Nelson Mandela 1918-2013

El mundo llora al hombre que venció al racismo

El líder que pasó de ser prisionero del régimen sudafricano racista a presidente y logró acabar con el apartheid falleció a los 95 años en su casa de Johanesburgo. Con Nelson Mandela desaparece una de las figuras claves del siglo XX, un símbolo de la capacidad de los pueblos para superar el pasado, y uno de los líderes mundiales más visionarios de la lucha por la protección y la promoción de los derechos humanos.

A Nelson Mandela le habría costado mucho más convencer a la Sudáfrica blanca para que abandonara el apartheid y cediese el poder antes de entrar en prisión, en 1962, y mucho más todavía 20 años antes, cuando se incorporó a la lucha por la liberación de los negros, que después de salir de prisión. El hombre responsable de reclutarlo inicialmente para la lucha fue Walter Sisulu, un activista laboral que, en el momento de su trascendental encuentro era un militante con más de 10 años de experiencia en el movimiento que iba a acabar por encabezar la liberación de Sudáfrica, el Congreso Nacional Africano (ANC).
Mandela era un joven audaz, recién llegado a Johannesburgo desde la zona rural de Transkei, donde había nacido y se había criado en medio de lo que, en comparación con la miseria general de su entorno, eran privilegios tribales. Tardó poco Sisulu en convencer a Mandela, que estaba estudiando Derecho en la Universidad de Witwatersrand, para que se uniera a su causa.

Antes de obtener su título de abogado, Mandela fue contratado como pasante por Lazar Sidelsky, socio de la firma Witkim, Sidelsky y Eidelman. En su autobiografía, Mandela expresó sobre estos abogados: “Los socios eran judíos y en mi experiencia, éstos suelen tener una mentalidad más abierta que la mayoría de los blancos sobre las cuestiones de raza y la política, tal vez porque ellos mismos han sido históricamente las víctimas de prejuicios. El hecho de que Lazar Sidelsky, uno de los socios de la firma, aceptara a un joven africano como pasante –algo casi increíble en aquellos días- es buena muestra del liberalismo del que hablo”.

Al carisma que Sisulu había visto en él, Mandela añadía un valor y un ímpetu que, durante los años ’40 y ‘50, antes de ser enviado a prisión, derivaba tanto de su indignado sentido de las injusticias que se veían obligados a sufrir los sudafricanos negros como de su carácter bullicioso. Ascendió rápidamente en el escalafón y se convirtió en presidente de la Liga Juvenil del ANC, un cargo desde el que dirigió una campaña nacional de desafío a un régimen cuyas leyes de apartheid consagraban en la Constitución las humillaciones y las condiciones de esclavitud de facto en las que vivían los negros del sur africano desde la llegada de los primeros colonos blancos en 1652.

Empeñado en ser un Che Guevara, adoptó un eslogan popular en la época, “Tomaremos el poder a la manera de Castro”, e insistía, en contra de las advertencias de sus amigos, en llevar uniformes revolucionarios de color verde cada vez que aparecía en público, pese a que la policía le había designado como el hombre más buscado de Sudáfrica. Su incapacidad de mantener la discreción que exigían sus circunstancias fue una de las razones de que lo detuvieran en 1962; permaneció entre rejas durante 27 años.

La cárcel lo moderó, le enseñó a encauzar sus artes de seductor hacia objetivos políticos realistas. La gran lección que asimiló fue que el enemigo no iba a caer derrotado por las armas; que habría que convencer un día a los blancos para que entregasen el poder voluntariamente, para que acabasen con el apartheid ellos mismos.
La celda diminuta en la que vivió en Robben Island fue su campo de entrenamiento. Durante sus últimos cinco años en la cárcel, llevó a cabo más de 70 entrevistas secretas con el ministro de Justicia, Kobie Coetsee, y el jefe nacional de los servicios de inteligencia, Niel Barnard; el propósito de las reuniones era explorar la posibilidad de un acuerdo político entre negros y blancos. Mientras se iba ganando la confianza de estos dos turbios personajes, consolidó su autoridad sobre los demás presos políticos, igual que lo iba a hacer después con la población negra en general.

Al salir en libertad el 11 de febrero de 1990, Mandela emprendió una marcha por toda Sudáfrica en la que prefijó un mensaje muy perfilado de reconciliación y desafío. Se negó a pedir el cese de la “lucha armada” hasta que el gobierno sudafricano dio señales inequívocas de comprometerse a una democracia de pleno derecho en la que se aplicara el principio de una persona, un voto.
El presidente F. W. de Klerk creyó al principio que iba negociar alguna fórmula semidemocrática que contemplase los “derechos de la minoría” y asegurase y perpetuase los privilegios de los blancos. Las negociaciones que se desarrollaron durante los cuatro años sucesivos fueron duras. Los últimos coletazos del apartheid se manifestaron en un intento concertado de desbaratar la transición por parte de fuerzas oscuras en el aparato de seguridad, aliadas con la organización negra conservadora Inkatha, cuyo líder zulú de extrema derecha, Mangosuthu Buthelezi, beneficiario del sistema de “patrias tribales” del apartheid, tenía tanto miedo a que gobernara el ANC como cualquier blanco. Las matanzas en Soweto y otros lugares alcanzaron una dimensión inédita desde la guerra de los boers, casi 100 años antes.

Al año de asumir la presidencia, en la Copa del Mundo de rugby, que se celebraba en Sudáfrica por primera vez, consiguió convencer a su la población negra para que apoyaran a los Springboks, con lo que transformó uno de los símbolos más odiados de la opresión del apartheid en un instrumento de unidad. En la final de Johannesburgo, prácticamente todos los blancos coreaban su nombre. Aquel día, el de más unidad patriótica de la historia de Sudáfrica, convenció a todo un pueblo, el pueblo con más división racial de la tierra, para que cambiara de opinión.

El objetivo fundamental de Mandela durante sus cinco años como presidente fue cimentar las bases de la nueva democracia, y alejar la perspectiva de una contrarrevolución terrorista de la extrema derecha armada. Sudáfrica, pese a todos los problemas que hoy tiene, es una democracia estable. Tal vez Mandela también podría haber hecho más para remediar las injusticias económicas del apartheid. Para muchos analistas, ese era un reto prácticamente imposible en un país con tasa de natalidad alta y escaso crecimiento económico, y además porque eso seguramente habría provocado lo que más temía, una guerra civil entre razas. Aunque sí se produjo la aparición de una clase media negra floreciente. Mandela luchó la mayor parte de su vida fue por la democracia, y, una vez lograda, su prioridad pasó a ser la paz.