Tela de sevoya, de Myriam Moscona

La fragilidad de la vida, la agonía de una lengua

A pesar del acelerado desvanecimiento del dulce castellano antiguo, conservado durante siglos únicamente por los judíos sefaradíes, su don poético se mantiene aún intacto. Es que el ladino operó como patria de una diáspora dentro de la Diáspora. Tela de Sevoya es una historia de exilios, fragmentada y onírica, que rescata el particular derrotero de una lengua y sus hablantes, con historias de vida, expresiones, canciones, poemas, e incluso recetas, en el idioma congelado por el Edicto de Expulsión de 1492.

Por Ariel Abramovich

El predominio del imperio español luego de la invasión de América convirtió al castellano en uno de los idiomas más difundidos y más hablado del orbe. Fue precisamente en la misma época en que los Reyes Católicos firmaban el denigrante Edicto de Expulsión, cuando la romance lengua de Cervantes comenzó a imponerse a sangre y fuego en geografías disímiles y distantes, desde México hasta Filipinas, desde California hasta Chile. El idioma que la Real Academia Española sigue monitoreando con una inquebrantable tenacidad imperial evolucionó, probablemente para alcanzar una riqueza y sofisticación mayor, pero también para dejar tras de sí una sonoridad algo arcaica y rústica, aunque al mismo tiempo plena de poesía y una belleza evocadora irremplazable.
Paradójicamente, quienes mantuvieron un fiel registro de esas voces musicales medievales fueron los descendientes de aquellos perseguidos por la intolerancia religiosa ibérica, que surgió en 1492 tras casi ocho siglos de convivencia entre judíos, musulmanes y cristianos. Sólo perduró en y gracias a ellos, y a pesar de la Expulsión incitada por la Inquisición de Torquemada. Y lo hicieron a pesar de convivir con lenguas sin conexión con el latín. Vale aclarar que “ladino”, viene de latín. El término se originó en la expresión “fazer latino”, que se refería a la costumbre de los rabinos de traducir al castellano los textos sagrados, pero conservando la sintaxis hebrea. Los sefaradíes congelaron aquel castellano arcaico en una aventura lingüística que lleva cinco siglos.

Entre los judíos españoles la emigración forzada y repentina fue vivida como una diáspora dentro de la Diáspora. Fue así que pese a la expulsión de España y luego Portugal el ladino permaneció como una lengua viva dentro de las casas de miles de familias sefaradíes que emigraron fundamentalmente al otro gran Imperio de aquella época, el Otomano, para instalarse en diferentes localidades de los Balcanes. Entre ellas, la Bulgaria de los antepasados de Myriam Moscona, autora de Tela de sevoya.
Y si la Diáspora original encontró en la Torá el principal elemento aglutinador comunitario, los sefaraditas conservaron el castellano arcaico como concepto de patria. Triste es saber que con apenas unos 300 mil hablantes, casi toda gente mayor, el ladino, o judeo-español, o judezmo, o djudió, o spanyoliko, o sefaradí, se enfrenta actualmente a la tremenda amenaza de la desaparición como lengua. La práctica del ladino comenzó a debilitarse luego de la aniquilación de cientos de miles de sefaradíes en campos de exterminio nazis, principalmente de Salónica. Si Israel hubiese decretado al judeo-español como idioma oficial, junto con el hebreo y el idish, el presente de la lengua tal vez habría sido diferente.

Lengua viva, lengua arcaica, lengua franca
En búsqueda de las raíces de la lengua materna de sus padres y abuelos, y la que se hablaba en el seno de su hogar de judíos sefaradíes búlgaros emigrados a México durante el proceso posterior a la Segunda Guerra Mundial, la poeta y traductora Myriam Moscona acometió un proyecto de investigación que incluyó un peregrinaje por las ciudades, los barrios, las calles e incluso las casas de sus familiares en Bulgaria. El itinerario de la escritora siguió la estela de los sefaradíes que habitaron suelo balcánico, y se extendió a Salónica, donde el ladino llegó a ser prácticamente una lengua franca, Esmirna, Estambul; y también a España e Israel. En el transcurso de su viaje, Moscona mantuvo entrevistas con estudiosos reconocidos del ladino, así como encuentros casuales callejeros con vecinos de a pie, que aún hablan el idioma.

El proyecto, solventado con una beca de La Fundación Guggenheim, se cristalizó en Tela de sevoya, un libro que abrevia en un desorden de apariencia caprichosa la devoción de la autora por el ladino, desde una perspectiva deliberadamente introspectiva, y en varios tramos hasta surrealista y onírica. Desde su vivencia personal, Moscona advierte sobre la desaparición de la lengua, que actualmente a duras penas pervive en forma oral solamente en Israel, minúsculas comunidades balcánicas y otro tanto en América Latina. Internet ayuda un tanto, pero únicamente como soporte de revistas online. “El meollo del hombre es tela de sevoya” (la fragilidad humana es como la tela de cebolla), dice el refrán sefaradí que inspiró el título de la obra de Moscona.
Los sentimientos, miedos, fantasías, sueños, y vínculos de la autora con quienes le trasmitieron el ladino, el idioma hablado en su hogar, fundamentalmente por sus abuelas, ocupan un lugar primordial en el texto. En forma aleatoria y reiterativa, brota la relación conflictiva con su abuela paterna, la devoción por su abuela materna, el dolor por la pérdida prematura de su padre, los complejos sentimientos y miedos de su madre, la sana complicidad con su hermano.
Luego, o mejor dicho, intersticialmente, las diferentes sensaciones del contacto personal que la autora llevó a cabo con diversos eruditos del ladino.
También desfilan por las páginas de Tela de sevoya algunos personajes entrañables, otros deleznables, con sus historias de vida enmarcadas por una identidad forjada en la idílica España medieval de sana convivencia cultural religiosa, previa al Edicto. Los hay de gran cercanía familiar, así como de origen ancestral.

Dos de las más grandes tragedias judías, la expulsión de España y la Shoá, son inevitables referencias en el devenir del ladino y sus hablantes. No obstante, la autora pone en relieve una historia poco conocida de la alianza de Bulgaria con la Alemania nazi: la escasa predisposición del país balcánico para colaborar con el Holocausto, que le permitió sobrevivir a sus antepasados. En el caso del padre, gracias a que el convoy que llevaba a un determinado número de judíos para ser entregados en campos de concentración, el primero que iba a ser enviado por el país, fue detenido antes de cruzar la frontera. “Nuestros judíos son españoles”, le dijo el rey Boris a Von Ribbentrop, el ministro de Relaciones Exteriores nazi.

Para quienes tenemos en el castellano nuestra lengua materna, el ladino en una primera instancia nos retrotrae a remotos puntos del pasado, pero luego surgen con fuerza evidencias de que ese lastre arcaico sigue vigente en muchas dicciones actuales. Tal como sugiere la autora, este rasgo se pone de manifiesto en expresiones populares aún vigentes en varios países de Hispanoamérica. Es el caso de palabras como ansina; semos; aiga; endantes; juites; mezmo.
Pero la belleza ancestral del ladino también se revela en numerosos términos dejados atrás hace siglos, aunque plenamente vigentes en una lengua que aún da pelea por sobrevivir, como es el caso de aedados, por ancianos; chikez, por infancia; mansevez, por juventud. O burako (hoyo); kumida (comida); bavajada (tontería); meldar (leer).

Del mismo modo en que el ladino perduró a través de sucesivas generaciones diseminadas, Tela de Sevoya propone una travesía fragmentada en el espacio y el tiempo, en un viaje apasionante que en última instancia tiene como norte la talentosa mirada interior de su autora.