Potsdam, según el cristal con que se mire

Los magníficos palacios de la histórica urbe alemana deslumbran por su imponente arquitectura imperial. Pero también impactan por los dichos que allí se pronunciaron y por los hechos que desde allí se gestaron. El 26 de julio de 1945, el presidente norteamericano Harry Truman lanzó un ultimátum al pueblo japonés. Pocos días más tarde de un impávido agosto, Truman (como diría Maquiavelo) no hizo “lo correcto, sino lo que conduce al poder” y ordenó el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Estaba en Potsdam.
Por Ana Valentina Benjamin, desde Berlín

Es decir: estaba en una bella ciudad alemana, capital del estado federado de Brandeburgo, ubicada en las inmediaciones de Berlín, junto al río Havel. Urbe agraciada, domicilio tanto de gente pudiente como de oscuras anécdotas. Si uno la recorre abrazando alegremente a Ignorancia, el encanto domina el cuadro; si uno la recorre de la mano de Data Histórica, lo bello cobra otro matiz; y como si nuestra imaginación montara un teatro en espléndido escenario pero -susurrando por lo bajo- trágica dramaturgia, en cada rincón bonito los actores que allí habitaron aparecen cual fantasmas inquietos y la escena cambia de color.
Se han representado muchos actos en esta ciudad; aunque, como suele ocurrirle al viajero que mira más allá de las fachadas o al espectador que percibe las entre líneas del texto, algunos sacuden más que otros.

El Palacio de Cecilienhof, por ejemplo, más que por su arquitectura, impacta por lo que allí sucedió. En este caso en particular, ni siquiera detenta la clásica majestuosidad de los palacios europeos, porque en realidad fue residencia de príncipes disfrazada de casa de campo y porque de palacio tuvo más su función que su estructura. Nace, como muchos emprendimientos inmobiliarios de aquella época, en el capricho de un monarca: desde 1905, otro titán, el Palacio de Mármol, era residencia del Príncipe heredero, hasta que su metraje dejó de ser suficiente para el numeroso cortejo. Guillermo II, entonces, ordenó construir un segundo castillo en el Nuevo Jardín; el Cecilienhof, nombre de la princesa heredera. Que más grita por lo que allí se hizo que por lo que allí se ve.
En este palacio de entorno idílico se llevó a cabo, del 17 de julio al 2 de agosto de 1945, la última de las tres conferencias post segunda Guerra Mundial. En este pequeño paraíso prolijamente arbolado, los Tres Grandes (bizarra técnica de medición aplica la Historia) de la coalición, Iósif Stalin, Winston Churchill y Harry Truman, distribuyeron el botín. Distribución eufemísticamente denominada para la posteridad: “establecimiento de un orden de posguerra”. Según el cristal de muchos analistas políticos, las tertulias de los tres Großen tuvieron minúsculos logros pacifistas, configuraron el ingreso a la guerra fría y constituyeron el semillero del Muro de Berlín y de otros infaustos sucesos que se desencadenarían hasta el día de la fecha (y que la Academia Sueca parecería no haber considerado en 2012 cuando premió a la Unión Europea con el Premio Nobel de la Paz).

El Palacio Sanssouci es, desde un punto de vista (a)político y estrictamente arquitectónico, más despampanante que el de Cecilienhof. Sin embargo, la contundencia de lo dicho en sus aposentos, les iguala o supera en resplandor. Quien lo habitó durante 40 años, Federico II el Grande (otro más), tampoco fue liviano a la hora de pronunciarse. «Cuando cometo alguna tropelía siempre encuentro algún idiota dispuesto a justificarlo en Derecho». «Todo el que aspira a avasallar a sus semejantes, se ve obligado a ser sanguinario», “Los grandes hombres no son grandes en todas las cosas”, dicen que dijo Federico; frases que bien podría haber aplicado a la justificación de su barbarie atómica uno de los 3 XXL.
El Palacio de Sanssouci fue construido entre 1745 y 1747 como residencia de verano de la familia imperial. En términos de egocentrismo real podría calificarse de modesto, porque tiene solo 10 habitaciones y una única planta. Tampoco pretendía más el monarca; no era éste su centro de administración del poder sino su lugar de reposo favorito. El palacio y sus jardines fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Sí, patrimonio hay. Para todos los cristales.

Potsdam recibe un millón de turistas promedio al año, pero los estudiantes que la visitan a diario también añaden una significativa cifra. La Universidad de Potsdam goza de una locación privilegiada, acomodada en lo que fue el Nuevo Palacio y sus construcciones aledañas.
Friedrich II der Große fue un multifacético personaje. Músico, poeta, matemático, filósofo y pensador agudo, se apuntó a la Historia también por sus acciones militares, en especial por la Guerra de los siete años (1756-1763), al término de la cual Prusia duplicó sus territorios. Aunque la guerra había dejado a Federico casi sin recursos materiales (entiéndase nuevamente: según los criterios de la canasta familiar imperial), pidió prestado dinero a un banquero y mandó construir el Nuevo Palacio. Fue el albergue de su gente y por ello debió ser concebido para entretenimiento y gastronomía: a su lado, se levantó un teatro que aún hoy funciona como tal y enfrente, para evitar incendios o aromas que delaten la receta, humeó la cocina.
Los parques, los palacios, sus barrios, los monumentos, son los que han llevado a Potsdam a la gloria turística; pero no es todo. Hay barrios de casas prefabricadas para los (pocos) habitantes no adinerados y algunas infelices torres cuya tosquedad tipo monoblock disloca el conjunto. Frente a esta desviación estética, un residente comenta: “parece mentira, pero ganaron un premio de arquitectura en los 70´”.

Hay muchas cosas en Potsdam (y en la Historia de nuestra Lesa Humanidad) que parecen mentira. Sobre todo los dichos que allí se pronunciaron y los hechos que desde allí se gestaron. No es fácil concebir una crónica desafectada y objetiva, cuando millones de sujetos fueron degradados a la categoría de objetos. Habría que preguntarle, en todo caso, a cualquier mortal sensible y en especial a descendientes del horror nazi, de Hiroshima y Nagasaki, qué ven cuando caminan esas calles.