Un editorial de La Nación, titulado “1933”, trazó un retorcido paralelo entre el actual proceso político argentino y el ascenso del nazismo en Alemania. El columnista estrella del diario, Joaquín Morales Solá, habló de “Terrorismo simbólico de Estado”. El funcionario del gobierno porteño Federico Sturzenegger comparó a los militantes de la agrupación La Cámpora con las Juventudes Hitlerianas (Marcos Aguinis ya se había enamorado de esa idea, al sostener que: “Al menos los jóvenes nazis tenían ideales, equivocados pero ideales al fin”). Un graffiti sobre la Av. Huergo, al sur de la ciudad de Buenos Aires, sintetiza la estrategia: “Cristina=Gestapo”. Mariano Grondona, Carrió y un elenco de “mediáticos” menos graciosos que el hijo de Porcel insisten sobre estas tesis. La mecánica es siempre la misma: se establece la identidad de fenómenos equívocamente comparables, y de la sangrienta historia del siglo pasado se pretenden extraer lecciones que permitan advertir y evitar la “catástrofe” presente.
El peso de las palabras
“Nazismo”, “Hitler”, “Gestapo”, “Totalitarismo”, “Holocausto”, no son términos ambiguos o que puedan utilizarse a la ligera. Se distinguen del resto de las palabras al designar objetos concretos, teñidos de horror y muerte a una escala sin precedentes. Poner al actual gobierno nacional, a Cristina Fernández o hasta la AFIP en pie de equivalencia con esos conceptos, supone incurrir en la abyección y el absurdo.
No se trata de que no hayan habido otras policías secretas en la historia humana, ni que el fascismo (con su propensión a resolver los conflictos sociales mediante la masacre) constituya una anomalía irrepetible e inexplicable. Solamente que, el europeo de los años ‘30 y el argentino de comienzos del siglo XXI, componen fenómenos con pesos específicos abismalmente diferentes. Más allá de la aviesa intencionalidad de la estrategia mediática, de la comparación se desprenden dos posibilidades:
a) Que hoy, aquí y ahora, estemos transitando el sendero de un proceso social genocida, en el cual ya se han caracterizado y estigmatizado los grupos que serán indefectiblemente sometidos a una solución final en los “campos de concentración K”, o
b) El nazismo fue un “proceso livianito”, en el que se cacareaba por la falta de libertad de expresión “aunque no fue tan así”, en el que el estado de derecho imperó de principio a fin, en donde se reconoció desde el poder del Estado a las minorías étnicas, religiosas, culturales y sexuales y se legisló en su favor, sentando las bases de una sociedad plural, consciente de sus derechos colectivos.
En el primer caso, se incurre en literatura fantástica, algo así como el “Diario de la Guerra del Cerdo” pero en clave de chiste de pésimo gusto, muy lejano a la pluma inspirada de Bioy Casares. En el segundo, se comprueba que la doctrina negacionista encuentra múltiples canales y oportunidades para expresarse…
Guerra total
Lo que preocupa en la actual etapa del proceso democrático es que una porción no menor de la población parece estar dispuesta a dar entidad a estos absurdos. Así, la animadora televisiva Susana Giménez anunciando su “retiro” de la opinión política por temor a las “represalias” que pueda tomar la agencia federal de recaudación se convierte en la cifra de estos tiempos. Se le otorga mayor legitimidad al discurso de una contrabandista de automóviles que al Estado en su función impositiva.
Escasea el ánimo crítico frente a los meandros televisivos de Jorge Lanata, cuyo sustento más sólido consiste en la repetición del “Vos créeme, que todo lo que digo es cierto, y está hiperrecontra chequeado”, o los rumores de los vecinos de un garito; o Morales Solá, quien puede lanzar al aire y sin ruborizarse que: “Nosotros [los periodistas] no tenemos que probar lo que afirmamos”. Se trata de “creer” en los comunicadores y no en la fuerza y consistencia de sus argumentos. Es la fe, nunca lejana del prejuicio, frente a la razón.
Por este farragoso camino se está a un paso de creer en que las brujas vuelan (y gobiernan), o que en Pesaj se celebran rituales de sangre, o que solo fueron seis mil los muertos “del lado subversivo” y que los desaparecidos viven en México, o que la libertad de prensa y opinión está hoy amenazada por un régimen totalitario. En la Guerra Total declarada al Estado Nacional, todo vale.
Videla=Eichmann
Impugnar a un gobierno democrático equiparándolo con el nazismo constituye un insulto a la inteligencia. Acaso en ello, y no en el supuesto carácter nazi de la gestión de Cristina Fernández, radique el mayor peligro para el proceso democrático en general.
Es curiosa la vara con la que se miden los fenómenos. La Nación no podría publicar una nota titulada “1976” porque, por principio, nadie está obligado a declarar en su contra. Desde sus editoriales hasta sus necrológicas, siempre han sido apologistas de todas las dictaduras, en especial de la que encabezó Videla, quien murió de viejo, procesado y condenado, en una cárcel. El huesudo exmilitar fue un hombrecito gris y desapasionado, movido más por el apego al reglamento que por la pulsión criminal. Acaso en su último acto –morir– mostró un rasgo de humanidad. Como su mejor empleado, Videla se inmoló para salvar a la clase cuya tribuna de doctrina se publica cada mañana en Buenos Aires desde 1870.
A su modo, La Nación apela al remanido argumento del “amigo judío” al advertir sobre los riesgos de un régimen totalitario de nuevo cuño, solo para disfrazar su propia intolerancia fascista. A la presidenta de la república y su gobierno se los denosta, sobre todo, por haber habilitado la revisión de un pasado que, como quien esconde el polvo debajo de la alfombra, se pretendió sepultar. Mal que les pese a los que están “hartos con el tema de la dictadura”.