Cuando se dieron a conocimiento público oficial las conversaciones secretas con Irán por la causa AMIA, en setiembre del año pasado, el canciller Héctor Timerman refutó las críticas preguntando: “Si no podemos hablar con Irán, ¿qué hacemos con los acusados? ¿Mandamos un comando o un avión y los matamos, como hacen otros?”.
Obviamente aludía con ello en forma tácita a los secuestros y asesinatos selectivos que practica EE.UU. -y también el Estado de Israel- en su guerra contra el terrorismo. Tras la firma del llamado “memorando de entendimiento” argentino-iraní, Horacio Verbitsky desplegó este mismo hilo argumental al comentar en Página 12 una nota de Anshel Pfeffer en el periódico Haaretz, titulada: “La traición de Timerman”, que castigó duramente al canciller argentino. La nota señalaba que el único verdadero acto de justicia al cabo de casi 19 años de infructuosa búsqueda fue la ejecución del jefe de operaciones de Hezbolá Imad Mughniyeh, supuesto ideólogo del atentado, muerto en Damasco por un coche bomba en una operación secreta israelí. La respuesta era obvia, en boca del propio Timerman: no es ese nuestro modo de hacer justicia, “no es nuestra política ni tenemos la capacidad para hacerlo”.
Pero la alusión del canciller argentino trajo el recuerdo de otro hecho excepcional aunque diferente, ocurrido hace poco más de medio siglo: la captura de Adolf Eichmann, uno de los mayores criminales de guerra nazi, escondido en la Argentina y secuestrado por un comando secreto que lo condujo a Israel, donde fue juzgado con todas las garantías del debido proceso, al cabo del cual fue condenado a muerte por su responsabilidad en el Holocausto.
Aquel juicio inspiró a la pensadora Hannah Arendt a escribir un ensayo revelador de cuya publicación se acaban de cumplir 50 años. “Eichmann en Jerusalén” -así se llamó- fue motivo de una fuerte controversia por su tesis sobre “la banalidad del mal”. Entre otras cosas, Arendt se planteaba también la posibilidad de instituir un tribunal internacional capaz de juzgar crímenes contra la humanidad. Juicios como los de Nuremberg y el de Eichman debían señalar un camino en el que el Derecho Internacional no corriera siempre detrás de los crímenes masivos con leyes especiales sino que además instituyera una legislación permanente que terminara con la impunidad de tales crímenes y que también ayudara a prevenirlos.
Un camino que ya había iniciado el abogado polaco Raphael Lemkin al advertir que la impunidad del genocidio armenio cometido por los ultranacionalistas turcos hace un siglo había propiciado el exterminio de los judíos por los nazis veinticinco años después, sin que ningún concierto de potencias atinara a impedirlo. De manera advertida o no, el acuerdo entre la Argentina e Irán nos vuelve a colocar frente al mismo interrogante: ¿cómo se logra proyectar acciones nacionales en el escenario internacional que fortalezcan el camino de la verdad y la justicia?
¿Una esperanza?
Puede ser que este acuerdo desdibuje los avances en la investigación judicial argentina, la que por cierto dista mucho de haber ofrecido resultados satisfactorios hasta el presente, tanto en el esclarecimiento de la responsabilidad externa como en el de la conexión local. Puede ser, también, que beneficie al régimen iraní al relativizar o diluir sus responsabilidades y es lógico que las entidades comunitarias hayan encendido señales de alerta sobre tales implicancias.
Pero abstraigamos por un momento las motivaciones visibles y encubiertas de las partes; de uno u otro modo, la conformación de una “Comisión de la Verdad” (un nombre que puede sonar a trampa y redobla la responsabilidad de no desandar lo ya recorrido en la causa judicial) coloca a los juristas que vayan a integrar dicha comisión frente a un enorme desafío: tendrán en sus manos no sólo una brasa ardiente y una compleja madeja sino una llave maestra de la que podrían salir sorpresas. ¿Podrán trascender estos jueces el angosto margen que les dejará este extraño acuerdo bilateral entre un país damnificado y otro cuyo régimen está acusado de ser el principal perpetrador del crimen? ¿Por qué negarles a priori ese lugar en esta intrincada y dolorosa historia? Les debemos a figuras solitarias como Lemkin y, más recientemente, el juez Baltasar Garzón, avances en materia de Derecho Internacional humanitario y la sanción de los crímenes de lesa humanidad que sus contemporáneos consideraron arriesgados o improcedentes en su momento.
En breve, se trata de una apuesta mayor para el gobierno argentino, que empeña su erosionada credibilidad externa y vuelve a tensionar su vínculo con la comunidad judía argentina. Aquí, la presidenta Cristina Kirchner paga un costo adicional por el modo de encarar asuntos y decisiones de trascendencia sin un sistema de consultas, canales abiertos de comunicación y consensos previos. El gobierno iraní, mucho más restringido en su margen de maniobra doméstica, tiene menos que perder con esta movida arriesgada y de incierto destino. La comunidad internacional, junto a la memoria de las víctimas y el dolor de los familiares de aquel horrendo ataque, observarán a estos jueces sobre los que recaerá tamaña responsabilidad. Con todas las críticas que se merece, este acuerdo abre un capítulo distinto, que puede ser una Caja de Pandora u ofrecer esa llave maestra que permita acercarnos a la verdad y la justicia.
Recordemos que la Caja de Pandora, en la mitología griega, contenía todos los males del mundo, pero también un bien oculto: la esperanza. La historia cuenta que después de que Pandora recibiera la jarra, recibió también una orden de Zeus diciendo que jamás debía abrirla. Pero Pandora se dejó ganar por la ansiedad y la abrió. Todos los males fueron liberados; el odio, el miedo, la envidia, los celos. La esperanza permaneció allí dentro. No hay que desestimarla.
* Periodista y politólogo.