En estos días en Israel, se repite que los grandes ganadores de las elecciones han sido Yair Lapid y Naftali Benet. Ellos, ni siquiera sus partidos: el novedoso “Iesh Atid”, de Lapid, con su lista de “estrellas” de la sociedad civil; y “Habait Haiehudi”, de Benet, la coalición de partidos de la tradicional derecha religiosa que eligió poner a la cabeza a un empresario joven, con un lenguaje jovial, “sabra”, un coqueteo permanente con el modo de vida secular y la propuesta de abandonar el conspicuo sectorialismo del viejo MAFDAL para ser una alternativa junto al volante del país.
En estas semanas de negociación del armado político de la futura coalición, ha sorprendido a más de un analista la evidente existencia de un firme “pacto” entre Lapid y Benet, el pacto de los winners que vienen por todo. En el centro del acuerdo entre ambos se encuentra el debate por el “Shivion Banetel” –la igualdad de la carga– un tema que como tantos de la política israelí, le debe resultar al que lo mira desde afuera un esoterismo bizantino. Lapid y Benet reclaman la igualdad de obligaciones civiles de la población jaredit (ultraortodoxa) con el mainstream de la sociedad israelí, la clase media.
La “Jevrat Lomdim Jaredit”: el estudio como profesión
Como casi todo en Israel, para entender la idea del “Shivion Banetel” hay que ir atrás, en este caso a los primeros años del Estado judío, cuando la devastación producida por la Shoah en Europa parecía indicar que el viejo mundo de la ortodoxia jaredit ya no tendría renacimiento, después de la masacre. Es en ese contexto que el gobierno de Ben Gurion eximió a una primera camada de jóvenes estudiantes de las academias talmúdicas, ieshivot que habían sido importadas a Israel de Polonia y de Ucrania -de lugares como Mir y Ponievitz-, de la ley de Servicio Militar Obligatorio. Es probable que detrás de esa renuncia se encontrase la decisión pragmática de no radicalizar un conflicto interno con una población cuya relación con la idea de la soberanía judía ya era de por si problemática y que de todas maneras se encontraba en franco retroceso.
Pero el Israel del siglo XX no era la Lituania del Siglo XIX, y el proceso que había comenzado a desarrollarse en la Europa de entreguerras se consolidó hasta alcanzar dimensiones impensables en la nueva-vieja tierra: la creación de una “Jevrat Lomdim”, una sociedad íntegramente dedicada al estudio de la Tora en todas sus vertientes. La “Jevrat Lomdim” es un fenómeno nuevo en la historia del judaísmo. En cierto sentido, es un fenómeno contrario a la tradición judía del estudio: los sabios de la Mishna y el Talmud, los grandes filósofos y místicos del Medioevo, los rabinos y eruditos de la Modernidad, todos tenían una profesión. El estudio de la Tora no fue, históricamente, una “profesión” –es decir, un instrumento de manutención- legítimo. Maimonides en el siglo XII la condena expresamente al sostener, en su interpretación de la Mishna, que no debe el sabio capitalizar la Tora en pos de su interés personal.
En el Israel moderno, dos factores se combinaron para darle vida a este fenómeno sin precedentes. Por un lado, la estructura de un Estado de Bienestar que se cristalizó en los primeros años posteriores a la Declaración de la Independencia, con una generosa política universal de subsidios y una red de protección social de amplio espectro. Por otro lado, la particular estructura política del sistema parlamentario israelí y la necesidad de generar alianzas que garanticen la gobernabilidad, estructura que otorgó un peso particular a los partidos políticos sectoriales -en especial los jaredim– y les permitió generar y controlar mecanismos de asignación de recursos del Estado, que produjeron verdaderos feudos sectoriales al servicio de la construcción de una sociedad de estudiantes jerárquica, dirigida con mano férrea por los lideres rabínicos y los jefes de las Ieshivot. Son estos líderes los que administran y distribuyen los recursos, y son ellos los que determinan quien, dentro de sus congregaciones, tiene de acuerdo a la ley, el derecho a gozar de la exención del Servicio Militar Obligatorio. A lo largo de los años, y con mayor intensidad a partir de la década del ‘80, este proceso se intensificó, acentuado por un crecimiento demográfico sin precedentes de la sociedad jaredit.
La indignación
Esto genera amplia disconformidad en diversos sectores de la sociedad israelí. A los jóvenes indignados que salieron a las calles en el verano de 2011 -que sienten que no pueden tener acceso a una vivienda propia ni a un alquiler razonable, que en muchos casos dan tres años de su juventud y muchos meses más de sus vidas al ejército de Israel-, les cuesta aceptar que a su lado crece una sociedad, la jaredit, que sin participar en forma masiva ni en el mercado de trabajo ni en el pago de impuestos directos, ni en la defensa del Estado ni en ninguna otra forma directa de servicio a la sociedad civil, aparenta ser inmune a los cimbronazos de las crisis económicas y al indiscriminado festival de ganancias de los grandes holdings que controlan la economía israelí. Les cuesta aceptar que el Estado de Bienestar que fue desguazado por décadas de un pensamiento neoliberal obsesivo, se mantiene sin embargo intacto y hasta en aumento en un sector que tradicionalmente no participa equitativamente de las “cargas” de la sociedad.
Esta indignación es genuina y apunta a uno de los aspectos más conflictivos y sensibles del entramado social de Israel. La “Jevrat Lomdim jaredit” es tradicionalmente hostil a la izquierda israelí (y resulta particularmente antipática para la izquierda sionista latinoamericana). Sin embargo, este reclamo legítimo de igualdad termina transformándose en una coartada cuando viene de la mano de un discurso neoliberal. Tal es el caso de Lapid, cuyo insistente reclamo de igualdad en las cargas se focaliza exclusivamente en el servicio militar de los ultraortodoxos (y en menor medida, en su integración al mercado laboral). Lapid no cuestiona el modelo socioeconómico de Netanyahu, sino que, en nombre de la “igualdad”, busca extender ese modelo al sector que aparenta permanecer al margen de los recortes, de la reducción de subsidios, de la abstención del Estado. Para eso Lapid quiere ser el SHAS de la clase media (la expresión es de él), es decir representar en el Gobierno y el Parlamento los intereses sectoriales de los que lo votaron, en reemplazo del sector jaredi. El “Shivion Banetel” es una excelente bandera para simbolizar ese objetivo. Como decía recientemente el sociólogo Lev Grinberg en una entrevista en Pagina12: “Lapid apareció con algo nuevo, que atraía a los jóvenes y las clases medias que lo votaron, porque éstas quieren mantener su situación económica, no les importa ningún otro tema”.
Dime con quién andas
Desde esta perspectiva, no es casual tampoco la alianza de intereses entre Lapid y Benet. Benet representa al grupo orgánico más poderoso de la política israelí: los colonos de Judea y Samaria. Detrás de su retórica modernista y cool se encuentra el interés de ese sector, que es el más transparente de los intereses: que nada cambie. Que los subsidios a los asentamientos no se toquen, que siga la construcción de nuevos barrios marcando más y más hechos en el terreno, y sobre todo que el diálogo de paz con los palestinos siga en el limbo de las buenas intenciones.
Lapid, a pesar de su discurso de leve compromiso con “el retorno inmediato a las negociaciones”, puede ser un buen socio para desviar la indignación social de las causas estructurales y del pensamiento thatcherista que ambos comparten hacia uno de los grupos marginales de la sociedad israelí, un grupo cuya identidad israelí siempre está cuestionada, un grupo cuyos intereses sectoriales nunca se disfrazan de “patriotismo”: los ultraortodoxos.
Es meritorio que la izquierda sionista, desde Avoda a Meretz, se hayan mantenido al margen de esta trampa discursiva.
* Educador. Formado en Historia Judía, Sociología y Antropología en la Universidad Hebrea de Jerusalén.