“Hasbará” o “Israel Advocacy”

“Vení que te explico”

Frente a la pluralidad de narrativas e identidades que conforman el sentido común de nuestra época, el “esclarecimiento” –cual resabio de la ilustración- parece rebotar contra la imaginación liberal de Occidente. Se convierte entonces en “el arte de convencer a los convencidos”.

Por Yoel Schvartz

Parece ser que alrededor del año 38 de la Era Común una delegación de ciudadanos romanos de la polis de Alejandría llegó hasta Roma y pidió ser recibida por el Emperador (que en ese momento no era otro que el psicópata adolescente Cayo Cesar Calígula). La delegación tenía por misión presentar cargos contra los judíos alejandrinos, a los que acusaban de haberse excedido en la obtención de privilegios y derechos. Dirigía la delegación y llevaba la voz cantante el retórico Apion. No conocemos de primera mano los argumentos que expuso Apion en su diatriba, pero sí las refutaciones de quien más de medio siglo después le dedicara una de sus polémicas más ardientes. El libro Contra Apion de Iosef Ben Matitiahu (Flavio Josefo) puede ser considerado uno de los primeros textos apologéticos del Judaísmo Antiguo. Escrito en griego, en el lenguaje de un intelectual romano, es un texto militante que busca defender al judaísmo de las acusaciones de los escritores helenistas que, desde el inicio del encuentro con la cultura judía, habían visto en la persistencia de los hebreos en diferenciarse del resto de la civilización global de sus tiempos un signo de su enconada misantropía.
Acaso ningún pueblo contemporáneo haya acumulado la experiencia que acumuló el pueblo judío en sobrevivir a las calumnias. La escritura apologética no surgió ni con el antisemitismo moderno ni con el sionismo, sino que como vimos hunde sus raíces en la antigüedad pagana. Desde esa perspectiva podríamos sentirnos tentados a ver en Flavio Josefo un patrono de los que hoy en día y alrededor de los vaivenes del Israel contemporáneo, trabajan en el “esclarecimiento” – esa vieja receta kantiana que en hebreo se traduce como “Hasbará” – del verbo “lehasbir” – explicar-. Nada más lejos sin embargo de la escritura de barricada de Flavio Josefo que la práctica contemporánea de explicarnos a nosotros mismos por qué tenemos razón.
¿Acaso podría alguien negar al pueblo judío el imperativo de hacer “hasbará”, de disputarle a sus enemigos el terreno de las ideas y de la escurridiza “opinión pública”? Negarlo sería como negar la abrumadora y sangrienta persistencia del antisemitismo, algo impensable inclusive en 2013, cuando los sectarios de siempre vuelven a irrumpir en la Catedral para reclamar contra cualquier tibia forma de entendimiento.

Hasbará y Estado
Pocas causas entonces son más legítimas que la necesidad del pueblo judío de defenderse, y aunque hoy suene a un mantra de la derecha israelí, de auto-defenderse, también en el terreno de las ideas, en la opinión pública, en la prensa y en las universidades, en la imposición de los “saberes comunes” y del “sentido común” que durante décadas o acaso siglos cuestionó el derecho de “los judíos” a persistir en su existencia diferenciada. Esa necesidad está en el origen mismo del sionismo, la vieron Pinsker y luego Herzl cuando nadie soñaba aún con “el problema palestino”. Esa necesidad la vieron también, cada uno a su modo, desde los religiosos liberales hasta la izquierda del BUND, y cada uno a su modo ensayó sus argumentos de barricada en el contexto cultural en el que le tocó vivir. Esa necesidad fue una de las patas esenciales de la lucha por la existencia del Estado de Israel, primero frente a las potencias coloniales y en primer lugar Inglaterra, y luego en la ONU y en el mundo todo.

Desde la creación del Estado, la “hasbará” vino a transformarse en una herramienta esencial de su política y funcional a ésta. Ya casi nadie se acuerda, pero hubo una época en que Israel era sinónimo de proyectos sociales de avanzada, en los que la tecnología de punta era puesta al servicio del riego y la alimentación en África, una época en la que la Histadrut, la tan denostada Central de Trabajadores de Israel, era un nombre de peso en la capacitación de cuadros de gestión de proyectos cooperativos y organización sindical. Una época no tan lejana en la que los intelectuales israelíes eran recibidos y esperados en las capitales culturales del mundo, sin que necesitaran pasar por el ritual de reconocer que se oponen a la política del gobierno. Cada uno de esos ejemplos era una forma de “esclarecimiento”, era mostrar al mundo un Israel que no es lo que pensaban. Pero era también coherente con una política de Estado que, más allá de sus aristas cuestionables en muchos aspectos, se veía a sí mismo abierto al mundo y parte del mundo, se creía sinceramente en la misión que había quedado establecida en su Declaración de Independencia: ser “una luz para los pueblos”.
En las últimas décadas algo ha cambiado. La “hasbará” se ha profesionalizado y pueden contarse por decenas las organizaciones en el mundo judío que se sienten comprometidas con el “esclarecimiento” o lo que en inglés y en la jerga de los campus universitarios suele llamarse “Israel Advocacy”. Inclusive el Estado de Israel ha creado un Ministerio de Hasbará y Diásporas, en el año 2009.
Y sin embargo, una búsqueda rápida por los medios o cualquier encuesta en las universidades sugiere que lejos de mejorar el “esclarecimiento” la imagen de Israel está en franco retroceso. Es verdad que somos la nación de los start-ups y que le vendemos a Google y a Facebook tecnología de punta, y es verdad que las investigaciones israelíes sobre el Parkinson se están acercando a saltos cualitativos, y es verdad que Israel está a punto de convertirse en el mayor centro de investigación mundial sobre el uso médico de la cannabis, y es verdad que recientemente dos israelíes que crecieron en el Instituto Weitzman de Rejovot recibieron el premio Nobel por un invento tan complejo que ni lo podemos explicar acá. Y que la TV israelí le vende formatos a todo el mundo, hasta al canal 7 de Buenos Aires. Y todo eso, si uno lo busca bien, sale en los diarios. Y uno, judío activo acá y allá, lo busca, lo encuentra, y se frustra viendo como todo lo bueno es minimizado y relativizado y lo único que parece importarle a los medios, cuando les importa algo, es cómo no resolvemos el problema palestino y seguimos jodiendo con Irán.

Es la política, estúpido…
No hay palabras inocentes. En el mismo decir de la “hasbará” se pliega su origen: como hijo de la modernidad iluminista, también el sionismo venía a esclarecer, a iluminar, a mostrar la injusticia de un presente de persecución y humillación, y la justicia de una causa de autodeterminación e independencia. Casi podría decirse que ese esclarecimiento es la clave del sionismo político: ¿qué otra cosa busca Herzl con su insistencia en la acción política sino obtener el reconocimiento mundial a un derecho legítimo? ¿Acaso no fueron la declaración Balfour, la lucha por la Aliah Ilegal a Palestina y la propia campaña por la partición en 1947, también exitosas batallas de la hasbará sionista?

Desde la perspectiva actual, y desde la visión crítica y a priori sospechosa en la que nos ha curtido la experiencia histórica latinoamericana, el concepto de “hasbará” puede sonar ingenuo, a verdades de manual, a burda propaganda, cuando no al patético maestro ciruela explicando por enésima vez el origen del conflicto árabe-israelí, el derecho judío al Israel histórico y quién en verdad tiene la culpa de que hayan refugiados palestinos.
Puede sonar a un “vení que te explico” paternalista que pareciera a contramano de la pluralidad de narrativas e identidades que serían el sentido común de estos días. Acaso por eso la “hasbará” de hoy en día, con sus múltiples actores y aun convertida ella misma en una política de Estado en Israel (y acaso en lo que viene en lugar de una política de Estado), parece rebotar contra la imaginación liberal de Occidente. No es ya una izquierda radical, o los cómplices telúricos del fundamentalismo islámico, sino viejos aliados y grupos que históricamente fueron simpáticos al relato del sionismo, los que hoy parecen impermeables a ese mismo relato. Más aún, la sensación que le queda a quien lo mira desde afuera es que hemos renunciado a esa batalla. Hoy en día el grueso de la hasbará que se ve tiene como destinatario el público judío, e inclusive dentro de ese público el segmento militante y convencido, como si el “esclarecimiento” hubiera perdido su carácter político transformativo para transformarse en un ritual de catarsis colectiva, de reforzamiento de la “identidad judía” frente a un “afuera” amenazador y opresivo.

Por razones variopintas, los principales líderes de Israel (Peres y Netaniahu) optaron por no asistir al funeral de Nelson Mandela. Ari Shavit, uno de los periodistas de opinión más respetados de Haaretz, escribió que más allá de las razones o justificaciones legítimas de cada uno, la no presencia israelí en ese evento puntual es un signo desolador de los tiempos. Ben Gurion y Jabotinsky no se hubieran perdido la que aparece como la “cumbre moral” del mundo. El peligro existencial para Israel, destacó Shavit, no subyace en las armas de sus enemigos sino en la pérdida de la legitimidad. Esta legitimidad moral no es sólo axiológica sino también estratégica. Ser parte de la familia de las naciones –cuyo sentido común, hoy, son los valores que defendió Mandela- fue el viejo sueño herzliano y sin él no hay futuro, concluye Shavit.

La defensa de la legitimidad de Israel, de la justicia de su existencia, amenazada por tantos enemigos reales y algunos imaginarios, parece requerir de una “hasbará”, o como prefiramos llamarla, que vaya de la mano con una política de avanzada, para que Israel vuelva a ser visto como un gigantesco laboratorio de trasformaciones sociales y no más un gueto erizado de fusiles. Una política que nos de la fuerza y el orgullo para disputarle a esos enemigos, en su terreno y nuevamente, la legitimidad moral y la causa de la justicia en el mundo, causas a las que por momentos parecemos haber renunciado.

El autor es educador. Formado en Historia judía, Sociología y Antropología en la Universidad Hebrea de Jerusalén.