Algo extraño ocurría en la mañana del 24 de marzo de 1976 en Buenos Aires.
La calle donde yo vivía quedó muda de ruidos de coches, y en cambio, un violento sonido de orugas blindadas -que entonces yo aún no conocía- provocó que abra la persiana, saque la cabeza y casi la pierda. “¡Cerrá la ventana o disparo!”, gritó un soldado armado con una metralleta. El soldado, con casco de guerra sobre su cabeza, era parte de un anillo militar que aseguraba «zona libre» para otro secuestro, uno de tantas decenas de miles de secuestros que realizó el régimen militar que justo en esas horas tomaba el poder en Argentina, a la cabeza del general Jorge Rafael Videla.
Tuve suerte por estar en esos días a punto de emigrar a Israel como integrante del Movimiento Sionista Socialista «Hashomer Hatzair», por lo que ya tenía el pasaje para el barco que zarparía del puerto de Buenos Aires el 13 de abril del mismo año. No fue esta la suerte de muchos de mis amigos, entre ellos muchos judíos que decidieron seguir el dictado de sus conciencias y combatir a favor de la libertad y la democracia en Argentina, por lo que pagaron un alto precio.
También lo pagaron otros, de aquellos que pensaron que el cambio de gobierno no les afectaría por “no estar metidos en nada», no imaginando que esta vez no se trataba de una «Dictablanda» de detenciones cortas y algunas palizas a izquierdistas, sino una campaña para talar y hacer desaparecer a toda una generación, hasta llegar a todos quienes figuraban en las listas de teléfonos de quien cayera en manos de los mercenarios de Videla.
“No sé qué me dolió más, si los 80 golpes que recibí como castigo en el gueto o el golpe 81, que recibí cuando no creyeron en los relatos de los sobrevivientes que llegamos a Israel”. Así atestiguó Mijael Goldman–Guilad en el juicio a Eichmann. Y yo, que salí sin heridas físicas de las garras de la Junta militar en Argentina, sufrí terriblemente la dificultad para convencer al público y el gobierno de Israel de las atrocidades que sucedían en la Argentina, particularmente en los primeros años del régimen comandado por él, Videla.
Quienes como yo participaron en Israel de la campaña que bajo el lema “Munich 1936 – Buenos Aires 1978” pretendía evitar la realización del Mundial de Fútbol en Argentina, era considerado como aguafiestas y simplemente un «bicho raro» y anormal
Los «normales» de acá y allá ovacionaron al espectador con bigotes que aplaudía y vitoreaba desde en el palco de honor, Videla.
La Junta Militar impuso por la fuerza una amnistía general a sus hombres, de manera que no pudieran ser juzgados por sus actos, al regresar la democracia a fines de 1983. Más de veinte años le llevó a las organizaciones de derechos humanos, los familiares de las víctimas y al sistema judicial argentino llegar a definir los secuestros, las ejecuciones sin juicio, el robo de bienes y la apropiación ilegal de unos 500 bebés cuyos padres fueron asesinados por orden de la Junta Militar, como delitos de lesa humanidad que anulan toda amnistía y toda caducidad.
Solo entonces se comienza a investigar, enjuiciar y enviar a prisión a muchos -y malos- encabezados por el general Videla.
Si hay algo que les da satisfacción a las familias de las víctimas, aquellas que durante decenas de años tuvieron que ver a los asesinos caminando libremente, es el hecho de que Videla murió en la cárcel, después de un juicio que él mismo no le concedió a sus víctimas.
En Proverbios (Mishlei), XXIV, 17 dice: “Al caer tu enemigo no te alegrarás”. Para muchos de los familiares de las víctimas, entre ellos unos dos mil judíos que muchos de ellos tienen familiares en Israel, es muy difícil cumplir el precepto del libro cuando se habla del general y asesino, Jorge Rafael Videla.