guerras imperiales: las guerras para defender la democracia y los derechos humanos o las guerras llamadas «preventivas». La primera de ellas, será la primera guerra del golfo contra el Iraq de Sadam Hussein a principios de 1991.
En la Argentina, el año nació luego del levantamiento carapintada mas confuso y sangriento de los tres que ocurrieron bajo el gobierno radical, siguió un mes y medio después, con el desastroso ataque del Movimiento Todos por la Patria al cuartel militar de La Tablada con muchos muertos en combate como también militantes desaparecidos y asesinados luego de ser capturados vivos. El comienzo de ese año nos hablaba de una Argentina vieja, de confrontaciones viejas, hoy ya definitivamente olvidadas.

El poder militar como poder de veto a gobiernos democráticos, como brazo armado de intereses corporativos, nacionales y/o extranjeros que pone su fuerza al servicio de limitar y hasta aniquilar toda perspectiva de avances democráticos o populares en el país, parecía que mostraba sus últimos coletazos en el comienzo de ese año infernal.
La rebelión carapintada de Villa Martelli en diciembre de 1988, que tuvo en su intención un golpe de estado, fracasaba, y sus actores estaban aislados socialmente salvo los nunca comprobados lazos y promesas que el menemismo había construido con ese sector del ejército.
El ataque a la Tablada mostraba más la enajenación política de un grupo dirigido por ex militantes de organizaciones armadas de los ‘70 que una vuelta a definir las luchas políticas por las armas y la expresión de la persistencia del poder militar sobre la sociedad civil.
El actor social Fuerzas Armadas, sitiador de la democracia durante casi todo el siglo XX, era un actor visible. Legitimaba su accionar desde lo ideológico de distintas maneras en cada ocasión. Fue salvador de la patria frente a la «chusma» en 1930, organizó «fraudes patrióticos» durante la década del ‘30 para evitar que el yrigoyensimo retomara el poder, fue el liberador de la «tiranía» en 1955, fue el gobierno fuerte industrialista y amigo del capital extranjero frente a los «débiles civiles» del gobierno de Illia en 1966, y fue el «partido del orden» frente al caos del peronismo y la violencia política en 1976. En todas esas ocasiones, el poder militar tuvo su discurso legitimador y su ejército de actores civiles a su disposición.
Sin embargo todo esto se empezó a resquebrajar en la última dictadura: esta desmanteló la legitimidad social de los militares, generó un repudio que sería cimentado durante los años de democracia y además fue reduciéndose la cobertura regional para las aventuras golpistas de la que habían gozado en otras épocas. Los militares se retiran con una derrota militar, con un repudio generalizado a la represión o por lo menos a sus «excesos», con el manto de la corrupción generalizada que habían eludido en otras dictaduras, con una enorme crisis social y una deuda externa que se cernía como una espada de Damocles sobre cualquier gobierno que siguiera.

Los militares ya hacia 1983 habían perdido seguramente su capacidad golpista pero la seguían manteniendo como condicionamiento al gobierno de Alfonsín, que utilizó a su vez muchas veces ese fantasma para fortalecer su legitimidad. La existencia del golpe de Estado como un fantasma alimentado a dos puntas retrasó muchos años la posibilidad de visualizar que aquel no era más una posibilidad, que las políticas de desestabilización, de condicionamiento de gobiernos democráticos e inclusive de derrocamiento de éstos, venían, tanto en nuestro país como en la región, por otro lado.
1989, una de las mas enormes crisis sociales y políticas de la historia moderna de nuestro país, nos mostró abruptamente que las Fuerzas Armadas habían dejado de ser un actor de la política argentina.

Hubo un gobierno débil, hubo un ataque contra un cuartel militar, hubo un levantamiento militar anterior, hubo un boicot financiero de parte del FMI, hubo ataques especulativos con los precios, hubo retención de exportaciones para vaciar de divisas las pobre arcas del Banco Central, hubo un proceso inflacionario nunca visto ni vuelto a ver en la historia argentina, hubo saqueos y desgobierno.
Con muchísimo menos, en otras épocas, el golpe de Estado hubiese sido la respuesta. Sin embargo, el verano de 1989, demostró que algo importante había cambiado.
Esta ausencia militar fue reemplazada por la constitución y consolidación de otro poder como actor político central a la hora de construir agendas y condicionar gobiernos: el poder económico, el poder de diversos actores vinculados a la esfera de la producción y de las finanzas, muchos de los cuales habían crecido notoriamente durante la dictadura militar. Sectores de poder económico, con inserción en sectores claves de la economía, con un alto grado de concentración y con vínculos aceitados con el poder judicial, con medios de comunicación y sobre todo con mucha mas legitimidad frente a la sociedad civil.
Exportadores agropecuarios, acreedores externos, organismos internacionales, cadenas de supermercados, productores de insumos claves, habían descubierto el poder de veto y condicionamiento que tenían sobre el poder político y la capacidad de aumentar su rentabilidad en momentos de crisis política.

La hipótesis central del libro antes citado es que la hiperinflación de 1989 no fue tanto para derribar al gobierno de Alfonsín, como se plantea habitualmente, sino para condicionar, educar, al gobierno que vendría, que provenía de un movimiento que había sido el más temido históricamente por los sectores de poder.
La confusión de 1989 queda representada en un gobierno débil, que no puede imponerse a pesar de su buena voluntad. La inflación y la suba descontrolada del dólar anuncian su crisis terminal y construyeron una pedagogía que nos relataba reiteradamente que una situación descontrolada de suba de precios augura el final de un ciclo, y que esa crisis era, y en este caso también sería, producto del desmanejo y la negligencia del poder político.

Ayer y hoy…
Esa imagen usada y abusada hoy por distintos voceros del poder económico, el poder mediático y la oposición política tiene más intencionalidad política de profundizar la crisis que de intentar -mediante una comparación que en muchos puntos sería muy útil para entender la etapa actual- ayudar a comprender lo real de la actual situación.

Hoy como en 1989, hay una batalla político-económica que reconoce varios frentes y en donde los objetivos de los contendientes no se pueden reducir a uno solo.
Hoy, a diferencia de aquel 1989, sí hay una batalla cultural por la interpretación que hace que todos los actores estén mas visibilizados y que la sociedad civil tenga más alternativas que ser sólo una espectadora pasiva que compra cualquier explicación acerca de la crisis, y sobre todo cualquier programa que proponga una salida como impuso el menemismo sobre la devastación de los primeros meses de 1989, asumiendo la prédica neoliberal que se imponía ya en el mundo.
En 1988, el gobierno de Alfonsín decretó el default de la deuda externa. Ese default era total, no como el que decretó en su breve gobierno, entre los últimas días del 2001 y los primeros del 2002, Adolfo Rodríguez Saa solo para los acreedores externos. La situación externa y de reservas era complicada y el gobierno radical contó con el apoyo del Banco Mundial, que seguía financiando a la Argentina a pesar de la cesación unilateral de pagos.
En enero de 1989 cambia la conducción del Banco Mundial «amiga» de Argentina y entra una dirección más dura, que entre sus primeras medidas decide dejar de apoyar financieramente al país. Esta noticia se filtra rápidamente y comienza la corrida: primero es la empresa Ford que compra 400 millones de dólares y los fuga del país y luego empresas, operadores y sectores medios empiezan a presionar al dólar. El 6 de febrero de 1989 fue feriado cambiario y el dólar llega a 17 australes cuando dos años antes estaba 1 a 1.

A diferencia de hoy en día, no había un gobierno en condiciones de disciplinar a ningún actor económico.
Hoy el gobierno cuenta con 30.000 millones de reservas, cuenta con iniciativa política permanente y sobre todo -lo que fue la caldera que hizo explotar todo en 1989 y en 2001- no tiene crisis con la deuda, ya que el nivel de deuda privada sobre el PBI es bastante bajo y la Argentina paga sin demasiados contratiempos sus vencimientos. Aún así la pelea no es pareja. La devaluación y el ir corriendo detrás de la puja de precios para morigerarla lo demuestran.

Perro y gato
En esos primeros meses de 1989, una imagen posible sería la de un Estado como un gato entregado frente a las garras del perro que lo ataca y lo mata sin piedad, luego en los ‘90 el gato haciéndole gracias al perro y siguiéndolo a todos lados. La imagen de ahora sería la de un gato boca arriba peleando con sus garras contra el perro que lo ataca. La debilidad está en quién es quién y en la posición, pero por primera vez la pelea existe, e inclusive el gato viene demostrando que puede, medianamente, disciplinar al perro.

En la crisis de 1989 no tuvo el gobierno en caída una intención de explicar lo que ocurría para que la sociedad o una parte de ella pudiera entender y organizarse y así defenderse de este ataque especulativo que era contra el gobierno radical, contra el que viniese y sobre todo contra las conquistas democráticas de la sociedad toda.
En esas semanas, los exportadores retuvieron la cosecha para ahogar de divisas al país, las cadenas de distribución y comercialización remarcaban sin ningún criterio más que aprovechar la debilidad estatal para ampliar los márgenes de rentabilidad, y sectores de la inteligencia, de los carapintadas, como del Partido Justicialista tiraron gasolina al fuego, fomentando saqueos que debilitasen aún más al gobierno.

El accionar descarnado de las clases dominantes, la debilidad del poder político y la falta de altura moral de la mayoría de la dirigencia política que buscaba solo ganancias de corto plazo en la situación, dibujaron en el 89 un panorama bien diferente al de hoy en día.
Si el gobierno de Alfonsín en su caída vertical decidió mantener el silencio acerca de quiénes y de qué manera estaban detrás de estas maniobras por alguna idea de responsabilidad social o simplemente por que decidió -aún en ese contexto- no pelearse con la clase empresaria que financia campañas y es aliada necesaria para la gobernabilidad, no lo sabemos. De cualquier manera, la necedad de a quién están matando y que aún ahí no quiere entregar la información para que el resto empiece a aprender a defenderse de sus verdaderos enemigos, es una de las imágenes mas patéticas de aquellos meses, que contrasta fuertemente con la de hoy en día, en que la tarea pedagógica permanente y minuciosa pasa a ser un arma principal en la batalla.

En esta nueva etapa, tampoco se observan golpes de mercado en su forma pura como vimos en esos meses de 1989.
Las nuevas teorías de los golpes suaves intentan dar cuenta de otro tipo de conspiraciones que articulan estrategias planificadas de sectores de poder económico nacional e internacional, con demandas, muchas veces legítimas, de la sociedad civil y con un fuerte protagonismo de medios de comunicación. Es en esos bloques que se arman en torno a medios de comunicación, acción corporativa empresaria y sectores medios y altos que encontramos las nuevas formas de erosionar conquistas democráticas y debilitar gobiernos apuntando a sus debilidades y errores para resquebrajar cualquier forma de gobierno con programáticas que no estén escritas por los gerentes de las corporaciones.

El autor es sociólogo, docente e investigador (UBA y Untref). Autor del libro “Del País Sitiado a la Democracia. Diálogos a los 30 años”.